jueves, 3 de diciembre de 2009

El pastel con hoja de oro

El piso de tablero de ajedrez no es un campo de batalla para torres, caballos y alfiles; sino sólo para meseras, cuya única victoria consiste en ganarse el sustento de cada día. Yo he visto esas luchas diarias, pues he trabajado como maître del restaurante del Gran Hotel durante cerca de 30 años.

Es un hotel muy caro, y no sólo eso, también es muy fino (rara vez ambas cosas se presentan juntas). Es tan caro que nadie de clases bajas se hospeda aquí, y muy poca gente de clase media logra pernoctar una noche en este recinto. Aquí los clasemedieros se limitan a comer o cenar una vez al año en el restaurante, con el fin de celebrar así ocasiones muy especiales, como aniversarios, cumpleaños, declaraciones matrimoniales o de amor (que tampoco se presentan siempre juntas), y no faltan padres que prometen a sus hijos: “Cuando termines tus estudios universitarios, te llevaré a comer al Gran Hotel”.

Precisamente algo de lo anterior sucedió con un joven de clase media a quien su padre trajo aquí por primera vez para festejarle sus 10 años de vida. Recuerdo que ambos ordenaron una rebanada de pastel con hojas de oro; lo cual personalmente creo que es uno de los más caros y absurdos desperdicios que puedan haber en la vida, pues con ello sólo se logran dos cosas: hacer algo realmente asqueroso en aras de la magra recuperación o hacer feliz a una ambiciosa rata Midas de alcantarilla.

Pero volvamos al niño, cuyo rostro se me quedó muy grabado, tanto que desde entonces lo veo cada que pienso en la palabra ‘ilusión’. Él volvió a venir acompañado de su padre cuando cumplió los 11, los 12, 13 y 14; pero para su cumpleaños 15 el acompañante del entonces ya adolescente fue ‘la sombra de su padre’, pues el progenitor se veía tan demacrado que supuse que para el cumpleaños 16 ya sería únicamente un recuerdo. Y tuve razón, a partir de su cumpleaños 16 el joven vino solo a comer su pastel.

Cada año era yo testigo de lo importante que para el muchacho era conservar la tradición. También noté que realizaba grandes esfuerzos para mantenerla. Poco a poco observé que la calidad de sus pulcras ropas empezó a declinar. En su cumpleaños 24 deduje que el joven era vendedor, al menos eso me decían la básica elegancia de su vestimenta, su sonrisa exagerada y artificial, su obeso portafolios de piel, su pluma mont blanc de imitación y, sobre todo, las desgastadas suelas de su inmaculado calzado.

Su sonrisa había dejado de ser natural desde su cumpleaños 16, aunque volvió a serlo en el 26, cuando alteró un poco la tradición, pues vino de noche acompañado de una joven a quien le propuso matrimonio allí mismo y ordenaron, antes de la rebanada de pastel con hoja de oro, una cena completa para dos. 365 días después regresó acompañado por ella, pero la sonrisa sincera sin duda se había quedado en algún lugar del camino, y para el cumpleaños 28 volvió a venir solo.

En el 28 hubo otras características nuevas. Llegó vestido con un saco muy desgastado y su calzado no era tan inmaculado. Ya no sonreía ni siquiera artificialmente y su mirada se perdía en lejanos horizontes de ideas invisibles y realidades carentes de importancia. Se sentó en la misma silla que había ocupado en las 18 ocasiones anteriores y ordenó su acostumbrado pastel con hoja de oro. Tras darle una pequeña probada a la rebanada, se quitó el anillo de casado para dejarlo en el plato.

El joven sonrío brevemente de manera natural mientras miraba al ahora vacío lugar que en el pasado ocuparon primero su padre y luego su mujer; buscó algo en un bolsillo derecho de su viejo saco, al encontrarlo se lo llevó inmediatamente a la sien del mismo lado y jaló del gatillo.

Ahora mientras veo con paciencia ajena las batallas laborales entre meseras sobre el piso de ajedrez, espero pacientemente mi jubilación y recuerdo el rostro ilusionado de un niño de 10 años.

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