El amanecer de ese jueves sólo era aparentemente distinto por dos cosas: las nubes, que eran de un color rojo sangre, y por el rostro de Don Catarino, que esa mañana lucía más triste que de costumbre; por lo demás, las rutinas del día y de ese hombre eran las mismas de siempre.
Seis de la mañana y Don Catarino, un hombre bajito, melancólico e insignificante salía otra vez, puntual como todos los días, a barrer la acera que estaba afuera de su peluquería. Un lugar tradicional, un elemento del pasado naufragando en el presente. Afuera decía Peluquería Don Catarino, escrito con letras que estuvieron de moda hace más de 70 años. El actual Catarino había heredado el local y el oficio de dos Catarinos anteriores (su padre y su abuelo), pero el cuarto (el hijo del actual peluquero) había decidido romper con la tradición yéndose a buscar trabajo a los EE.UU.
A un lado del letrero de la peluquería había un cilindro giratorio con líneas espirales (roja, blanca y azul) que parecían moverse en una caída perpetua. Era el símbolo medieval de su profesión, que simbolizaba sangre, vendas y venas, cuando los peluqueros eran también los médicos de los poblados, y que actualmente sólo nos indica que allí trabaja un peluquero tradicional.
Adentro del local todo era antiguo: tres asientos fabricados en 1929, en Chicago Illinois, según se leía en sus respectivas placas que servían para que los clientes reposaran en ellas sus pies con tal de no dejarlos colgados como los de una marioneta sentada al borde del escenario. Había también tres grandes espejos que en conjunto, y de acuerdo a su posición, reflejaban una repetición infinita del local. En los pocos espacios de muro que los espejos dejaban libres, los tres Catarinos habían optado por colgar imágenes de su pasión taurina, fotos ahora en tonos amarillos de papel que ha sobrevivido por mucho la época útil para la que fue creado. En realidad había un solo elemento moderno en la peluquería: la colección de revistas para caballeros que se apilaba en uno de los asientos (el central), cuyo fin era el esparcimiento libidinoso de los clientes.
Los pocos clientes que tenía Catarino eran casi tan fieles como la mala suerte. Durante años habían ido allí a acicalarse y no cambiarían la ‘buena mano’ de ‘su’ Fígaro por nada del mundo. Incluso unos creían deberle al peluquero las soluciones a dilemas personales, éticos, morales y existenciales. Por ejemplo el viejo Don Cuco (cuyo nombre real era, en efecto, Refugio) estaba totalmente convencido de que seguía casado gracias a los sabios consejos de Don Catarino; aunque realmente éste jamás proporcionó consejos, pues ante todo lo que le decían se limitaba a asentir y escuchar, sin decir ni pío, durante los largos monólogos, como los que le recetaba Don Cuco. Otro de sus clientes más asiduos era Don Juan, quién hacía honor a su mítico nombre y presumía, sin incurrir a la mentira, de haber conquistado a más mujeres de las que su memoria podía recordar. “Catarino, eres el secreto de mi éxito”, le decía Don Juan al peluquero en cada una de sus visitas semanales, y antes de empezar a platicarle de su nueva conquista.
A pesar de la fidelidad de sus clientes, Catarino no podía dejar de sentirse como una especie en extinción. Desde que su hijo había optado por irse a los EE.UU. rechazando la herencia de su oficio, Catarino había contratado a decenas de ayudantes, uno a la vez claro está, los cuales no duraban ni dos meses en el trabajo. Unos se cansaban de la rutina de Catarino, otros se aburrían de los pocos clientes (quienes solían dejarse cortar “sólo por el maestro”), pero los más se iban porque, al igual que Catarino IV, no veían futuro alguno es ese lugar repleto de pasado.
Nada consolaba a Don Catarino de la proliferación, en aumento, que experimentaban las estéticas unisex (donde acababan trabajando todos sus ex-ayudantes), ni siquiera hallaba consuelo por estar casado con una hermosa y joven mujer, segundo matrimonio del peluquero, quién había enviudado poco después de haber nacido su hijo. Con frecuencia Don Catarino se quedaba varios minutos contemplando los surcos circulares en el piso alrededor de los asientos, producidos por años y años de calzado rodeando a los clientes en turno. Esos asientos hechos en Chicago, Illinois, curiosamente el lugar al que su hijo se había ido a probar fortuna. “Todo se paga en la vida”, se decía Catarino al pensar en la coincidencia.
A las siete en punto de esa mañana de rojas nubes, Don Catarino abrió su local. El primero en llegar fue Don Cipriano, un calvo de 70 años que parecía tener 110. Catarino solía imaginar aves carroñeras alrededor de este cliente siempre que lo veía entrar en la peluquería; pero no esta mañana, pues Catarino estaba allí físicamente, pero el resto de su persona estaba en algún otro lado.
Aunque Cipriano carecía de cabello se negaba a aceptar el hecho y acudía a que el maestro le arreglara los tres pelos de su cabeza, tras lo cual salía de allí tan agradecido como satisfecho por el trabajo. Cabe mencionar que Don Catarino, en aras de la vieja amistad que los unía, y por su férrea moral, no cobraba ni un centavo a Cipriano por su mímica de trabajo.
