Los de mi clase aparecimos en este mundo hace no mucho tiempo; esto lo podrás comprobar porque de nosotros no existe ni la menor referencia en ningún libro sagrado. Por esta razón, soy para muchos un objeto profano. Aunque, para hablarte con la mayor sinceridad, esto me tiene sin cuidado.
Los que son como yo, solemos permanecer responsablemente en nuestro puesto, recordando que nuestro deber y razón de ser consisten en sostener y soportar a diversas personas; durante todos los días y así hasta el fin de nuestra utilitaria existencia. ¡Qué variedad de seres solían entrar en contacto conmigo durante una simple jornada!
Por ejemplo, poco antes de comenzar a comentarte mi situación actual, tuve sobre mí a una ligera y bien formada joven. Ella era representante sobresaliente de esa exclusiva categoría de mujeres a las que una minifalda les queda a la perfección (y créeme que no exagero). Además, la falta de medias en las piernas de esta menuda mujer, era una bendición y no una carencia. Era una joven, frágil como las promesas que se dicen en un arrebato de pasión; y todo su cuerpo se movía de tal manera que me hizo creer que el Paraíso es una realidad. Su aroma era de una indescriptible suavidad invitante... ¡Con que delicadeza permaneció este poema escultórico de carne y hueso sobre mí! ¡Cómo deseaba que jamás me abandonara! Pero, lamentablemente, la diosa Fortuna es tan redonda como inconstante, y la felicidad en este mundo es tan efímera como el agradecimiento. Sin aviso alguno, sin la más leve señal que me previniera el fin del encanto, la deliciosa tersura de esas suaves piernas y el vivificante calor de ese cuerpo se despegaron de mí.
El abrupto despertar de ese ensueño materializado me provocó un aturdimiento tan poderoso que no pude prepararme para la violencia que aconteció a continuación: un gordo sucio y apestoso arrojó su voluminoso trasero sobre mí. Aquel era un gran trasero, sin duda alguna, y su grandeza era directamente proporcional a su hedor y flaccidez. En ese momento recordé que el infierno también existe. La infame carencia de pudor del dueño de ese trasero hizo que no me sorprendiera que su oscuro e innoble guardia perezoso dejara escapar a un silencioso y pestilente prófugo volátil de las voluminosas entrañas del pesado barbaján. Tras la airosa muestra de cinismo del gordo, agradecí a la madre naturaleza (o a quien quiera que yo tuviese que agradecer mi existencia) el no haberme proporcionado la necesidad de ingerir alimento alguno y, por ende, de no expeler ningún tipo de sustancia estomacal tras la asquerosidad del obeso. Mi gran duda, durante el encuentro que sostuve con el impúdico individuo, era tratar de averiguar qué motivaba a ese hombre el frotar grosera y arrítmicamente sus partes privadas contra mi humilde entidad. Quizás algún día, tras profundas meditaciones, hubiese yo podido llegar a obtener la respuesta a tal enigma.
Es grato comprobar que, de la misma manera en que la felicidad es efímera, las desgracias no son eternas. Así por fin, el tipo con sobrepeso, al igual que la liviana doncella antes mencionada, se alejó de mí.
La soledad en que me encontré entonces no se prolongó tanto como yo hubiese querido. Apenas tres pasos había dado el del impúdico trasero, cuando un mequetrefe insolente se aposentó sobre mí. Este rapaz jovenzuelo resultó ser la materialización de mis peores pesadillas. Se trataba, sin duda, de un joven inadaptado, clásico ejemplo del perdedor existencial (de esos que recurren a los actos vandálicos para poder demostrarse –y tratar de demostrar a los demás- que son ‘algo’ en la vida). El imberbe desgraciado (en todos sentidos de la palabra) sacó una afiladísima navaja de su bolsillo, con una maestría que sólo proporciona la práctica constante, y la clavó con todas sus fuerzas en mi costado, rasgando en canal horizontal todo lo ancho de mi físico. El mocoso huyó prontamente tras su fechoría, quedando impune su crimen.
Yo, mientras tanto, fui presa de la impotencia y, como si de un breve resumen se tratara, vi pasar ante mí toda mi vida. Durante esa visión comprobé que había soportado y sentido todo lo posible en mi pasado: mujeres decentes y mujeres disipadas, unas pasadas de maduras, otras pesadas inmaduras; hombres humildes, varones soberbios, algunos débiles y otros fuertes; gays respetuosos y gays que exigen el respeto de sus derechos atropellando los derechos de los demás; los estremecimientos culpables de alguna mujer adúltera en pos de su amante; el ‘renacer’ espiritual de alguien que se entretenía leyendo los Salmos; el contenido estomacal de un pequeño infante que se sintió víctima del mareo; el sabor de la paleta de una niña; la gris personalidad de un hombre derrotado que llegó hasta mí arrastrando sus pies y con su mirada tan clavada en el suelo como la de un coleccionista de gusanos; el adolescente que se estremecía ante sus lujuriosas fantasías; el indolente que nunca se dirige a un lugar preciso; el joven cuyos ensueños le mostraban un horizonte de grandeza (que con los años resultará inalcanzable); el gigoló que se engaña a sí mismo dando diversos sentidos a la palabra amor; la rubia que coqueteaba infructuosamente al galán introvertido; el anciano que no podía hacer otra cosa más que temblar; el libidinoso morboso que encontraba placer ante el menor roce con cualquier mujer; la secretaria de sudorosas manos que pensaba cómo poder desembarazarse del producto de los acosos de su jefe; la indígena que utilizaba un pedazo de botella rota para cortar los hilos de sus artesanías; el caballero que sacrificó sus buenos modales por un momento de merecido reposo; la mujer morena cuyas manos olían a cloro; el borracho que sin pensarlo dos veces vació el contenido de su desesperada vejiga en mí; el individuo adinerado que por una pesada broma del destino se vio obligado a utilizarme y los múltiples solitarios cuya única compañía es la televisión.
Sólo menciono a estos personajes porque son los que el tiempo me permite y los que puedo compartir contigo; pero ¡fueron tantos los hombres, mujeres y niños que entraron en contacto conmigo! Con todo lo dicho, en estos momentos de agonía, he llegado a convencerme de que mi vida fue en verdad muy rica y que, como cualquier otra existencia, algún día tenía que llegar a su fin. Lo triste es haber llegado a este momento siendo víctima de un vándalo...
Aunque..., vivir en un país en vías de desarrollo, me hace pensar que... AÚN TENGO UNA ESPERANZA. Sí, mi dueño puede remendarme y colocar parches de vinilo en mi superficie cortada, no importa que éstos no sean del mismo color que el resto de mi cubierta. Qué importa ser de dos o más colores mientras se conserve la existencia. Sí, ¡un buen parche será mi salvación! Una vez que mi dueño me repare, seguiré siendo lo que siempre he sido (con una ligera alteración por supuesto): un útil asiento remendado en un destartalado camión de transporte público.
Tan real como la variedad monótona de seres humanos.
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