viernes, 2 de diciembre de 2011

Alto (el payaso de la luz roja)

Luz roja. Pie en el pedal del freno. Treinta segundos que por lo general son una eternidad (excepto cuando viajas con alguien cuya compañía disfrutas mucho). Crucero transitado, que sólo por eso es peligroso. Levantas la vista y allí está, como un espectro sacado de las profundidades del infierno. Un hombre casi calvo, el poco cabello que le queda revuelto de forma desagradable, pelo que parece quemado, mal oxigenado, Marilyn Monroe después de haber saltado del Hindenburg en llamas (fuego y no montada en un cuadrúpedo andino). El tipo tendrá unos 55 años, o menos si su vida ha sido dura. Su rostro mal embadurnado de pintura blanca, buscando tener la apariencia de payaso. Clown deprimente, en su boca un cigarrillo pirata que huele a neumático quemado. Tres círculos rojos sobre la pintura blanca de la cara, dos en los pómulos, uno en la nariz, con un punto negro, del grosor de la punta de un dedo, en el centro de cada círculo. Parecen ser los oscuros blancos de una macabra diana, en esa humeante cara enojada, de pesada mirada, odio contenido o indiferencia furiosa. Cruza tu mirada con la de él y, aunque no lo hayas visto antes en tu vida, te sentirás culpable y responsable de sus desgracias.

El quebrado payaso camina encorvado, su espalda es la Torre de Pisa arqueada, el arco de la derrota. Pasos cortos, cabeza gacha, la mirada que emana odio siempre viendo al frente. Es un frío día de diciembre, su ropa delgada y desgastada lo protege muy poco. Verdes los pantalones viejos, vieja la desgastada camisa de nylon y añejo su chaleco beige de algodón. No es su ‘ropa de trabajo’, es su ropa ‘del diario’. Lo único que lo distingue de los indigentes ‘no artísticos’ es su grotesco maquillaje y la pelota verde que se trae entre manos.

Luz roja. Los autos detenidos, el payaso, paso a paso, llega al centro del cruce enfrentando a los automovilistas. Empieza su acto. Con las manos al frente, a la altura de su cintura, realiza lo que él entiende por ‘malabares’, o lo que le permite su poca destreza en este negocio. Su mano derecha arroja una pelota verde a su mano siniestra, entre ellas hay una separación de quince centímetros. La mano izquierda devuelve la pelota verde a la mano diestra, y así se pasan lentamente la bola durante veintidós segundos.

Esporádicamente aspira su cigarro, quizá para darle al acto un “factor de peligro”. Después de los malabares, sin separar el cigarrillo de sus labios, se acerca a los automovilistas, esperando recibir monedas sin realmente solicitarlas (silenciosa petición sobreentendida, tácita torcida, entre los indigentes y los automovilistas de esta ciudad). El payaso mira fijamente, sin quitar el odio de sus ojos, a cada conductor en turno. A tres segundos de que la luz roja ceda el paso a la verde, el payaso regresa encorvado a la acera sin haber recibido una sola moneda.

Luz verde. Los autos avanzan y el payaso espera la próxima luz roja para repetir su función; y así será hasta que se busque otro oficio o llegue su defunción.

sábado, 26 de noviembre de 2011

Antros

A la que conocí en un bar, todo a media luz, bebimos seis tequilas, palabras en alud, cuando desperté y la vi a mi lado, incluso pensé que me la habían cambiado.

A la que conocí en la disco, dijo que quería todo conmigo, aunque no me gusta bailar, en toda la noche no paramos de girar, a la mañana siguiente amanecí mareado, sentí que caminamos mucho sin llegar a ningún lado.

A la del restaurante, la creí buena persona, con su cara linda y su bolsa oscura, me dejó pagar la cuenta y me benefició con la duda, de ella no tengo queja pues resultó ser muy franca, por eso cuando me dejó regresé a las vacas flacas.

A la que conocí en el café le regalé 13 cigarros, cuando salimos de ahí, teníamos los ojos ahumados, con tanta tos no hicimos demasiado y entonces decidí dejar de buscar en los antros.

sábado, 22 de octubre de 2011

Casi la capitulación

Bajo la luna llena, cuando la ciudad parece muerta, ella baila un vals con un extraño. A lo lejos corre un perro, en busca de su sustento, y ella sigue bailando con el hombre equivocado. Todo es quietud a esas horas y no hay ningún testigo; al final del viejo vals él le pide lo mismo que otros tantos le pedirían a una mujer tan hermosa. Ella con todo decoro se niega, mientras se sonroja. Él es paciente y sabe que aún tiene mucho tiempo por delante. La abraza con fuerza e intenta robarle un beso; ella se inquieta y, nerviosa, le empieza a seguir el juego. Aún faltan horas para que salga el sol, pero de algún lugar grita una gruesa voz: “¡Déjala cabrón!” Y el ensueño se rompe para esa noche, bajo la luna llena, cuando la ciudad parece muerta.

sábado, 27 de agosto de 2011

D.C.O.

La fecha del festejo anual hizo de nuevo su aparición. Qué diferente es ahora su llegada, comparándola con los felices tiempos de tu infancia que, por su despreocupación, siempre consideras los mejores de tu vida. Antes esperabas emocionada esta fecha, ahora lo que quisieras es omitirla para siempre. Hoy no habrá pastel con velitas, pues por medio de argumentos dignos de la peor película de acción, y excusas que pareciste haber extraído de la chistera de un mago fracasado, mandaste diplomáticamente al cuerno a todas tus amistades y conocidos. Esta noche, por iniciativa propia, no habrá celebración de cumpleaños para ti.

