martes, 29 de julio de 2008

Mujeres de negro

Estaba en el balcón del departamento donde vivo, en el buen edificio donde las puertas tienen cerradura, donde hay elevadores que siempre funcionan y hay un gimnasio y una alberca, donde la renta consume un cuarto de mi sueldo, no me quejo, quería paz y comodidad. No hago ejercicio ni sé nadar, pero estoy a tres cuadras de mi trabajo. Miraba las nubes, y vi volar tres caballos que por gracia del viento se convirtieron en caracoles (el domingo en la playa vi a Neptuno cayéndose de espaldas sobre los primeros avisos de una tormenta). Eran las 8:40, de la noche, y llegó frente a la puerta del edificio un auto deportivo, seguramente de modelo muy reciente, descapotado y conducido por un tipo con pinta de modelo de revista o de anuncio de televisión. Cada cabello en su sitio, una camisa de cara apariencia y, sin apagar el auto, saca su celular. Algo dice y en pocos minutos sale del edificio una rubia despampanante, vestida de negro, con un escote asesino y una falda cuyo borde casi le llega al ombligo, presumiendo orgullosa sus inflantes de silicona y las magias del cirujano. Aborda el auto y se van. El fulano no fue ni para abrirle la puerta. Y no sé por qué misteriosa razón recordé a la vagabunda de negro, de falda larga como los minutos en el dentista, que estaba en una de las esquinas de la fina avenida Miracle Mile (con Galiano). Ella vivía allí, en la calle, en unas bancas de madera, afuera de un banco, y su posesión era un carrito de supermercado en donde tenía muchas bolsas negras, como de basura, llenas hasta casi reventar. En este lugar hasta los vagabundos tienen posesiones de más. No sé de qué vivía, no sé siquiera si hablaba, siempre había una infinita tristeza en su mirada perdida, como añorando un pasado y teniendo completa indiferencia por el futuro. El presente era un punto intermedio entre esos dos tiempos, tal como lo es para todos, sin que nos demos cuenta. Ella estuvo allí desde el primer día que llegué a Miami, hace casi un año. Estuvo allí siempre, en el cambio de las cuatro estaciones sin Vivaldi, bajo el sol o bajo la lluvia, a cualquier hora. Ella estuvo allí hasta hace una semana, siempre con el mismo vestido y con la misma mirada, no la he vuelto a ver, y dudo volver a hacerlo. De ella sólo quedan muchas manchas de grasa en el piso y en las bancas, no en el banco. Vaya mente la mía que se pone a comparar carros y a mujeres que visten de negro en esta zona cara. Mejor me pongo a ver más nubes pasar.

sábado, 26 de julio de 2008

Domingo familiar

Padre e hijo juegan en el parque. Soleado domingo en una mañana con claridad, de esa que odian los que tienen resaca. El pequeño viste con llamativos colores y en su pelota están impresos personajes de moda en la televisión. Para él, su papá es un héroe y en el mundo existe el bien, todo es correcto y los malos siempre pierden. Sabe que es malo decir mentiras, o al menos eso le han enseñado en su casa y en su escuela. Papá viste a la moda, igual que mamá y el pequeño, usa ese tipo de loción cuyo precio de una botella de 150 mililitros podría alimentar a una familia indigente de siete durante sendo número de días. Pero papá no tiene la culpa de esas situaciones, lo que sí tiene es una gran resaca, pues anoche salió de parranda. Sólo que en vez de ir a jugar dominó con sus amigos, tal como le contó a mamá, fue a un bar de table y acabó gastando una buena suma en una rubia rumana más buena que el dinero. Papá le dice a su pequeño que es malo mentir. Mamá viste a la moda y se maquilla como dictan las revistas. Está pensando seriamente en ir con un cirujano plástico para que la plastifique y restire. Para que cumpla el sueño que esas cremas y lociones no le han cumplido. Mamá piensa que de todas las batallas que suelen perder las mujeres, la del tiempo es la más amarga. Ella sabe que papá miente y que gasta mucho dinero en una secretaria joven, pero calla; no por sumisa, sino por conveniencia y resignación. Se miente tanto diciéndose a sí misma: “Total, todos los hombres son iguales”, tal como se lo decía su propia madre, que ya hasta se creyó la historia. Mamá enseña a su hijo que no hay que mentir. Papá abraza al niño con los mismos brazos que anoche ataban a un rubio elixir de la juventud traído de Rumania, besa al niño con la boca que miente. Algún día el pequeño aprenderá a mentir bien, quizá hasta papá lo guíe orgulloso por el camino de la hombría falaz, y orgullosa también estará mamá pues “todos los hombres son iguales”.