Tras hora y media de tristeza y pensamientos en solitario, a las nueve en punto, como todos los jueves, llegó Don Juan. Llenando el local con su característica loción fina, fuerte y masculina, mostrando una sonrisa radiante y seductora y con ese porte envidiado hasta por los jóvenes. Don Juan se sentó en uno de los objetos traídos de Chicago y el corte comenzó como de costumbre; no así la charla. En vez de empezar a hablar de su última conquista, Don Juan tomó una revista y comentó con Catarino las curvas femeninas que veía impresas en el papel couché. Don Catarino, de manera automática, cortaba, asentía y peinaba, a veces miraba caer al suelo pedazos de esos grises cabellos que las mujeres consideraban parte del interés que en ellas despertaba el maduro galán.
Como siempre, Don Juan se fue interesando más en su propia plática y por eso no fue capaz de notar un ligerísimo temblor en las manos de Catarino. Tampoco se percató cuando el peluquero casi dejó caer al suelo la toalla caliente que sacó de una vieja máquina metálica. Ni cuenta se dio Don Juan de que la mirada de Catarino era extraña en el momento en que le aplicaba espuma en el rostro, ni notó la excesiva fuerza, nada habitual, con la que el Fígaro afiló la navaja.
Lo que sí notó Don Juan fue cuando Don Catarino en vez de deslizar con destreza el filo de la navaja sobre su bronceada mejilla para alcanzar la afeitada perfecta, decidió clavar el filo profundamente en su carne de conquistador, justo debajo del huesito curvo que está detrás del lóbulo de la oreja izquierda, para después deslizar con fuerza la navaja por el rumbo del cuello, para hacer un profundo surco que acabó justo debajo del huesito curvo que está debajo de la oreja derecha. Eso lo notó Don Juan y, como era de esperarse, fue casi lo último que notó y sintió en su vida.
Antes de quedarse completamente quieto, Don Juan emitió los típicos sonidos que hace cualquier persona que se ve sorprendida cuando le están cortando el cogote. Catarino pensó que este acto significaba el fin de una era, de su era, y que a la vez la concluía con justicia. Quizá por esto se sentía cansado, muy cansado, o quizá su agotamiento también se debía a que la noche anterior no había podido dormir por los ecos olfativos de la característica loción de Don Juan que había descubierto en su propio lecho. A nadie se le ocurrió ningún epitafio para la joven esposa del peluquero, pues hasta él se había sorprendido esa fatídica mañana de jueves, antes de salir a barrer, lo feo que puede ser el cadáver de una bella mujer asfixiada.
Seis de la mañana y Don Catarino, un hombre bajito, melancólico e insignificante salía otra vez, puntual como todos los días, a barrer la acera que estaba afuera de su peluquería. Un lugar tradicional, un elemento del pasado naufragando en el presente. Afuera decía Peluquería Don Catarino, escrito con letras que estuvieron de moda hace más de 70 años. El actual Catarino había heredado el local y el oficio de dos Catarinos anteriores (su padre y su abuelo), pero el cuarto (el hijo del actual peluquero) había decidido romper con la tradición yéndose a buscar trabajo a los EE.UU.
A un lado del letrero de la peluquería había un cilindro giratorio con líneas espirales (roja, blanca y azul) que parecían moverse en una caída perpetua. Era el símbolo medieval de su profesión, que simbolizaba sangre, vendas y venas, cuando los peluqueros eran también los médicos de los poblados, y que actualmente sólo nos indica que allí trabaja un peluquero tradicional.
Adentro del local todo era antiguo: tres asientos fabricados en 1929, en Chicago Illinois, según se leía en sus respectivas placas que servían para que los clientes reposaran en ellas sus pies con tal de no dejarlos colgados como los de una marioneta sentada al borde del escenario. Había también tres grandes espejos que en conjunto, y de acuerdo a su posición, reflejaban una repetición infinita del local. En los pocos espacios de muro que los espejos dejaban libres, los tres Catarinos habían optado por colgar imágenes de su pasión taurina, fotos ahora en tonos amarillos de papel que ha sobrevivido por mucho la época útil para la que fue creado. En realidad había un solo elemento moderno en la peluquería: la colección de revistas para caballeros que se apilaba en uno de los asientos (el central), cuyo fin era el esparcimiento libidinoso de los clientes.
Los pocos clientes que tenía Catarino eran casi tan fieles como la mala suerte. Durante años habían ido allí a acicalarse y no cambiarían la ‘buena mano’ de ‘su’ Fígaro por nada del mundo. Incluso unos creían deberle al peluquero las soluciones a dilemas personales, éticos, morales y existenciales. Por ejemplo el viejo Don Cuco (cuyo nombre real era, en efecto, Refugio) estaba totalmente convencido de que seguía casado gracias a los sabios consejos de Don Catarino; aunque realmente éste jamás proporcionó consejos, pues ante todo lo que le decían se limitaba a asentir y escuchar, sin decir ni pío, durante los largos monólogos, como los que le recetaba Don Cuco. Otro de sus clientes más asiduos era Don Juan, quién hacía honor a su mítico nombre y presumía, sin incurrir a la mentira, de haber conquistado a más mujeres de las que su memoria podía recordar. “Catarino, eres el secreto de mi éxito”, le decía Don Juan al peluquero en cada una de sus visitas semanales, y antes de empezar a platicarle de su nueva conquista.