Quizá si contaras con una pareja permanente tu humor sería distinto… pero el caso es que hasta el momento ningún ‘caballero’ ha querido asumir tal compromiso. ¿Acaso es realmente imposible encontrar un hombre correcto en el mundo?, por lo menos la respuesta que das, basada en tu propia experiencia, resulta afirmativa. Lo peor no es que tu paciencia se esté acabando, sino que tu reloj biológico está a punto de detonar la bomba del embarazo riesgoso, y de ahí al embarazo imposible sólo hay un paso.

Para colmo de males, sabes bien que tu piel ya no se ‘recupera’ tan rápidamente como antaño y que con las tendencias estéticas obligadas que pronto adoptará tu figura deberás renunciar a ciertos caprichos de la moda que solías seguir con religiosa fe. ¿Cuánto tardarán en aparecer esas temidas manchas en los dorsos de tus manos? Esas como pecas que tanto tu abuela como tu madre tuvieron cuando entraron de lleno al otoño de sus vidas. Ellas por lo menos contaron con hijos que las distrajeran un poco y no se concentraran en la conciencia de sus propias decadencias. Pero tú…

De repente sientes que es un tanto ingrato quejarte, pues puede decirse, sin engaño alguno, que eres una mujer exitosa. Solitaria, sí, pero exitosa. ¿Habrá sido así la vida de la reina de Saba?… ¡No!, acuérdate que el mismo Salomón anduvo perdido tras ella, y ese rey no es conocido precisamente por haber sido un idiota, ¿verdad? Así que la reina de Saba tuvo sin duda mucha suerte (o por lo menos más que tú).

¿Cómo podrás olvidar la fecha de hoy?, enterrarla lejos del alcance de tu memoria. ¿Cómo puedes ignorar que hoy cumples otro año más? Nada de alcoholizarte, eso está descartado, es demasiado patético hacerlo sola y a la larga terminaría empeorando tu estado emocional. Te conoces muy bien. ¿Qué te parece salir a dar la vuelta?, mezclarte anónimamente entre las masas de desconocidos, entre todo ese ejército que ignora que hoy cumples años. No importa que noten tu soledad, pues tú notarás también la de ellos y lo más probable es que no te los vuelvas a encontrar de nuevo –y si los vuelves a topar, lo más seguro es que ni siquiera recuerdes sus facciones y ellos desconozcan las tuyas–.

¡Al diablo con todos!, ¿qué importa que noten tu soledad? Pides un taxi. Sólo una retocada de maquillaje antes de salir. Aunque no lo aceptes, siempre estás ilusionada con que sorpresivamente conozcas a tu príncipe azul. No lo aceptas, porque la desilusión es peor cuando regresas con las manos vacías. Pero arreglas tu apariencia porque esa esperanza silenciosa por un encuentro milagroso persiste muy dentro de ti.

En el espejo observas tus magistrales trazos de maquillaje que, sin embargo, no pueden ocultar del todo la crudeza del presente. Nada puede evitar que notes que ya no eres la misma, que el tiempo realmente pasa con rapidez y se lleva la lozanía con él. ¡Mira esas marcas de expresión!, antes solían ser parte de un gesto efímero y encantador, ahora están decididas a permanecer en tu rostro como grietas en la roca.

¡Carajo!, lo que más te duele es que no eres fea, nunca lo has sido, y tu belleza tardará un buen tiempo en marchitarse completamente. Entonces, ¿por qué fregados no has encontrado al hombre correcto? Una de dos: o todos los hombres son realmente unos hijos de la mierda o tú tienes el peor tino que haya existido en la historia para encontrar pareja. Eso te recuerda la idea que planteaste una vez con ciertas amigas: “Eva fue la mujer más suertuda de todas las que han existido o fue la más resignada. Todo depende de cómo haya sido realmente Adán”. En fin, hora de salir, el taxi llama a tu puerta.

Extraño espectáculo el de la ciudad de noche. Ignoras completamente al conductor que pretende iniciar una plática contigo y prefieres mirar al exterior hundida en el silencio. Desde el auto observas problemas por todos lados, espacios vitales invadidos, olor a podredumbre. A pesar de todo seguimos aquí hacinados, y no sólo eso, sino que la mayoría tiene el descaro de reproducirse. Claro que aceptas que tú no te has reproducido, no porque te falten ganas. Recordar el asunto de la reproducción ensombrece aún más tu mente.

Ahora consideras que la vida es absurda, ¿qué razón hay de continuar con ella? ¡Hey!, mejor cállate, cambia tus ideas. No te vayas a deprimir como la otra vez. Recuerda esos días de melancolía constante, los medicamentos, el tratamiento, ¡un verdadero infierno! Todo por culpa de ese imbécil que te hizo construir grandes expectativas. Ese idiota que tras jurar amor se largó tras conseguir lo que buscaba. ¡Carajo!, de haber querido recordar tantas desdichas mejor te hubieras quedado en casa.

Bajas del taxi y piensas que sería bueno conocer, aunque sea por unos segundos, los más íntimos pensamientos de las demás personas. Saber qué piensa cada ser que deambula por esta importante avenida de comercios finos donde se venden productos de caras firmas internacionales y tan grandes como lujosos edificios habitacionales. ¡Qué curioso!, no todos los transeúntes están al nivel socioeconómico del rumbo. Por ejemplo, observa a ese limosnero que lleva en su mano izquierda un objeto dorado (de seguro el recipiente que utiliza para que la gente de buen corazón, o de gran culpa, deposite las limosnas). El hombre tiene una mirada tan perdida que parece realmente profunda, aunque descubres en ella algo más... Imposible que este pobre individuo pueda entrar en la tienda de la esquina y mucho menos tendrá la más ligera oportunidad de habitar en uno de los departamentos que hay por aquí. ¡Ja!, ni siquiera podría ser admitido como sirviente.

