Fue una especie de amor a primera vista, por lo menos para él. Al mirarla todo en ella le causó una gran impresión. No es que no hubiese oído hablar de ella desde antes, pues había escuchado, y mucho, pero eso no fue importante desde el instante en que la vio cruzar el umbral. Distinta a cualquiera, ella era lo más cercano posible a una diosa, tan distinta de las demás mujeres. Nada de falda corta, escote pronunciado ni ropa ajustada, muy al contrario, sus ropas sólo le dejaban el rostro y las manos al descubierto, no permitían adivinar siquiera el contorno de su cuerpo. Esas ropas de numerosos pliegues, como salidas de otra época, y a la vez sin tiempo. Esas manos que en su tersura inspiraban ternura, paz y quizá hasta piedad. Esos cabellos, a los cuales no podía desacomodar ningún huracán por fuerte que éste fuera. Su estatura correcta, ni muy alta ni muy baja. Todo en ella había hecho un efecto en el corazón de él, pero realmente lo que más le impresionó, lo que de inmediato lo convirtió en su esclavo fiel, fue el rostro, esos ojos que evocaban sitios más allá de este mundo, más allá de esta vida. Sus mejillas parecían tener una suavidad etérea y la simple idea de besarlas lo estremeció, como si eso fuera una especie de herejía, a pesar de que el beso tenía las intenciones más castas posibles. Pero los ojos, esos ojos que parecían mirar más lejos de cualquier materia, más allá que cualquier horizonte, lo femenino y lo materno mezclados con lo eterno. La mirada fue el tiro de gracia y por eso cayó él de rodillas ante ella. Él acostumbraba limpiar una vez al día esa habitación, a partir de entonces fue a limpiarla más de tres veces al día, con tal de ver a esa mujer divina, la única para quien tuvo ojos desde la primera vez que la vio. La visitó hasta el último día de su vida. Mi ignorancia acerca de las múltiples imágenes de la Virgen María me impide decirte cuál era exactamente la representada en aquella figura de yeso que lo cautivó.
No hay comentarios:
Publicar un comentario