El arte del Pokemón

16 de septiembre, el día en que a casi todos los mexicanos les sale lo ‘mexicano’ y celebran su inexistente independencia. Ese día en que realmente creen tener una identidad bebiendo refrescos gringos, vistiendo ropa tradicional mexicana fabricada en China y chocando alcoholizados sus autos importados de Japón o Alemania. Era la hora del 16 de septiembre en que sólo estaban despiertos los fanáticos del ejercicio, los padres de niños pequeños o los insomnes. La inspiración es una mujer llena de caprichos (bien podría ser un hombre, pero su nombre es femenino como el de la dificultad y el de la codependencia) y uno nunca sabe a quién le otorgará sus favores; el gran artista bien puede estar 10 años rogando porque regrese mientras el aprendiz de escritor puede encontrarla sin siquiera buscarla. Sí, su nombre es tan femenino como el de la humanidad. Realmente todo empezó la noche previa, la del 15 de septiembre, Johnathan Pérez, un mecánico de quinta que habitaba en un barrio de décima, donde cada hombre tiene de menos una cicatriz nacida de un encuentro violento y cada mujer tiene una virginidad perdida desde temprana edad, donde la mitad de los perros tienen un mecate podrido anudado alrededor del cuello y la otra mitad busca un escaño político afiliándose al partido en el poder; en ese barrio vivía Johnathan, alias el Pokemón. Él era un hombre cuyas únicas ambiciones eran beber, coger y alburear (no necesariamente en ese orden) y esa noche de 15 de septiembre, tras 17 caballitos, nada cabalísticos, de un tequila tan malo que podría ser un buen diluyente de pintura, y tras tres bolsas de fritangas enchiladas, tuvo una revelación: Necesitaba crear una obra de arte que lo trascendiera. El hombre de manos con perpetuas manchas de grasa y aceite se preguntó de dónde habría salido esa necesidad artística, lo hizo, claro está, con su anquilosado cerebro de aturdidas y siempre etilizadas neuronas. Pero no importaba el cómo, el caso es que tuvo la apremiante necesidad de dejar una huella en la vida a través del arte, de ser trascendido por una obra suya. Ahora el punto era definir qué obra realizar. El Pokemón pasó esa noche en vela, tal como la pasan los febriles enamorados solitarios o los miserables hundidos en deudas impagables. Pensaba que si fuera pintor, pintaría algo que asombraría al mundo, algo mejor que la monalisa; pensaba que si fuera músico haría una canción más famosa que el “chan chan cha chán” de Beethoven; ya de perdida, pensó que si fuera poeta haría un poema más bonito que el de la rosa que se cultiva en mayo o en febrero para un amigo sin cero o que si fuera actor haría una película famosa con muchas mujeres buenas, y no precisamente monjas devotas o sin botas. Johnathan se devanaba los pocos sesos que tenía tratando de buscar una manera de trascender en el arte. Para el mediodía del 16, el ojeroso Pokemón tenía la desesperación reflejada en el rostro. De repente su vejiga le reclamó una impostergable necesidad y al sacar el sarroso bacín que tenía bajo su pulguienta cama, descubrió la solución al problema que le había robado el sueño por toda una noche. Se vistió de inmediato, se puso sus zapatos tenis y, agarrando sus viejos botines de trabajo, salió presuroso de eso que solía llamar casa. En su carrera, Johnathan anudaba las cuerdas de los botines, convirtiéndolos en una especie de boleas gauchas. El Pokemón corrió hasta la avenida más importante de su barrio (que tiene el deshonor de llevar el nombre de un reciente expresidente de dudosa reputación) y una vez allí levantó la cara al cielo, vio con fijeza de halcón los cables de la luz en los cuales estaban posados, como notas en un pentagrama de fondo azul, varios pajarillos. Tal como David ondeó frente a Goliat, el Pokemón empezó a hacer girar sus botines por arriba de su cabeza, y cuando éstos alcanzaron una velocidad suficiente los dejó volar con dirección a los cables. Las aves huyeron despavoridas al ver que un par de hediondos botines volaba como mortífero proyectil hacia ellas. Los zapatos, tan lejanos ya del suelo, se enredaron en los cables de alta tensión y terminaron pendiendo allí, a gran altura, justo a la mitad de la distancia entre los dos postes, rectos e insensibles. Desde entonces, el Pokemón no perdió jamás la oportunidad de mostrar orgulloso su obra urbana a todo aquel que estuviese dispuesto a acompañarlo hasta la larga avenida de infame nombre. Al final la obra realmente sobrepasó al artista, pues el Pokemón murió hace un año en una pelea ‘entre amigos’, discusión que empezó por un partido de futbol y acabó con un puñal bien enterrado en la barriga cervecera del creativo mecánico, pero los zapatos siguen allí colgados. Ars longa, vita brevis.

Antes del naufragio

Tres marineros naufragan en tus tormentas y posiblemente terminarán varados en la isla de tu olvido. Otros tres vendrán a ocupar sus lugares, o quizás sean treinta veces tres o 70 veces 77. Yo no sé nadar y por eso, a estas profundidades de las circunstancias, sólo dependo de mi suerte. De tu clima depende este triple futuro, pero lo más probable es que todos naufraguemos en tu próximo huracán, sin importar cuántos seamos o de cuánta paciencia presumamos. A pesar de que mis aguas se amansaron por ti, no hay rencor ni recriminaciones, quizá sólo fue un ingrato descanso que dudo poder olvidar. Recuerda que a pesar de tus tormentas o de tu belicosa paz, sigo dependiendo de mi suerte porque yo no se nadar. Ignoro qué sucederá al resto pues, francamente, eso me tiene sin cuidado.

Bocanadas

Bocanadas de humo sagrado que se elevan hacia la divinidad creada a través del Otis por un quito piso que busca perder su virginidad. En ocasiones lo más simple resulta ser lo más misterioso. La princesa de los encantos pierde el sentido y cree que la solución está en el sueño de las 37 pastillas. El idiota bulto humano, a pesar de su cronología de cuatro décadas a cuestas, sigue hablando como un niño y se comporta peor que un adulto. Todo es a veces tan claro, sólo se requiere la referencia rogada, o robada (según sea el caso) para que todo encaje en la lógica común y el poeta sea desenvestido y su mente engrose las filas de las masas no reveladas. Tan canalla es ese ladrón como el que por anónima fama y mucho dinero exhibe los secretos de los magos por televisión o el profesor que enseña estrictamente la historia oficial. Pronto me iré y, como la Pompadour, en ese momento empezará a parecer como si nunca hubiese sido. El clímax pasó en el segundo renglón, el resto no es relleno, simplemente son piezas que le dan más curvatura a este círculo cuya estructura aceptada será difícil de encontrar sin la llave que sólo inconsciente podría proporcionar. Para entonces el humo no será divino y se perderá en el aire antes de alcanzar el sexto piso o el séptimo cielo.

Tu ausencia (¿o la mía?)