Ahora tienes la certeza de que él te mira y se aproxima a ti, ¿qué diablos querrá contigo este miserable? Lo único que te faltaba es ser importunada por un pordiosero, así que mejor desvías tu rumbo y por seguridad entras en el lobby del edificio más cercano. El guardia de la puerta te permite la entrada sin preguntarte nada, limitándose a saludarte cortésmente (tal y como lo aleccionaron en la compañía donde labora). Todo porque deduce, por tus ropas, que perteneces al círculo de gente que tiene derecho a darle órdenes, grupo del que automáticamente excluye al limosnero. Desde el lobby alcanzas a observar cómo el guardia deja de ser el sumiso portero, para convertirse en un déspota que utiliza todo el poder que tiene a la mano para humillar al pordiosero y ordenarle groseramente que se largue de allí. Decides esperar en ese sitio un tiempo razonable como para que el indigente se haya alejado.

Es curioso, pero no puedes olvidar la mirada del pordiosero, había en ella algo que iba más allá de la infelicidad (casi todos lo pobre son infelices, aunque, pensándolo bien, los ricos no se quedan muy atrás, sólo que éstos compran las posibilidades para disimularlo). ¿Quién sabe qué sería lo que te inquietaba de esa mirada?, pero no escapaste de los probables festejos de tu cumpleaños para divagar acerca de las diferencias económicas ni para descifrar las amarguras de un indigente. Ves que el portero abre la puerta servicialmente –quizás debieras decir ‘servilmente’– a una parejita de jóvenes pudientes. Él es muy apuesto, aunque en honor a la verdad debes aceptar que ella es muy hermosa. Te llaman la atención porque ambos parecen estar embriagados por algo mucho más banal y material que el amor, incluso te atreverías a apostar que vienen bastante drogados. A pesar de su estado químicamente alterado, se esfuerzan en mostrar al mundo su cariño mutuo. Hay algo de falso en esa efusividad casi violenta. La imagen te resulta insoportable y optas por largarte de allí. El mendigo ya debe estar lejos.
Das al guardia una sonrisa condescendiente que él te regresa deseándote buenas noches (aunque no dudas que bajo esa cortesía te odie por motivos meramente clasistas) y sales a la calle. Tu mirada es atraída hacia un costado de la gran puerta, donde descubres un objeto metálico. Es, sin duda, el artefacto que cargaba el pordiosero. Lo levantas y te sorprende descubrir que se trata de una lámpara como aquellas que aparecen en los cuentos infantiles. Una lámpara metálica, en cuyo interior se colocaba aceite para alumbrar la oscuridad en las mil y una noches. ¡Vaya regalo de cumpleaños!

Es en verdad curioso encontrar una de estas cosas hoy en día. ¿Y si…?, no, ¡qué pendejadas se te ocurren! Qué ridícula te verías frotando la lámpara en espera de un genio, ya eres una adulta para siquiera pensar en semejantes ridiculeces… Aunque, ¿quién sabe? Miras a tu alrededor y sigues viendo a gente pasar, cada quien clavado en sus propios pensamientos (¡ah, la típica frialdad urbana!). Nadie te está viendo, ni siquiera parecen enterarse que estás allí. ¡Frota la lámpara!, total, no pierdes nada. Aquí vas, una pequeña frotadita y…

¡Diablos!, todo lo que te rodea se detiene, como si hubieras puesto ‘pausa’ en una película. Todo está quieto, los pasos de los peatones se congelaron en el momento preciso en que frotaste la lámpara, incluso el humo del cigarro de aquella mujer forma una escultura en apariencia permanente. Quietud absoluta, todo permanece estático, excepto tú y ese humo violeta que sale de la lámpara que paulatinamente se transforma en un gigante de tres metros vestido a la vieja usanza oriental.

“No te sorprendas por mis atuendos”, te dice el gigante con una sonrisa sarcástica en el rostro, “pero los uso únicamente para dar el dramatismo cursi que se espera de esta situación. Ahora, supongo que imaginarás qué sigue. Por lo tanto me ahorraré las explicaciones y me concentraré en decirte que cuentas con un deseo, SÓLO UNO, el cual te será cumplido. Así que te recomiendo que lo formules CON SABIDURÍA”.

Tras sus palabras, el genio cruza sus musculosos brazos y dirige su mirada al cielo, como si con esta acción procurara no apresurarte en la toma de tu decisión. Curiosamente tú no estás muy sorprendida, es como si esto no fuera extraordinario, después de todo, cuando eras niña creías en ello. Miras hacia la gente estática, como buscando inspiración y las ideas comienzan a galopar en tu cerebro como desbocados obesos hambrientos en un festín.

Te preguntas qué puedes pedir. ¡Dinero!, supones que esa es la primera opción que se les ocurre a quienes enfrentan esta situación, o por lo menos eso cuenta la tradición. Pero no, no la riqueza, hace unos momentos pensaste que los ricos no son felices; además, ya tienes las cosas materiales que necesitas, y hasta te sobran. Debes pedir algo que… ¡concebir un hijo!, ¡eso es! Después de todo, es lo que más ansías. Sí, un pequeño… aunque, ¿de qué te serviría un niño sin que tú cuentes con un compañero que te ayude a criarlo? Entonces decides pedir un hombre al que puedas entregar tu vida, sin restricciones. Sientes que el genio te mira, y descubres que es así. Él parece adivinar tus pensamientos y con una sonrisa parece indicarte que te tomes tu tiempo, que la decisión no debe hacerse tan a la ligera, que esta oportunidad jamás se repetirá.
De súbito se te ocurre que hay algo aún mejor. Tu deseo será no envejecer, detener de una vez por todas ese fastidioso proceso de decadencia en tu cuerpo. Con ello consideras que lo obtendrás todo: encontrar por ti misma al hombre adecuado, sin importar lo que esto tarde y tener un hijo (o los que quieras) cuando se te pegue la gana. ¡Ese es un verdadero deseo para pedir a un genio!
Abres los labios emocionada y dices al genio: “Mi deseo es jamás envejecer”. Él como respuesta suelta una gran carcajada, cargada de dramatismo (sin duda lo que la tradición dicta en estas situaciones), y chasquea los dedos de su mano derecha, para desaparecer en el acto tras decir: “Concedido”. La calle recobra todo su movimiento como si nada hubiese pasado.

