jueves, 9 de junio de 2011

El balido del hombre doblado

El hombre doblado veía pasar el asfalto por el agujero que tenía el piso picado del vehículo en el que viajaba. Sólo una lámina oxidada a punto de romperse lo separaba a él, y a los demás pasajeros, de un suelo que se veía desfilar a 70 kilómetros por hora. Si se rompiera el piso de lámina ¿todos quedarían descabezados? El dolor era intenso, ni siquiera pensar en la guillotina pública aminoraba esa desesperante agonía. La pasajera con nariz de pelota de grana miró al hombre doblado, ella no imaginó que él estuviera así por un dolor físico, sino económico. La situación del país había ido de mal a peor, y no se veían en el horizonte signos esperanzadores. Ella supuso que él era un pobre fulano explotado o desempleado. En lo primero no se equivocaba la mujer de la roja nariz, sin embargo esa no era la razón que doblaba al hombre.

Una especie de apretón sentido en sus entrañas provocó que el hombre doblado se inclinara un poco más hacia adelante, su cara estaba ya más debajo de las rodillas flexionadas. Pensó que probablemente lo que tenía fuera cáncer. Recordó que el nombre de ese mal se relaciona con los cangrejos, porque según dicen el dolor que sienten los enfermos de cáncer es como si un cangrejo de atléticas fuerzas apretara con sus tenazas el interior de sus cuerpos. Así podría describirse lo que él sufría en ese instante.

El hombre doblado había tenido como fieles compañeros a esos malestares en su estómago desde hacía como dos años: pero antes eran esporádicas diarreas y pequeñas incomodidades en el estómago, que el hombre atribuyó a su mala alimentación y a sus excesos alcohólicos. Pero las incomodidades no sólo se habían hecho más frecuentes con el tiempo, sino que evolucionaron en dolores, cada vez más intensos. Mucho más intensos. Por eso ahora iba doblado dentro de ese vehículo de transporte público conducido por un cerdo que pesaba más de 100 kilogramos y que tenía cero neuronas en la cabeza. Los pasajeros temían que el vehículo mal conducido se impactara contra un puente, otro autobús, una barda o, en fin, contra cualquier cosa contra la que se pudiera impactar. Al cerdo nada le importaba, al hombre doblado tampoco. El dolor era muy intenso, no pensaba ya en la cita de trabajo a la que tenía que asistir, no pensaba en sus deudas múltiples, en sus zapatos desgastados que ocasionalmente miraba junto al agujero en el piso, sólo deseaba ser guillotinado y que cesara por completo el dolor.

El hombre doblado no iba al médico, así lo había decidido desde que empezaron sus malestares. Temía que si acudía a consulta, el galeno le daría una mala noticia, conjurando una enfermedad que el hombre doblado no hubiese tenido antes de la visita, pero que tendría desde entonces, y ya su vida sería una existencia de constante hospitalización y pronósticos reservados. Era mejor vivir sano, en la ignorancia, con ciertas incomodidades, pensaba, que empezar a sufrir enfermedades por culpa de un doctor.

El hombre doblado no había pedido ayuda a nadie, no confiaba en la humanidad, en la que no encontraba ninguna cualidad humana, aparte de la mezquindad y el odio al prójimo. Sus dolores eran su secreto. Pero esta vez eran demasiado lacerantes.

El hombre doblado perdió el conocimiento. Los demás pasajeros se alertaron, nadie quiso hacer nada e intentaron actuar como si realmente nada pasara. El cerdo, de quien menos se esperaba un rasgo de decencia, detuvo el vehículo al ver caer al hombre doblado en el piso cacarizo y buscó a la policía. El hombre doblado fue cateado en su inconsciencia por la autoridad, dizque en busca de su identificación, la cual no encontraron, pero eso sí, los policías se quedaron con el poco dinero que llevaba el hombre doblado, y al final lo condujeron a un hospital público, para abandonarlo allí, junto con la responsabilidad que sobre él asumieron.

El hombre doblado recobró el conocimiento en una habitación compartida con otros enfermos terminales. Paredes manchadas de humedad, sábanas que olían a sebo y camas cuya pintura se desprendía como lepra de metal. Un médico con uniforme tan blanco como el carbón le dijo sin reserva el diagnóstico: cáncer en el estómago en fase terminal. ¿Acaso no había ya vomitado sangre? ¿Qué no había sufrido dolores agudos insoportables? El médico se asombraba de que el hombre doblado no se hubiese atendido antes. El hombre doblado sólo pensó que ahora sí estaba condenado y no había ninguna esperanza. Su destino lo había alcanzado, sin importar sus esfuerzos por escapar. El hombre doblado se desdobló por última vez, abandonó el hospital y murió a pocas calles de allí. Murió doblado, y también murió como si nunca hubiera nacido.

2 comentarios:

Andri Alba dijo...

Chico, qué estremecedor. Tremendo relato. A veces pienso que yo también moriré como si nunca hubiese nacido, sin dejar registro, ni hijos ni un árbol plantado.

Doloroso, pero seguro que muchas veces vivido por tanta gente anónima.

Me voy triste,pero feliz porque sabes muy bien transmitir sentimientos con tus letras.

Un abrazo fuerte y buen fin de semana.

Andri

Anónimo dijo...

Hola,saludos del Norte