Miro al cielo gris, cargado de nubes amenazantes que suelen cumplir sus promesas; pero aunque el cielo estuviera despejado mi vida sería de todas maneras un desastre gris, porque no estás tú. Sonrío, de manera automática, porque no hay ninguna gracia; pues la gracia suprema sólo tiene sentido cuando estoy feliz, y sólo estoy completamente feliz a tu lado. Únicamente cuando estás lejos, es que la distancia tiene significado para mí, un dignificado que sobrepasa al del diccionario y duele como las agujas que atacan al que no es faquir. Mi sinrazón sólo tiene encanto cuando hablo contigo. Espero que no pasemos otra vida separados, ignorándonos mutuamente o sometidos por el compromiso. Ojalá que la añoranza no sea la constante que cobije los días que me restan, deseando por siempre que estuvieras aquí. Miro al cielo y realmente el sol es inclemente y directo, pero me resulta opaco y frío, pues para mí no hay nada tan luminoso como tú.

sábado, 19 de julio de 2008

No es válido esperar sin esperanza

El marinero se puso los motines en las manos, hacía mucho frío en la ciudad, y como cuidado extra envolvió su cuello en una bufanda de lana. Calzó su gruesas batas y salió a la calle que ordena silencio. Allí afuera, el desafiante desfile de personas impersonales no tenía ni fin ni finalidad, todos parecían andar sin rumbo fijo; pero no importa hacia dónde vayas, siempre llegarás a algún destino, esté escrito o no. El marinero encendió un cigarro con insultos y provocaciones, luego decidió sentarse en una taza de café, al lado de un pavo real que lucía orgulloso sus estilográficas. Sonó su teléfono, y tras quitarle toda mucosidad contestó. “Aló mejor ¿quién es?”, preguntó con voz de barítono carente de tono y le contestó una respuesta sin pregunta específica de nadie en realidad, o por lo menos alguien que no importa ni exporta. Molesto el marinero, sacó de una bolsa de su abrigo de intemperie un zumo cuidado al que tenía demasiado cariño, y mientras bebía, contemplaba a la gente sin temple que desfilaba ante él. “¡Cómo me gustaría verla de nuevo!”, pensó el marinero respecto a un viejo amor despasado remoto sin control, “y saber cómo lucirá en el futuro la mujer que ahora elija”. En lo que apuraba sin prisa su zumo cuidado, sacó de su cartera una carta de aquel viejo amor en que iba adjunta, pero separada, una foto sin luz. Suspiró sin darse respiro y regresó esa memoria que no moría. “No es válido esperar sin esperanza”, se dijo para luego ponerse de pie y desfilar ente las impersonales personas y encontrar lo que declaradamente decía no buscar. El viento del Norte, como de costumbre, siguió soplando hacia el Sur.

Mujeres

Recorta ahora tus propios cabellos, Dalila, pues las columnas ya nada sostienen. A pesar del sol, entre sombras caminamos y las profecías sólo se entienden una vez sucedidos los eventos vaticinados. Aguanta la respiración Ofelia, no tenemos que apresurar lo que está a la distancia de una vuelta de segundero. En la noche perpetua del ladrón creemos que lo único constante es el cambio, pero detrás de las notas y los colores todo es siempre igual. Nada puede protegernos de la lluvia de piedras Magdalena, esas que lanzan los que se creen libres de cúpulas; por eso piénsalo bien antes de lavarle los pies. Cada quien tendrá siempre sus propias visiones, y cada quién será inconsistente consigo dependiendo del tiempo, ¿cómo esperas Judith que estemos todos de acuerdo? No es negativismo pesimista, sino un intento por depurar las presiones que impiden concentrarse en lo único garantizado, porque el resto, como le dijeron a la reina de Saba, es pura vanidad. Y Salomé seguirá bailando.

Amor espectacular

Puede que pienses que el culpable de todo haya sido el ‘creativo’ de la agencia de publicidad encargado del diseño y realización de la campaña; pues él consideró una buena idea utilizar la imagen de un payaso con uniforme de bombero para anunciar seguros contra incendios. “No es cosa de risa”, era la ‘brillante’ frase de la campaña. El creativo no debió tomar las cosas tan a la ligera y sí recordar la naturaleza melancólica de los payasos, así como el hecho de que estos –al igual que las mujeres que abusan del maquillaje– tienen siempre algo que ocultar. El mismo creativo fue quien concibió el ‘original’ concepto de hacer un anuncio de champú con una chica linda, en verdad hay gente creativa, y a algunos les pagan por ello.

Por otro lado, sabemos que en este mundo nadie tiene la culpa absoluta de nada (ni siquiera Dios, pues de no ser así, ¿para qué permite la existencia del diablo?), y por ello me atrevo a disculpar un tanto al poco imaginativo ‘creativo’ por la tragedia que estás a punto de conocer.

Todo comenzó un día habitual en la gran ciudad. La gente iba y venía, hacia y desde, los mismos lugares de siempre con las acostumbradas prisas, presiones e histerias. Se respiraba el cotidiano aire de la soledad y se sentía la fría sombra de los grandes edificios. Precisamente en lo alto de uno de estos últimos se encontraba un grupo de hombres instalando un nuevo anuncio espectacular (de esos que los puristas, racistas y uno que otro fundamentalista acostumbran llamar ‘billboard’). Los habitantes de la ciudad suelen tornar sus miradas al cielo principalmente por dos motivos: para suplicar soluciones a un repentinamente recordado Dios olvidado o para mirar rápidamente los nuevos espectaculares sobre las altas construcciones.

No es que el anuncio de los seguros fuera digno de admiración –sólo se trataba de un payaso en primer plano, quien de fondo tenía una casa en llamas y nos decía “No es cosa de risa” –, simplemente esa mañana todos lo vieron porque era ‘algo nuevo’, una breve chispa que iluminaba la gris rutina. Al día siguiente, el anuncio se perdería entre la sobrepoblación de espectaculares que saturaba el cielo de tan importante avenida.