Esperas ansiosa algo, un destello, una gran explosión, algo espectacular que te indique el cumplimiento de tu deseo (el genio tenía razón con respecto al efectismo cursi al que estamos acostumbrados), pero no sucede nada fuera de lo normal. De repente escuchas gritos de terror y notas que la gente detiene su paso y todos miran hacia arriba de tu persona. Tú decides no voltear y cerrando los ojos esperas que una fuerza sobrenatural recorra tu cuerpo, algo así como una energía que impida que tu organismo envejezca. Lo único que obtienes es un fuerte golpe que de sopetón termina con todos tus signos vitales, y quiebra la mayoría de tus huesos. No más esperanzas de vida, este es tu adiós para con el mundo cruel.

***

El día siguiente fue jueves, y como tal, toda la gente continuó con su rutina en espera de que llegara el viernes. Claro que dentro de toda rutina deben existir situaciones que rompan con la monotonía, pues de no ser así, la humanidad realizaría tarde o temprano un suicidio colectivo y la Tierra tendría que esperar varios millones de años para que las cucarachas evolucionen y ocupen el sitio dejado vacante por los hombres. Ese jueves, la rutina fue alterada por una curiosa noticia acerca del fallido intento de suicidio de un apuesto joven pudiente, quien tras pelear brevemente con su prometida decidió saltar desde la ventana de su lujoso departamento.
Quién sabe si el joven hubiera intentado tal acción de haberse encontrado sobrio, pero el caso es que, tanto él como su novia, estaban bajo los efectos de ciertas drogas ‘duras’ mezcladas con alcohol. Pero esto no fue lo más curioso, sino que el joven resultó totalmente ileso tras su salto. Lamentablemente no se pudo decir lo mismo de la mujer que estaba en la acera, sobre la que él cayó y la cual murió en el acto. Ella era de mediana edad y su cuerpo amortiguó la caída del suicida. En la necropsia se descubrió que la mujer sacrificada se encontraba con tres semanas de embarazo.

Lo que siempre se preguntarán los testigos del suceso es por qué la víctima no se apartó del punto donde se hallaba, a pesar de que todos le gritaron que así lo hiciera y, en vez de correr, sólo cerró los ojos con una dulce sonrisa en el rostro.

***

En algún lugar de la ciudad, dentro de una vieja lámpara de latón, un genio sonríe satisfecho de haber cumplido tres deseos en uno solo, y descansa mientras espera que otra persona afortunada deje a un lado los prejuicios y se atreva a frotar la lámpara.

lunes, 8 de agosto de 2011

Largo adiós (no es igual a: largo... ¡Adiós!)

El mareado segundero, a la misma velocidad, te revuelca con sus vueltas en el pan molido de la vejez. Muela del juicio perdido, por incompetencia de abogados baratos que no fueron consultados. El consulado cerrado y tú sin pasaporte, dinero ni techo. Extranjero aún en extranjía y nadie te echa de menos, eso te extraña de más. ¿La brújula?, perdida, pues una bruja de buen ver te la quitó, con los ojos cerrados, mientras dormías. Ya nadie se domina. El jugador perdió todo en apuestas apestosas; debió retirarse de la mesa cuando pudo. El dinero tiene la capacidad de regresar, el tiempo no. No hay devolución una vez salida la mercancía. El Mercader de Venecia también se empecinó demasiado con el vecino, y no sólo perdió todo, sino mucho más. Hay que agarrar al todo por los cuerdos, sacar pecho y ajustarse el sombrero. Avanzar aunque los perros sean mudos, viajar a varios nudos a pesar de la tormenta desatada. Uno no debe decidir nada mientras esté muy enamorado, aunque vista de violeta y la vestal prometa. Una carga extra es hacerse cargo de algo por encargo de alguien, ¡si apenas uno puede consigo mismo! Nada es igual después de que el viento se ha llevado todo al carajo. No mires abajo porque te mareas, no mires arriba porque no distinguirás nada, no mires a los lados porque aunque haya gente no encontrarás realmente a nadie, ni mires atrás, sino te convertirás en estatua de sal. Este fue el adiós definitivo, el número 2718. Espero que sea el último, pues yo ahora de todos me despido con las palabras, y con el fuego no se juega, aunque a veces se fuga. El papel es inflamable y el actor que lo representaba es insufrible. Arde como lo hizo el corazón mío. Sin razón. Corazón sin caparazón. Es largo el adiós.