A pesar de la fidelidad de sus clientes, Catarino no podía dejar de sentirse como una especie en extinción. Desde que su hijo había optado por irse a los EE.UU. rechazando la herencia de su oficio, Catarino había contratado a decenas de ayudantes, uno a la vez claro está, los cuales no duraban ni dos meses en el trabajo. Unos se cansaban de la rutina de Catarino, otros se aburrían de los pocos clientes (quienes solían dejarse cortar “sólo por el maestro”), pero los más se iban porque, al igual que Catarino IV, no veían futuro alguno es ese lugar repleto de pasado.
Nada consolaba a Don Catarino de la proliferación, en aumento, que experimentaban las estéticas unisex (donde acababan trabajando todos sus ex-ayudantes), ni siquiera hallaba consuelo por estar casado con una hermosa y joven mujer, segundo matrimonio del peluquero, quién había enviudado poco después de haber nacido su hijo. Con frecuencia Don Catarino se quedaba varios minutos contemplando los surcos circulares en el piso alrededor de los asientos, producidos por años y años de calzado rodeando a los clientes en turno. Esos asientos hechos en Chicago, Illinois, curiosamente el lugar al que su hijo se había ido a probar fortuna. “Todo se paga en la vida”, se decía Catarino al pensar en la coincidencia.
A las siete en punto de esa mañana de rojas nubes, Don Catarino abrió su local. El primero en llegar fue Don Cipriano, un calvo de 70 años que parecía tener 110. Catarino solía imaginar aves carroñeras alrededor de este cliente siempre que lo veía entrar en la peluquería; pero no esta mañana, pues Catarino estaba allí físicamente, pero el resto de su persona estaba en algún otro lado.
Aunque Cipriano carecía de cabello se negaba a aceptar el hecho y acudía a que el maestro le arreglara los tres pelos de su cabeza, tras lo cual salía de allí tan agradecido como satisfecho por el trabajo. Cabe mencionar que Don Catarino, en aras de la vieja amistad que los unía, y por su férrea moral, no cobraba ni un centavo a Cipriano por su mímica de trabajo.
Tras hora y media de tristeza y pensamientos en solitario, a las nueve en punto, como todos los jueves, llegó Don Juan. Llenando el local con su característica loción fina, fuerte y masculina, mostrando una sonrisa radiante y seductora y con ese porte envidiado hasta por los jóvenes. Don Juan se sentó en uno de los objetos traídos de Chicago y el corte comenzó como de costumbre; no así la charla. En vez de empezar a hablar de su última conquista, Don Juan tomó una revista y comentó con Catarino las curvas femeninas que veía impresas en el papel couché. Don Catarino, de manera automática, cortaba, asentía y peinaba, a veces miraba caer al suelo pedazos de esos grises cabellos que las mujeres consideraban parte del interés que en ellas despertaba el maduro galán.
Como siempre, Don Juan se fue interesando más en su propia plática y por eso no fue capaz de notar un ligerísimo temblor en las manos de Catarino. Tampoco se percató cuando el peluquero casi dejó caer al suelo la toalla caliente que sacó de una vieja máquina metálica. Ni cuenta se dio Don Juan de que la mirada de Catarino era extraña en el momento en que le aplicaba espuma en el rostro, ni notó la excesiva fuerza, nada habitual, con la que el Fígaro afiló la navaja.
Lo que sí notó Don Juan fue cuando Don Catarino en vez de deslizar con destreza el filo de la navaja sobre su bronceada mejilla para alcanzar la afeitada perfecta, decidió clavar el filo profundamente en su carne de conquistador, justo debajo del huesito curvo que está detrás del lóbulo de la oreja izquierda, para después deslizar con fuerza la navaja por el rumbo del cuello, para hacer un profundo surco que acabó justo debajo del huesito curvo que está debajo de la oreja derecha. Eso lo notó Don Juan y, como era de esperarse, fue casi lo último que notó y sintió en su vida.
Antes de quedarse completamente quieto, Don Juan emitió los típicos sonidos que hace cualquier persona que se ve sorprendida cuando le están cortando el cogote. Catarino pensó que este acto significaba el fin de una era, de su era, y que a la vez la concluía con justicia. Quizá por esto se sentía cansado, muy cansado, o quizá su agotamiento también se debía a que la noche anterior no había podido dormir por los ecos olfativos de la característica loción de Don Juan que había descubierto en su propio lecho. A nadie se le ocurrió ningún epitafio para la joven esposa del peluquero, pues hasta él se había sorprendido esa fatídica mañana de jueves, antes de salir a barrer, lo feo que puede ser el cadáver de una bella mujer asfixiada.
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