Una vez instalado, el payaso cobró consciencia de su existencia. A su inherente inseguridad payasa, se le sumó un complejo de inferioridad ocasionado por los alegres colores de aquel anuncio de refresco de cola, por el porte valiente y arrojado de un vaquero que recomendaba cigarros (y que en letras muy pequeñas advertía que fumar ‘puede posiblemente llegar a hacer latente la probabilidad de quizás contraer cáncer’).

La inferioridad del payaso se agravaba con el miedo que le inspiraba aquel gorila que con adusto rostro anunciaba una película, y con el asco que sentía al ver a un anciano gesticulante, quien sin temer al ridículo (o quizás como una forma de matar al hambre) aparecía en minibikini anunciando una tienda de música. Para evitarnos una mención de ese infinito número de espectaculares que lo deprimían, te diré que el pobre payaso sentía su corazón de papel sobrecogido y agobiado por el ambiente grotesco, aunque literalmente ‘elevado’, que lo rodeaba. Su vida era miserable.

Así pasaron los días, que tras convertirse en semanas y meses no lograron alegrar el humor de nuestro personaje, muy al contrario, el pobre se hundía más en su melancolía. Si pudiéramos ser literales, no mentiríamos al decir que el ánimo de nuestro amigo se encontraba por ese entonces en el sótano tres del alto edificio en donde él estaba instalado.

Una soleada mañana, un grupo de hombrecillos llegó a desmantelar el recién censurado anuncio del perro feroz y el bebé, que estaba justo enfrente del payaso. El ‘billboard’ que había caído de la gracia de los publicistas y público, mostraba un perro feroz que rabiosamente ladraba hacia el espectador, mientras en el fondo aparecía un bebé desnudo –con una estratégica tira cubriendo lo que la gente llama ‘partes nobles’, pero que en realidad suelen considerar innobles–, y anunciaba un sistema de alarmas para el hogar.

“Velamos por sus seres queridos”, era la frase del comercial del niño y el can, que por órdenes del poder judicial estaba siendo prohibido, pues hacía apenas unos día un bebé había sido asesinado por un perro similar al del inmenso cartel. “Yo creí que el perro cuidaría a mi hijo…”, declaró el lloroso padre del infante a los medios de comunicación “…tal y como se ve en el anuncio”. Ahora podrás deducir porqué se ordenó la eliminación de ‘tan nociva y engañosa campaña’.

Pero lo que realmente alegró al payaso no fue la retirada de su antiguo vecino de enfrente, sino la llegada de un espectacular que promulgaba los beneficios de un champú que al mismo tiempo era acondicionador y tinte. “¡Bellísima!”, se dijo el payaso al ver a la modelo que sonreía satisfecha por los resultados del champú que anunciaba. La mujer tenía un rostro encantador: almendrados ojos expresivos que dejaban asomar un alma pura, una delicada boca que invitaba a ser besada con delicadeza, amor y respeto, una sonrisa inteligente y bondadosa… todo en conjunto mostraba una mujer pensante y con el grado justo de inocencia y malicia. Por lo menos todo eso pensó el payaso de ella y no debe sorprendernos que él se haya enamorado de manera fulminante desde el primer momento.

La mayoría de los demás anuncios, de manera principal el ridículo anciano gesticulante en bikini y el vaquero fumador, envidiaban la privilegiada posición del payaso, quien embelesado contemplaba día y noche a la mujer que tenía frente a él, cruzando la avenida. Por más envidia que tuvieran los demás anuncios, no decían nada, pues la vida de un espectacular se limita a ‘ver… por eso se llaman así (no es en vano que la palabra ‘espectacular’ venga del latín spectãre, que significa ‘mirar’). Claro que esa imposibilidad de expresarse también limitaba la comunicación del amor que sentía el payaso, pues éste se veía imposibilitado de confesarlo a su amada, quien de todos modos le sonreía encantada.

El payaso experimentó en esos días la mayor felicidad que su condición le concedía; pues recuerda que no existen los payasos totalmente felices, ya que si en verdad lo fueran, entonces no vivirían explotando su alegría (la alegría de los payasos es tan irreal como sus colores y atuendos). Fue precisamente en estos momentos de modesta euforia que se presentó la tragedia.

Tiempo atrás, cuando instalaron el anuncio del champú, uno de los hombrecillos trabajadores consideró que no era necesario aislar el cable que proporcionaría iluminación al gran cartel . “Total, ¿qué puede pasar?”, se dijo el negligente y se fue a comer con su amante, quien era prima hermana de su abnegada esposa. El tiempo se encargó de demostrar que la indolencia del trabajador holgazán y adúltero que pensaba que todo debe quedar en familia, había sido un error.

Fue en una cálida noche de mayo, mes como cualquiera, en que suelen nacer grandes figuras a la vez que anodinos personajes, cuando el extasiado payaso bombero notó la primera chispa en la parte inferior derecha del cartel donde estaba impresa su impresionante amada. Fue cuestión de segundos para que el anuncio de champú se convirtiera en una gran pira en la que otro amor platónico se consumió sin jamás tener la menor oportunidad de realizarse.

Por unos instantes, cuando la hermosa modelo fue un émulo de Juana de Arco, el payaso se sintió sometido a la mayor impotencia posible y víctima de una gran ironía. No podía quitarse de la mente que el anuncio en donde él aparecía se refería a un incendio y que sus ropas eran las de un bombero; sin embargo allí estaba, sollozando sin lágrimas viendo cómo su amada se transformaba en cenizas. Después de todo, ¿qué puede hacer un espectacular, por aparatoso que sea, ante un incendio?

Una vez consumida la pasión, la decepción tomó su lugar. El viejo gesticulante y el vaquero fumador, demostrando un típico rasgo humano, se mofaron de la desgracia de su vecino, quien con su recobrada infelicidad volvió a ser un auténtico payaso en toda la extensión de la palabra.