martes, 26 de julio de 2011

Determinación

Pudiera ser la dieta, los hábitos (malos como el demonio), pudiera ser la genética o simplemente cosa de suerte. Tras varios meses (que sumados daban como resultado bastantes años) el gordo por fin se decidió hacer caso de las advertencias y empezar a cambiar su estilo de vida. Primero con ejercicio.
Un martes, temprano, apenas saliendo el sol, el gordo se levantó de la cama y se puso la ropa deportiva comprada hacía unos lustros para un fin que apenas hoy veía su realización. Recordó que la ropa en el momento de la compra le quedaba holgada, hoy él apenas cabía en ella. Por una extraña asociación de ideas, vino también a su memoria esa vieja prostituta que vio en su juventud a la cual apodó “salchicha venusina”, por el vestido entallado de brillante tela plateada de esa mujer, digno ejemplo galáctico del logo de Michelín, en esa lejana noche de danzón y alcohol.
El gordo subió a su auto, el abdomen rozando el volante del vehículo, el trasero desbordando un poco de carne a los lados del asiento, pero ¿para qué pensar en algo que estaba a punto de cambiar?
Llegó rápido al parque, pero fue difícil encontrar lugar para aparcar el auto, pues la fiebre de la buena condición parece ser epidemia en estos días. Por fin halló un sitio y bajó, dispuesto a caminar por esos andadores entre la frescura de los árboles.
Diferentes clases de personas se ejercitaban en el parque. Ancianas que buscaban un respiró último que alejara a esos oscuros buitres que imaginaban rondando sobre ellas, hombres maduros queriendo recuperar la atracción perdida o simplemente tratando de alcanzar algo que fuera tan atractivo como sus billeteras, amas de casa escapando del tedio, niños que por alguna razón habían perdido el ciclo escolar y haciendo ejercicio esperaban el próximo. Gran variedad de gente.
Nuestro obeso héroe caminaba lentamente, observaba todo lo que había a su paso. No se detuvo, ni un momento, estaba decidido a caminar 30 minutos sin parar, y ninguna falta de oxígeno se lo impediría. Estuvo tentado a detenerse un momento al ver el grupo que hacía yoga sobre el césped. Siete alumnos y un maestro, sentados en sendos tapetes blancos que ellos mismos llevaban. El instructor tenía una especie de toalla en la cabeza, tal como el Mahrajá de Pocajú, daba indicaciones a sus pupilos y de fondo se oía celestial música New Age salida de una grabadora que tenía a su lado. El gordo creyó ver a los discípulos levitar por un instante. Siguió adelante.
El gordo tenía que esquivar en ocasiones corredores desbocados que venían en sentido contrario, dando resoplidos de un esfuerzo que les proporcionaba dolor y que ellos confundían con placer y salud. El gordo se sofocaba, pero no se detuvo. Pensó en los Camel de anoche, cinco después de cenar para ser exactos, los últimos cinco de la cajetilla que había comprado la mañana anterior. El día de hoy aún no encendía ningún cigarrillo. El gordo no se detuvo.
Miro las copas de los árboles, y su observación andante fue interrumpida por una música ruidosa, llena de energía, miró hacía donde provenía el estruendo y vio un grupo como de 20 personas ejercitándose frenéticamente a ritmos salvajes y contagiosos. Eran personas de diversas edades, aunque en su mayoría de la misma edad o mayores que el gordo. Felices, extasiados por disfrutar de la música y al mismo tiempo beneficiar sus cuerpos con el ejercicio. Gritaban de felicidad, aplaudían y coreaban. Los más frenéticos eran los de más edad. El gordo sonrió sin aminorar su paso.
De repente se topó con la curva del extremo Poniente del parque. La curva que casi nadie se atrevía a tomar. La extensa curva que iniciaba con una pronunciada subida, para después de 100 metros de lucha contra la fuerza de gravedad, convertirse en una reparadora y agradecible bajada. El gordo no se la esperaba.
El gordo tenía las arterias llenas de grasa, el abdomen abultado por su espíritu sedentario, el trasero dolorido de tanto estar sentado, pero el gordo esta mañana tenía sobre todo determinación.
Sin amilanarse ante la imponente curva decidió aceptar el reto. Arriba iba el gordo. Se sofocó un poco más, pero recordó películas en las que el héroe se supera. Rocky entrenando para ganar el campeonato, los carros de fuego con su marcha que eleva el ánimo, los tipos que se fugaron de Siberia en tiempos de Stalin para llegar a píe hasta la India. La memoria del gordo le mostró todas esas películas de gente que mostraba determinación y que al final lograba lo que se proponía. El gordo avanzaba motivado, con el corazón latiéndole en el gaznate, pero motivado.
El gordo subió 20 metros, llegó a 25, sudando alcanzó los 37 y, de repente, sintió un agudo dolor en el pecho. Una estocada de diestro mosquetero en ese lugar hubiera sido menos dolorosa. El gordo vio todo gris y se desplomó. Su corazón dijo: “pinche gordo”, y dejó de latir para siempre.

lunes, 11 de julio de 2011

Abandono

Pudieras decir que el calor es semejante al del desierto, dentro de la habitación sólo se escucha el incesante cuchicheo de la soledad, dentro del corazón, sin embargo, está el gélido sentimiento de la añoranza. Su recuerdo es una chispa con el que intentas darte alivio; pero no hay alivio cuando la distancia te sabe a abandono. Sabemos que no es dependencia, sino necesidad de escuchar su voz, sus ideas y su risa. Necesidad de saberla cerca de ti, a pesar de la distancia; pero la lejanía física y espiritual te saben a abandono. El ambiente parece perfecto para una historia ideal: primavera, cielo azul, niños jugando y aves cantando en el verdor de los árboles. Aun el escenario más alegre puede incluir tragedias, la tuya se titula abandono. Dicen que con perseverancia el agua puede taladrar piedras, también así es como pueden derrumbarse murallas, lo que olvidan decir es que la paciencia es seis veces más difícil cuando tus días están plagados de abandono. Si ya hiciste todo lo que podías, aún en tu desesperanza tienes que esperar. Ojalá tus acciones y palabras hayan sido suficientemente claras, después de todo, lo que tiene que ser sucederá. Dicen también que el abandono no dura para siempre, ojalá y en esto, los que dicen, estén en lo correcto.

miércoles, 29 de junio de 2011

Don Catarino y Don Juan

El amanecer de ese jueves sólo era aparentemente distinto por dos cosas: las nubes, que eran de un color rojo sangre, y por el rostro de Don Catarino, que esa mañana lucía más triste que de costumbre; por lo demás, las rutinas del día y de ese hombre eran las mismas de siempre.

