viernes, 24 de febrero de 2012

Extravío

Perdido en los pasillos de la inexperiencia, bajo noches de tardía inocencia, ahora soy quien extraña tu suave piel, y también el que no sabe qué hacer.
La boca no pudo expresar lo que el corazón ansiaba, y cuando supo decirlo el alma estaba ya helada. En los ríos corrían la leche y la miel, ahora todo verbo se conjuga en pasado. Besos sin destino, tirados en el vado.
Entre el orgullo y la ignorancia, ardo en deseos de tenerte, pues por más que lo intento no puedo olvidarte.
La constelación de estrellas guía al sabio, pero confunde al necio demente. Nadie como tú en los ayeres, difícilmente alguien como tú en el mañana. Espero no haberlo perdido todo, en aquella noche tan extraña.

domingo, 12 de febrero de 2012

¿A quién le importa?

Ávido lector, desde su cruda infancia sin cocimiento, pero con algo de conocimiento. Agradeciendo siempre a Gutenberg el invento.

Devorador de libros, cortó muchas noches y días el tiempo a través de Cortázar. Sacrificó demasiados viernes sociales por Verne. Leyó más de una vez las hecatombes dramáticas de Shakespeare. Leer llegó a ser para él una obsesión.

Hasta que llegó el momento que de tanto tragar letras tuvo que vomitarlas. No se volvió loco como el Quijote, simplemente se convirtió en escribidor.

Desde entonces escribió muchas líneas, primero en servilletas y manteles desechables, que siempre guardó, después en hojas sueltas que conservó en carpetas, para después seguir anotando en libretas y cuadernos, de los cuales se fueron llenando 10, 30, 50... Siguió atiborrando más, pero perdió la cuenta. Siempre pensando en que un día lo publicaría. Todo lo guardó.

Así las hojas se entintaron con frases, poemas y cuentos, jamás una novela. Todo tenía que ser de un tirón, de un solo golpe; quizá la novela sólo la hubiera logrado como Kerouac o Balzac, sentado días y noches enteras sin levantarse de la silla hasta acabar. Pero aún así eso era demasiado tiempo, no era fresco ni divertido.

La brevedad, siempre la brevedad. Consecuente coherente, fue breve hasta en su propia existencia, o su propia muerte. Murió antes de los 40.

Solo, como la verdad, siempre solo, como rey de Francia. Su cadáver fue descubierto dos semanas después de su fallecimiento. Lo encontraron hasta que el hedor empezó a molestar al perro faldero de su anciana vecina, una mujer que no tenía memoria, ni olfato, ni vida.

Los buitres familiares acudieron rápido, para darse el palmo de narices que se merecían: no había herencia. Nada para nadie, todo se lo había gastado él mientras tuvo un respiro.

Y los más de 50 cuadernos y libretas sin cuenta, llenos de escritos, no sirvieron para buscar ningún tiempo perdido. No, tampoco fueron vendidos. Alimentaron un fuego, no tan variado como el del 10 de mayo del ’33, pero caliente como el infierno de Dante mudo.

Así que todas las palabras, todas las líneas, ideas, epigramas y relatos que él escribió quedaron inéditos y fueron totalmente desconocidos en este mundo; se los llevo el viento, se elevaron con el humo.

El tipo nació y murió antes de Internet. Si le hubiese tocado esta época, hubiera escrito sus obras en una computadora, y estarían revueltas sus ideas con las de miles y millones de escribidores, que tienen igual o peor talento que el de él. Estarían sus notas perdidas en bits, MHz y espacios virtuales. Mezcladas en enferma promiscuidad con esas frases pseudo brilantes de la gente, con esos pensamientos breves y pestilente como haikus de mierda, con esas dizque inspiraciones anotadas con ortografía jodida y con muchísimas otras tonterías.

Al final sus letras y pensamientos tampoco hubieran sido leídos ni estando en el mundo digital, allí también hubieran quedado vírgenes e inéditos, porque el viento, el humo, la arena, la madera, el papel, los bits y las rocas son lo mismo: elementos que tarde o temprano se traga el olvido. Además, nada de lo que él escribió hubiera sido leído, porque en realidad hay cosas que a nadie importan jamás.