Días siguiendo a días, una monótona cadena de tiempo, y a nuestro personaje se le comenzaron a ocurrir descabelladas ideas que, aunque pudiera, no hubiese expresado a nadie. Su plan estaba trazado, sólo hacía falta esperar, esperar el momento justo. Mientras tanto, el sitio que llegó a ocupar la amada del tinte de cabello fue sustituido de nuevo por el bravo perro, ahora sin bebé, pero esto al payaso no le interesó.

Pasaron los meses y el payaso esperaba. Los calores dieron paso a las lluvias. Cuando llegó la temporada navideña, al anciano gesticulante le pusieron un gorrito de Santa Claus (que combinaba perfectamente con su minibikini rojo); fuera de esa ligera alteración, todo lo demás siguió igual.

Febrero hizo su aparición, acompañado de sus fuertes vientos, el payaso se sintió momentáneamente vivo. La espera estaba a punto de terminar, sólo faltaba el instante perfecto.

Fue precisamente durante la última semana de ese febrero, cuando la ciudad fue víctima de un gran soplo proveniente del Norte que elevaba la tierra, el polvo y la inmundicia a grandes metros del suelo. Los profesores de biología solían decir en las escuelas que si el excremento fuera fosforescente en la ciudad ya no habría necesidad de energía eléctrica para fines de iluminación. Era muy difícil tratar de caminar por las calles, las personas corrían el riesgo de terminar muy lejos de sus destinos y los perros caniches empezaron a ser criaturas voladoras. Nuestro personaje aprovechó la oportunidad, y con un gran esfuerzo y dedicación, sacando de su prolongada desesperación las energías necesarias, logró zafar sus bases del concreto y concretamente arrojarse al vacío.

Esa noche las noticias de las nueve dijeron que varias personas habían resultado heridas tras la caída de un anuncio en la importante avenida. El gobernador se dispuso a promulgar una ley que ordenara “instalar esos anuncios de manera que las furias climáticas no los puedan desprender”… la gente estuvo de acuerdo con él (la retrospectiva es una ciencia exacta y cada pueblo tiene el gobierno que se merece).

Un suceso triste en la historia de la ciudad, todos culparon al fuerte viento de finales de febrero, pero realmente todo fue por la desesperación de un payaso espectacular.

Cuando falla el olvido

Como la nube de polvo que se levanta al bajar el ataúd, surgieron los recuerdos cuando se cayó el velo del olvido. Así sucede siempre. Cuando crees que por fin olvidaste, cuando haces consciente la desmemoria, ¡vuelves a acordarte! Quizás el rostro esté un poco borroso, quizás sólo acudan a ti los indefinidos restos de su perfume, igual y de la voz no quede ni rastro, ni quede el eco lejano de un murmullo; pero su esencia está en ti, asolándote como espíritu rebelde que no quiere dejar la vieja mansión, riéndose de los fallidos intentos de cualquier exorcismo. Así, como caracol, llevas a cuestas su lastre. El único orgullo que tienes de esta experiencia, es que fuiste quien tuvo la sensatez suficiente de dar por terminada la destructiva relación, ella se encargó de apagar la luz y clausurar definitivamente las puertas. Todo estaría bien si tú hubieses estado totalmente seguro antes de partir. Uno debe primero armarse de certidumbre y luego tomar el camino sin retorno. Tu orgullo se va reduciendo a la nada ahora que la vuelves a llamar, con un pretexto ridículo. Ella, triunfadora y con el ego rumbo a las estrellas, se niega a verte. Es duro descubrir que ella no te necesita, que ya no requiere ni de tu admiración. ¿Quién iba a pensar que tu partida era todo lo que necesitaba para convertirse en una verdadera mujer? Los días pasarán y su recuerdo tendrá más fuerza, cada vez más borroso, pero más intenso. Para ella serás sólo una experiencia, mientras que para ti será la derrota.