Seis de la mañana y Don Catarino, un hombre bajito, melancólico e insignificante salía otra vez, puntual como todos los días, a barrer la acera que estaba afuera de su peluquería. Un lugar tradicional, un elemento del pasado naufragando en el presente. Afuera decía Peluquería Don Catarino, escrito con letras que estuvieron de moda hace más de 70 años. El actual Catarino había heredado el local y el oficio de dos Catarinos anteriores (su padre y su abuelo), pero el cuarto (el hijo del actual peluquero) había decidido romper con la tradición yéndose a buscar trabajo a los EE.UU.

A un lado del letrero de la peluquería había un cilindro giratorio con líneas espirales (roja, blanca y azul) que parecían moverse en una caída perpetua. Era el símbolo medieval de su profesión, que simbolizaba sangre, vendas y venas, cuando los peluqueros eran también los médicos de los poblados, y que actualmente sólo nos indica que allí trabaja un peluquero tradicional.

Adentro del local todo era antiguo: tres asientos fabricados en 1929, en Chicago Illinois, según se leía en sus respectivas placas que servían para que los clientes reposaran en ellas sus pies con tal de no dejarlos colgados como los de una marioneta sentada al borde del escenario. Había también tres grandes espejos que en conjunto, y de acuerdo a su posición, reflejaban una repetición infinita del local. En los pocos espacios de muro que los espejos dejaban libres, los tres Catarinos habían optado por colgar imágenes de su pasión taurina, fotos ahora en tonos amarillos de papel que ha sobrevivido por mucho la época útil para la que fue creado. En realidad había un solo elemento moderno en la peluquería: la colección de revistas para caballeros que se apilaba en uno de los asientos (el central), cuyo fin era el esparcimiento libidinoso de los clientes.

Los pocos clientes que tenía Catarino eran casi tan fieles como la mala suerte. Durante años habían ido allí a acicalarse y no cambiarían la ‘buena mano’ de ‘su’ Fígaro por nada del mundo. Incluso unos creían deberle al peluquero las soluciones a dilemas personales, éticos, morales y existenciales. Por ejemplo el viejo Don Cuco (cuyo nombre real era, en efecto, Refugio) estaba totalmente convencido de que seguía casado gracias a los sabios consejos de Don Catarino; aunque realmente éste jamás proporcionó consejos, pues ante todo lo que le decían se limitaba a asentir y escuchar, sin decir ni pío, durante los largos monólogos, como los que le recetaba Don Cuco. Otro de sus clientes más asiduos era Don Juan, quién hacía honor a su mítico nombre y presumía, sin incurrir a la mentira, de haber conquistado a más mujeres de las que su memoria podía recordar. “Catarino, eres el secreto de mi éxito”, le decía Don Juan al peluquero en cada una de sus visitas semanales, y antes de empezar a platicarle de su nueva conquista.

A pesar de la fidelidad de sus clientes, Catarino no podía dejar de sentirse como una especie en extinción. Desde que su hijo había optado por irse a los EE.UU. rechazando la herencia de su oficio, Catarino había contratado a decenas de ayudantes, uno a la vez claro está, los cuales no duraban ni dos meses en el trabajo. Unos se cansaban de la rutina de Catarino, otros se aburrían de los pocos clientes (quienes solían dejarse cortar “sólo por el maestro”), pero los más se iban porque, al igual que Catarino IV, no veían futuro alguno es ese lugar repleto de pasado.

Nada consolaba a Don Catarino de la proliferación, en aumento, que experimentaban las estéticas unisex (donde acababan trabajando todos sus ex-ayudantes), ni siquiera hallaba consuelo por estar casado con una hermosa y joven mujer, segundo matrimonio del peluquero, quién había enviudado poco después de haber nacido su hijo. Con frecuencia Don Catarino se quedaba varios minutos contemplando los surcos circulares en el piso alrededor de los asientos, producidos por años y años de calzado rodeando a los clientes en turno. Esos asientos hechos en Chicago, Illinois, curiosamente el lugar al que su hijo se había ido a probar fortuna. “Todo se paga en la vida”, se decía Catarino al pensar en la coincidencia.

A las siete en punto de esa mañana de rojas nubes, Don Catarino abrió su local. El primero en llegar fue Don Cipriano, un calvo de 70 años que parecía tener 110. Catarino solía imaginar aves carroñeras alrededor de este cliente siempre que lo veía entrar en la peluquería; pero no esta mañana, pues Catarino estaba allí físicamente, pero el resto de su persona estaba en algún otro lado.

Aunque Cipriano carecía de cabello se negaba a aceptar el hecho y acudía a que el maestro le arreglara los tres pelos de su cabeza, tras lo cual salía de allí tan agradecido como satisfecho por el trabajo. Cabe mencionar que Don Catarino, en aras de la vieja amistad que los unía, y por su férrea moral, no cobraba ni un centavo a Cipriano por su mímica de trabajo.

Tras hora y media de tristeza y pensamientos en solitario, a las nueve en punto, como todos los jueves, llegó Don Juan. Llenando el local con su característica loción fina, fuerte y masculina, mostrando una sonrisa radiante y seductora y con ese porte envidiado hasta por los jóvenes. Don Juan se sentó en uno de los objetos traídos de Chicago y el corte comenzó como de costumbre; no así la charla. En vez de empezar a hablar de su última conquista, Don Juan tomó una revista y comentó con Catarino las curvas femeninas que veía impresas en el papel couché. Don Catarino, de manera automática, cortaba, asentía y peinaba, a veces miraba caer al suelo pedazos de esos grises cabellos que las mujeres consideraban parte del interés que en ellas despertaba el maduro galán.