martes, 15 de julio de 2008

La balada del albañil susurrante

Microbús lleno. Pie en el acelerador. Conductor del microbús pensando (por imposible que esta frase parezca) en las tres películas porno piratas que guarda debajo del diario amarillista de ese día. Nadie se puede imaginar que debajo de ese periódico que lleva como titular “Entambados como tamales en botes de leche industriales” van ocultas tres borrosas películas: “A la prima se le arrima”, “Club anito” y “Monsters Inc.”, en realidad la última no es porno, pero el conductor tiene siete hijos, con mala alimentación y peor educación. El colectivo viaja a gran velocidad, la competencia con los otros es marca Ben-Hur. De repente, frenado sorpresivo que incomoda y reacomoda momentáneamente a cada uno de los pasajeros embutidos dentro del microbús. “Cóbrese uno a las Torres”, le dice el calvo burócrata que acaba de abordar mientras paga su pasaje al conductor y mira por el pasillo sin espacio vació. “Pásele para atrás joven”, le dice el conductor, pidiendo un imposible, una violación a las leyes más elementales de la física. El calvo tuerce la boca en una mueca de muñeca moderna. Es calvo y sin ilusiones, sin ilusiones y amargado. En su juventud, no tan lejana, había sido un soñador, pero la realidad se encargó de ‘despertarlo’, por eso ahora sólo era un burócrata cizañoso que por puro rencor se encarga de asesinar el aspecto soñador de cualquiera que se le plante enfrente. Microbús más lleno. Pie en el acelerador de nuevo. Burócrata asesino tratando de encontrar una posición que le sea menos incómoda que la actual, pues va siendo empujado por los glúteos de una gorda, sintiendo en la calva la respiración de un gandul y picado en un costado por el codo de un vegete que no se ha enterado que ya se inventó el desodorante. A mitad del pasillo, un albañil bigotón y chaparro lleva sus instrumentos de trabajo, incluido un serrucho largo envuelto en papel periódico. El trabajador de la construcción, a pesar de ser prosaico y vulgar la mayor parte de su tiempo, susurra cortésmente a un caballero bien trajeado que por favor toque el timbre para anticipar la parada. El albañil ya casi tiene que bajar. El mentado caballero viaja abstraído. Su auto descompuesto lo obligó a tomar hoy este transporte colectivo en el que no suele viajar. El tipo va pensando en una linda princesa a la que ama, pero a la que no sabe demostrarle sus sentimientos. El albañil vuelve a murmurar con mucha pena que por favor le toque el timbre. El mentado caballero sigue sin escuchar. Microbús lleno. Pie en el acelerador. Burócrata asesino sudando por tanto calor humano. Albañil susurrante. Caballero sin caballerosidad. Las dos puertas del microbús están igual de lejos para el albañil. Si se fuera a la del frente, seguro el conductor le diría que la bajada es por atrás, por el puro hecho de molestar. Así que para salir por la puerta posterior tiene que recorrer un buen trecho y antes que nada pedir al caballero que toque el timbre y que lo deje pasar. Vuelve a susurrar su petición, nervioso y con un marcado complejo de inferioridad. El traje del caballero realmente le impone respeto. Pero no es escuchado de nuevo, y el albañil decide picar con su dedo índice derecho el brazo del caballero. Éste por fin vuelve en sí y mira desdeñosamente al albañil que le dice: “¿no le tocar?” El caballero sin caballerosidad molesto por haber sido despertado de su ensueño y cobrando conciencia del feo lugar en donde ahora está, toca el timbre mientras otro pasajero, testigo de todo el mini drama, piensa: “¡enano mala onda, mira que pedir que le toquen el timbre, sin albur, sin decir por favor!” Microbús atestado. Pie en el freno. Burócrata asesino recriminando mentalmente al conductor pornomorboso por lo brusco del frenado. Caballero sin caballerosidad pensando de nuevo en su princesa inalcanzable. Albañil susurrante escabulléndose como puede para llegar hasta la puerta de atrás, golpeando sin querer con su serrucho a la gente que atesta y apesta el colectivo. El que se lleva el peor golpe es el pasajero testigo quien piensa: “maldito indio ¡muérete!” El albañil susurrante alcanza la puerta y salta, pero antes de salir completamente… Microbús lleno. Pie en el acelerador de nuevo. Conductor con urgentes imágenes pornomorbosas en la mente. Burócrata asesino tratando de no perder el equilibrio. Caballero sin caballerosidad perdido de nuevo ya-sabemos-dónde. Albañil susurrante cayendo estrepitosamente en la banqueta, pues el microbús aceleró antes de que terminara su descenso. Pasajero testigo asustado y experimentando culpa por el deseo maldito que formuló (“Dios a veces cumple lo que le pedimos”, le dijeron alguna vez y en este momento le aterra que eso sea cierto). “Párate asesino”, le grita el burócrata al conductor, por un momento el soñador que llevaba dentro revivió ante la injusticia que le está ocurriéndole al albañil susurrante que se retuerce de dolor en el suelo de la calle. De repente, salido aparentemente de la nada, un policía de esquina le ordena al conductor del microbús que se detenga y “baje del vehículo”. ‘Vehículo’ es una palabra que los agentes del orden en la ciudad gustan de usar, pues los hace sentir sofisticados. Microbús detenido por la ley. El burócrata vuelve a matar a su soñador brevemente revivido mientras se burla del conductor. Cinco metros más allá del microbús el albañil sigue revolcándose de dolor. El conductor desciende con un billete de $100 enrollado discretamente en una de sus manos y empieza a discutir con el policía sin dejar de preguntar “¿cuál tirado?, ¿cuál tirado?” El caballero sin caballerosidad vuelve a despertar ante la inquietud de los demás pasajeros y pregunta qué pasó. El pasajero testigo siente que se le retuerce el alma como caracol con sal por la culpa que le produjo su malsano deseo. Microbús lleno detenido sin conductor. Caballero sin caballerosidad enterado del suceso y de regreso a sus ensoñaciones, tratando de evocar el dulce aroma de su princesa. Albañil susurrante incorporándose a lo lejos, recoge sus herramientas regadas, le mienta la madre al conductor y se aleja de allí cojeando en zigzag. Pasajero testigo sintiendo que se le quita un gran peso de encima vuelve a divertirse criticando mentalmente a los demás. El policía, ya sin ‘cuerpo del delito’ se conforma con $100 y como araña vuelve a su puesto para estar pendiente de las moscas. El Conductor pornomorboso regresa a su microbús. El burócrata asesino se dice que así son las cosas en este país y se queja de que apenas sea martes. Microbús lleno. Pie en el acelerador. Conductor pornourgente maldice el tiempo perdido y acelerando se pierde con todos sus pasajeros en el tráfico de la ciudad.

viernes, 11 de julio de 2008

Soy muy feliz

Era delgada y pálida, sin embargo tenía un cuerpo sinuoso resultaba demasiado agradables a cualquier vista. Era de estatura mediana, guapa y joven, en ella no se asomaba la vejez ni siquiera como un esbozo. Tenía el corazón roto, sin duda, pues tanta felicidad presumida no podía ser normal. Siempre reía y saltaba, como niña emocionada. Nos habíamos topado varias veces en la calle, sólo dos cuadras separaban nuestras viviendas, sin embargo, hasta esa noche, la lejanía que experimentábamos era como la dos galaxias, una a cada extremo del universo. Entré al McDonald’s de la esquina por cualquier cosa para aplacar el hambre. Ella estaba allí, jugando con su cajita feliz, no había nadie más, excepto dos empleados que gustaban de coquetear entre sí. Ella y yo nos saludamos con un levantamiento de cejas como suelen hacerlo los extraños desconocidos, pero algo familiares. Era casi medianoche. “Quiero sentirme una cerda”, me dijo cuando se acercó a mi mesa y le dio una mordida a su hamburguesa. Sonrió y se sentó junto a mí. No hablamos de nada, silencio absoluto por un buen rato. De repente me preguntó: “¿te gusta Fellini?” Yo no entendí su pregunta y sólo me limité a negar con la cabeza. Esa noche yo ansiaba compañía. Ella termino su hamburguesa y retiró mi comida para arrojarla a la basura. “Vamos”, me dijo y jalándome del saco me sacó de allí. Llovía a cántaros. Atravesamos la avenida y dimos vuelta en la esquina de su calle. Reía a carcajadas en lo que nos mojábamos y golpeaba mis costillas con la punta de sus dedos. Me dolía, sólo pudo arrancarme una sonrisa. Llegamos hasta la puerta del edificio donde ella vivía y me preguntó si me gustaba. Sólo asentí. Ella me besó, enredando su lengua con la mía. Después subimos por un viejo elevador hasta el séptimo piso, acariciándonos furtivamente, aunque no hubiera necesidad de ello. Llegamos a la entrada de su departamento, abrió la puerta y me jaló hacia dentro. Nuestro camino quedaba marcado por el agua que chorreábamos. Rió y me volvió a besar. Nos acariciamos un momento, de nuevo. Me quitó el sacó y yo le quité su suéter ensopado. Entré al baño, ella fue hacia la ventana, la abrió y miró a la calle. Yo observaba su reflejo en el espejo que cerraba al botiquín. “Soy muy feliz”, dijo mientras se arreglaba un poco el cabello y mantenía la vista fija en un anuncio de neón. Coca cola es la chispa de la vida. Cuando yo salía del baño la vi saltar sin hacer ruido. Me detuve hasta que el silencio fue interrumpido por un golpe seco en la lejanía. Tomé mi saco y salí de allí, cuidando de cerrar bien la puerta. Es obvio que no nos volvimos a ver nunca más.

jueves, 10 de julio de 2008

El pájaro

Salí de comer, con la barriga llena y el corazón contento, y me dirigía a paso lento y satisfecho a la oficina para trabajar la segunda parte de la jornada, ganarme el pan futuro que sirviera de ofrenda a mi corazón. Caminaba por la calle de siempre. A la altura del salón de belleza que abre temprano en las mañanas para que mujeres jurásicas, casi momificadas, vayan a hacerse sus peinados barrocos rococó pompadour y sentirse vivas y algo coquetas en su senilidad (la esperanza realmente muere al último)… iba a la altura de ese salón cuando un ave, emitiendo una especie de grito guerrero, “¡iarrrrrrraaaack!”, pasó volando junto a mí a gran velocidad, rozando mi cabello. Empecé a suponer que era un pájaro de hormonas alebrestadas, y osadamente idiota, que quería impresionar a una hembra con acrobacias riesgosas, pero antes de que acabara de pensar mi teoría el ave realizó otra acometida. Por cierto, no había otra ave a la vista. El segundo ataque también me rozó la cabellera y fue acompañado de otro grito, “¡iarrrrrrraaaack!”, sólo que fue frontal, o sea, una envestida desnuda en dirección contraria que la primera. Eso no era un accidente, no era una valentonada tampoco, era una ofensa, una experiencia cercana a la película “Los pájaros” de Hitchcock. No me detuve, seguí en mi andar normal, pensé que había llegado el Aaaaapocalipsis (como lo pronunciaba mi maestro de física en la preparatoria cada que quería asustarnos con el infierno) y que Alfred Hitchcock había sido realmente un profeta. Busqué al director de cine por algún lugar, pero no estaba, de hecho ya lleva muerto muchos años. ¿Por qué me atacaba un ave?, ¿tengo yo pinta de espantapájaros? No, imposible por definición, si fuera así no se atrevería a acercárseme y yo no tendría cerebro, ¿verdad Dorothy? El ave me volvió a atacar, por tercera vez, con otro violento roce a mi cabello y su odioso grito de furia irlandesa “¡iarrrrrrraaaack!”. Voltee hacia atrás. Vi al ave de pico largo gritándome “¡iarrrrrrraaaack!, ¡iarrrrrrraaaack!” desde la copa de un árbol borracho de sol. Parecía proteger un nido. Sin duda mi melena, similar a la de un león con resaca dominical, había molestado al ave. Es probable que me haya confundido con un buitre de peluche o con un animal depredador (en el término estricto todos los humanos somos lo último y probablemente por eso nos sintamos los primeros). O bien el pájaro pensó que me había robado su nido y me lo llevaba puesto como gorro cosaco ruso vodkista. Seguí caminando, un poco nervioso, sin acelerar el paso ni perder mi descompuesta compostura, pero el ave decidió que la amenaza había pasado y desistió de sus ataques. Quizás comprobó que su nido estaba en el mismo lugar donde lo había dejado, totalmente seguro, y prefirió ahorrarse la pena de pedirme disculpas. Ahora no sé si cortarme el cabello o andar por las calles con casco. Lo mejor será ya no pasar por ese lugar... “nunca más, nunca más”.