Como siempre, Don Juan se fue interesando más en su propia plática y por eso no fue capaz de notar un ligerísimo temblor en las manos de Catarino. Tampoco se percató cuando el peluquero casi dejó caer al suelo la toalla caliente que sacó de una vieja máquina metálica. Ni cuenta se dio Don Juan de que la mirada de Catarino era extraña en el momento en que le aplicaba espuma en el rostro, ni notó la excesiva fuerza, nada habitual, con la que el Fígaro afiló la navaja.

Lo que sí notó Don Juan fue cuando Don Catarino en vez de deslizar con destreza el filo de la navaja sobre su bronceada mejilla para alcanzar la afeitada perfecta, decidió clavar el filo profundamente en su carne de conquistador, justo debajo del huesito curvo que está detrás del lóbulo de la oreja izquierda, para después deslizar con fuerza la navaja por el rumbo del cuello, para hacer un profundo surco que acabó justo debajo del huesito curvo que está debajo de la oreja derecha. Eso lo notó Don Juan y, como era de esperarse, fue casi lo último que notó y sintió en su vida.

Antes de quedarse completamente quieto, Don Juan emitió los típicos sonidos que hace cualquier persona que se ve sorprendida cuando le están cortando el cogote. Catarino pensó que este acto significaba el fin de una era, de su era, y que a la vez la concluía con justicia. Quizá por esto se sentía cansado, muy cansado, o quizá su agotamiento también se debía a que la noche anterior no había podido dormir por los ecos olfativos de la característica loción de Don Juan que había descubierto en su propio lecho. A nadie se le ocurrió ningún epitafio para la joven esposa del peluquero, pues hasta él se había sorprendido esa fatídica mañana de jueves, antes de salir a barrer, lo feo que puede ser el cadáver de una bella mujer asfixiada.

jueves, 23 de junio de 2011

Fuga sin tocar

El libro prohibido estaba escondido, tan oculto como el muerto que se robó las peras de San Agustín. Aunque la verdadera sabiduría está al alcance de todos, nadie le presta atención, pues estamos demasiado ocupados en otros negocios. Las estrellas fugaces siguen escape en el cielo, por desgracias solemos tener los ojos bien pegados al suelo. Los poetas prefieren hacer versos comerciales, pues ganan más cuando hacen odas a las bondades de los cereales. Cuando él tocó tu mano, creyó que estabas viva, pero llevas 10 años bien muerta, a pesar de que respiras. Todo esto debería preocuparme, y sin embargo me causa gracia. Aunque rara vez surge una noticia que altera mis costumbres y me vuelvo a sorprender, jamás me podré acostumbrar a la maldad. Nunca podré soportar el abuso y la ignorancia. Por eso cuando veas que estoy perdido, no te lo creas, es probable que me esté escapando, como estrella fallida.

jueves, 9 de junio de 2011

El balido del hombre doblado

El hombre doblado veía pasar el asfalto por el agujero que tenía el piso picado del vehículo en el que viajaba. Sólo una lámina oxidada a punto de romperse lo separaba a él, y a los demás pasajeros, de un suelo que se veía desfilar a 70 kilómetros por hora. Si se rompiera el piso de lámina ¿todos quedarían descabezados? El dolor era intenso, ni siquiera pensar en la guillotina pública aminoraba esa desesperante agonía. La pasajera con nariz de pelota de grana miró al hombre doblado, ella no imaginó que él estuviera así por un dolor físico, sino económico. La situación del país había ido de mal a peor, y no se veían en el horizonte signos esperanzadores. Ella supuso que él era un pobre fulano explotado o desempleado. En lo primero no se equivocaba la mujer de la roja nariz, sin embargo esa no era la razón que doblaba al hombre.

Una especie de apretón sentido en sus entrañas provocó que el hombre doblado se inclinara un poco más hacia adelante, su cara estaba ya más debajo de las rodillas flexionadas. Pensó que probablemente lo que tenía fuera cáncer. Recordó que el nombre de ese mal se relaciona con los cangrejos, porque según dicen el dolor que sienten los enfermos de cáncer es como si un cangrejo de atléticas fuerzas apretara con sus tenazas el interior de sus cuerpos. Así podría describirse lo que él sufría en ese instante.

El hombre doblado había tenido como fieles compañeros a esos malestares en su estómago desde hacía como dos años: pero antes eran esporádicas diarreas y pequeñas incomodidades en el estómago, que el hombre atribuyó a su mala alimentación y a sus excesos alcohólicos. Pero las incomodidades no sólo se habían hecho más frecuentes con el tiempo, sino que evolucionaron en dolores, cada vez más intensos. Mucho más intensos. Por eso ahora iba doblado dentro de ese vehículo de transporte público conducido por un cerdo que pesaba más de 100 kilogramos y que tenía cero neuronas en la cabeza. Los pasajeros temían que el vehículo mal conducido se impactara contra un puente, otro autobús, una barda o, en fin, contra cualquier cosa contra la que se pudiera impactar. Al cerdo nada le importaba, al hombre doblado tampoco. El dolor era muy intenso, no pensaba ya en la cita de trabajo a la que tenía que asistir, no pensaba en sus deudas múltiples, en sus zapatos desgastados que ocasionalmente miraba junto al agujero en el piso, sólo deseaba ser guillotinado y que cesara por completo el dolor.

El hombre doblado no iba al médico, así lo había decidido desde que empezaron sus malestares. Temía que si acudía a consulta, el galeno le daría una mala noticia, conjurando una enfermedad que el hombre doblado no hubiese tenido antes de la visita, pero que tendría desde entonces, y ya su vida sería una existencia de constante hospitalización y pronósticos reservados. Era mejor vivir sano, en la ignorancia, con ciertas incomodidades, pensaba, que empezar a sufrir enfermedades por culpa de un doctor.

El hombre doblado no había pedido ayuda a nadie, no confiaba en la humanidad, en la que no encontraba ninguna cualidad humana, aparte de la mezquindad y el odio al prójimo. Sus dolores eran su secreto. Pero esta vez eran demasiado lacerantes.

El hombre doblado perdió el conocimiento. Los demás pasajeros se alertaron, nadie quiso hacer nada e intentaron actuar como si realmente nada pasara. El cerdo, de quien menos se esperaba un rasgo de decencia, detuvo el vehículo al ver caer al hombre doblado en el piso cacarizo y buscó a la policía. El hombre doblado fue cateado en su inconsciencia por la autoridad, dizque en busca de su identificación, la cual no encontraron, pero eso sí, los policías se quedaron con el poco dinero que llevaba el hombre doblado, y al final lo condujeron a un hospital público, para abandonarlo allí, junto con la responsabilidad que sobre él asumieron.

El hombre doblado recobró el conocimiento en una habitación compartida con otros enfermos terminales. Paredes manchadas de humedad, sábanas que olían a sebo y camas cuya pintura se desprendía como lepra de metal. Un médico con uniforme tan blanco como el carbón le dijo sin reserva el diagnóstico: cáncer en el estómago en fase terminal. ¿Acaso no había ya vomitado sangre? ¿Qué no había sufrido dolores agudos insoportables? El médico se asombraba de que el hombre doblado no se hubiese atendido antes. El hombre doblado sólo pensó que ahora sí estaba condenado y no había ninguna esperanza. Su destino lo había alcanzado, sin importar sus esfuerzos por escapar. El hombre doblado se desdobló por última vez, abandonó el hospital y murió a pocas calles de allí. Murió doblado, y también murió como si nunca hubiera nacido.

viernes, 27 de mayo de 2011

ando y endo (sin ir a nungún lado)

Soñando, robando, mintiendo y diciendo la verdad. Huyendo, enterrando, añorando e inventando historias que jamás fueron. El cuentista termina engañado por sus propias invenciones, confundiendo el arriba con el abajo y el adentro con el ojalá fuera. Comprando, exigiendo, conservando, muriendo a cada momento. El almacenador de materias guarda mucho en su hogar, hasta quedar sepultado en sus colecciones, ya lo encontrarán cuando se note que no ha pagado sus impuestos en cinco años, mientras tanto nadie da nada de más por él, y nadie lo echa de menos. Construyendo, derribando, seduciendo y abandonando. El Don Juan pirado se sale con la suya hasta que alguien lo atrapa con las manos en la masa, mal sabor de boca tiene el ladrón cuando es capturado rogando. Conociendo, ignorando, pagando, a veces no de inmediato. El Karma no siempre es instantáneo, pero el equilibrio debe conservarse; todos sabemos que no sabemos nada, aunque nos cueste aceptarlo. Temiendo, temblando sintiendo hasta llegar a la anestesia total. Riendo, llorando, implorando y construyendo un orgullo de Babel. Pidiendo perdón sin perdonar, arrollando a todos los que se dejan en el camino. No es tristeza, sólo es realidad.

miércoles, 25 de mayo de 2011

Sin...

Sin la bisutería color turquesa, sin el común aroma de tu perfume, sin esos zapatos con marca de nombre afamado, sin esos alimentos chatarra, sin esos programas de TV que secan cerebros, sin esa religión que no es más que opio, sin esas necesidades creadas, sin el sexo tal y como lo venden, sin el sexo tal y como lo compro, sin esa pseudo excelencia laboral, sin ese centro comercial donde no hay relojes, sin el deseo por el auto del año, sin ese éxito al que todos aspiran y por el cual dejan de respirar, sin la música del momento, sin la película de moda, sin el despertador, sin las opiniones de los líderes, sin la cuenta bancaria, sin el anhelo de tener hijos sólo porque eso se dice que debe ser, sin esas playas abarrotadas en semana santa, sin desear los cinco minutos de fama, sin esas ansias por destacar, sin querer llamar la atención, sin algo que te permita ignorar tu propia voz… Sin todo eso, ¿quién eres realmente?

viernes, 20 de mayo de 2011

Así fue

El peluquero afónico, que siempre quiso ser un delgado cantante de óperas místicas, barría los escasos cabellos que el calvo sin un clavo había dejado olvidados detrás de los olivos en un monte, mientras era observado por los pétreamente piadosos ojos de la Virgen de la Perversión, la cual desde su balcón se balanceaba en espera de que llegara la noche para comenzar su labor. Ella en el fondo era buena y se había iniciado en su profesión profiriendo que sólo lo hacía para no ser pobre y prefiriendo los clientes que la hacían olvidarse del dinero. Después se convenció que ejercía por mero amor al arte, aunque esto nunca lo aceptó del todo. El dinero era un vil pretexto, se arrepentía, sin embargo, de no haberles cobrado al primo que la inició y al novio con el que perdió tres años de su vida. Lo que siempre me llamó la atención de ella era que, a pesar de su experiencia y fama bien ganada, tenía intacto su orgullo de doncella. Por eso de cariño se le llamaba Virgen. Pero no hablemos de dinero ni de orgullos, y tampoco de fantasías, porque eso hoy me pone triste. Mejor imaginemos un poco que en el mundo hay justicia y que somos lo que siempre soñamos de niños. Que la verdad que exigimos no nos molesta y que coincidimos en que la ambición desmedida no es buena para nadie. Mejor despertemos o desesperaremos. Aún no era de noche y yo ya estaba soñando. Me hubiera gustado escribir que desde que soy indolente ya no tengo nada qué decir. El sonrosado cura venerealmente enfermo llegó a la peluquería y pidió cortésmente que se le hiciera el mismo corte de siempre. De reojo miró a la Virgen en el balcón y con pena recordó que ella se negaba a servirle, sin importar las ofrendas que él le hace. Aún no era de noche y todos, excepto el peluquero afónico, esperábamos que la luna impusiera su luminosa soledad en el reino de la oscuridad.