martes, 8 de julio de 2008

Invento

El caballero guerrero tenía sitiada la ferrosa fortaleza, pero la gente del interior no se rendía, y hasta se divertía. “Esto va en contra de toda razón y convencionalismo”, decía el caballero a su ejercitado ejército, respecto a los habitantes guarnecidos que no daban ‘su brazo a torcer’. Fue cuando el caballero guerrero recordó el consejo de un viejo sabio nibelungo oblongo: “con insistencia la gota de agua termina perforando la piedra”. El caballero pensó que ésa era la respuesta, de inmediato mandó llamar a los generales de su ejército, les pidió que se dispersaran por todo el reino y convocaran a la gente más sabia, a los convocados les serían explicados el objetivo de esa campaña y les comentarían después la frase del nibelungo oblongo. Los generales partieron a distintos puntos, pero los volvieron a reunir tras tres lunas. Sólo uno de los generales regresó con un sabio que presumía tener la solución al problema del caballero. Todos los demás sabios dudaron de su capacidad y temieron la furia del caballero guerrerol. Éste pidió a su ejército que se pusiera a la completa disposición del sabio convocado, quien sacando una pequeña caja de su bolsa dijo ufano: “aquí está todo lo que necesitamos para vencer a esa fortaleza, bueno esto y toda el agua que me puedan conseguir”. “No se hable más”, dijo el caballero, “dadle a este hombre todo lo que solicita”. Así fue cómo el sabio inició su supuesta solución. Pasaron los años y muchos litros de agua. La gente de la fortaleza no se rendía, hasta se divertía, y el caballero no desistía de su intento de conquista, pues confiaba en su gran arma secreta. Para desgracia de todos, el sabio vivió 120 años más y hasta el último de ellos utilizó su poderosa arma sin obtener de ella más que un humilde resultado: lo más que su arma había logrado fue hacer una pequeñísima hendidura, un hueco del tamaño de un dedal para pigmeos, en el muro que rodeaba a la fortaleza. El ejército, del que no había ya nadie sobreviviente de aquellos que iniciaron el sitio, se dispersó tras la muerte del sabio, pues seguían allí en honor al caballero, quien había muerto hacía ya poco más de un siglo, y del que nadie recordaba el nombre. Ahora seguimos desconociendo el nombre del caballero y el del sabio longevo, lo único que nos queda de aquellos hombres es el invento, al cual, por la falta de memoria y de recuerdos, solemos llamar simplemente gotero.

miércoles, 2 de julio de 2008

Novelas

Algún día callaré. Mientras tanto sigo haciendo ruido y aunque nadie me lo haya preguntado, contagiado por esos best sellers que hablan de los 1000 libros que hay que leer (dándonos una sinopsis escuálida con sabor a autosatisfacción manual, comparada con la realidad), o de las listas de obras que uno se llevaría a una isla desierta, mencionaré las novelas que más recomendaría. Crimen y castigo de Dostievsky, aparte de que él es uno de mis autores favoritos, e independientemente de que muchos intelectuales digan que ésta es la novela perfecta, Crimen y castigo es un tabique voluminoso que se le con mucho interés, uno se queda encantado con la historia y es difícil soltarlo. Aparecen esos personajes con muchos conflictos de personalidad y ataques nerviosos tan comunes en las obras del ruso, pero de fondo hay un asesinato y una investigación capaces de mantenerlo a uno interesado. ¿El crimen perfecto? Recuerdo que mi hermano me dijo que Raskolnikov pudiera ser bien interpretado en el cine por Brad Pitt, y coincido con él. De otro de mis favoritos, quien en cualquier librería siempre está muy cerquita de Dostoievsky, Grandes esperanzas de Dickens. Pip y su futuro dorado, el preso, Mr. Jaggers, Estella y Miss Havisham, la eterna novia amarilla que quiso detener el tiempo y vivió en la decadencia, polvo y ratones incluidos, queriendo construir la venganza contra el pérfido corazón de los machos humanos. Mucha identificación, una novela de Dickens con diversos tintes de su estilo, pero a la vez bastante diferente a todas las demás. Dicen que la escribió tras una decepción amorosa, y lo creo. “No hay que dejarse llevar por el aspecto de las cosas, sino por los hechos, básese en los hechos y no se equivocará”, a veces se me olvida el buen consejo del frío Mr. Jaggers, tan profesional. El conde de Montecristo, de Dumas, fuera de todas las versiones baratas que han hecho el cine y la TV de esta novela, sigue siendo otra de las grandes obras maestras que sin querer aleccionarnos en nada, nos entretiene de principio a fin. Por Dumas me pregunté por primera vez ¿qué diablos hace la gente viendo telenovelas idiotas, cuando hay más suspenso, intriga y torbellinos emocionales en una novela de Dumas? La venganza siempre es encantadora, y la manera en que nos la cuenta Dumas es más fascinante aún. La Fortuna es una rueda y Edmundo Dantés ha visto mucho mundo con una idea fija en la cabeza. Lo que el viento se llevó, de Margaret Mitchell, yo no sé cuántos libros escribió esa mujer, pero con éste basta y sobra. Dice casi todo de una relación con bajos abismales y unos pleitos dignos de cualquier tormenta de pareja. Personajes encantadores, y es difícil que olvide yo a Scarlett. Unos pequeños tintes históricos de la época de la guerra civil gringa, pero el verdadero sentido de la historia es el amor desfasado entre dos egoístas. Hablando de historia, Los miserables, de Víctor Hugo, giros del destino al estilo Montecristo, y con ensayos históricos sobre Napoleón y Waterloo (los cuales me salté porque no estaba yo de humor para ser aleccionado y quería saber qué más pasaba en la trama y en la vida de Jean), con muchas imágenes memorables. La despedida de Kundera. Un autor que desde la primera vez que leí se convirtió en uno de mis favoritos, en esta novela resume todo su estilo y da algunas sorpresas, esa introspección y esa visión del mundo, tan actual y siempre tan vigente, un clásico al instante. Cien años de soledad de García Márquez, alguien a quién culpar de que yo haga el intento de escribir. Sin haberlo querido emular jamás, mi viaje a Macondo fue lo que me hizo pensar que todo se puede decir en una hoja de papel. El encanto de los Buendía, en su laberinto generacional, el retrato de América latina, tan fiel y con una supuesta magia que asombra. Suena a las historias de mi abuela también. Sidharta de Herman Hesse, es la novela que más veces he leído, y siempre me resulta distinta. Es posible que ese libro sea un espejo para el alma del lector y que quien cambia es uno. No lo sé, pero seguro la volveré a leer. Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll, es la imaginación desbordada, uno de mis libros favoritos, pero es de esos que uno odia o ama, sin que existan puntos medios. Esas son las novelas que recomendaría, aunque nadie me lo haya preguntado. No sé si son diez, y no me las llevaría a una isla desierta (salvo a Alicia) porque ya las leí, pero así, sin pensarlo demasiado, son las novelas que más recomendaría.