Pudiera ser la dieta, los hábitos (malos como el demonio), pudiera ser la genética o simplemente cosa de suerte. Tras varios meses (que sumados daban como resultado bastantes años) el gordo por fin se decidió hacer caso de las advertencias y empezar a cambiar su estilo de vida. Primero con ejercicio.
Un martes, temprano, apenas saliendo el sol, el gordo se levantó de la cama y se puso la ropa deportiva comprada hacía unos lustros para un fin que apenas hoy veía su realización. Recordó que la ropa en el momento de la compra le quedaba holgada, hoy él apenas cabía en ella. Por una extraña asociación de ideas, vino también a su memoria esa vieja prostituta que vio en su juventud a la cual apodó “salchicha venusina”, por el vestido entallado de brillante tela plateada de esa mujer, digno ejemplo galáctico del logo de Michelín, en esa lejana noche de danzón y alcohol.
El gordo subió a su auto, el abdomen rozando el volante del vehículo, el trasero desbordando un poco de carne a los lados del asiento, pero ¿para qué pensar en algo que estaba a punto de cambiar?
Llegó rápido al parque, pero fue difícil encontrar lugar para aparcar el auto, pues la fiebre de la buena condición parece ser epidemia en estos días. Por fin halló un sitio y bajó, dispuesto a caminar por esos andadores entre la frescura de los árboles.
Diferentes clases de personas se ejercitaban en el parque. Ancianas que buscaban un respiró último que alejara a esos oscuros buitres que imaginaban rondando sobre ellas, hombres maduros queriendo recuperar la atracción perdida o simplemente tratando de alcanzar algo que fuera tan atractivo como sus billeteras, amas de casa escapando del tedio, niños que por alguna razón habían perdido el ciclo escolar y haciendo ejercicio esperaban el próximo. Gran variedad de gente.
Nuestro obeso héroe caminaba lentamente, observaba todo lo que había a su paso. No se detuvo, ni un momento, estaba decidido a caminar 30 minutos sin parar, y ninguna falta de oxígeno se lo impediría. Estuvo tentado a detenerse un momento al ver el grupo que hacía yoga sobre el césped. Siete alumnos y un maestro, sentados en sendos tapetes blancos que ellos mismos llevaban. El instructor tenía una especie de toalla en la cabeza, tal como el Mahrajá de Pocajú, daba indicaciones a sus pupilos y de fondo se oía celestial música New Age salida de una grabadora que tenía a su lado. El gordo creyó ver a los discípulos levitar por un instante. Siguió adelante.
El gordo tenía que esquivar en ocasiones corredores desbocados que venían en sentido contrario, dando resoplidos de un esfuerzo que les proporcionaba dolor y que ellos confundían con placer y salud. El gordo se sofocaba, pero no se detuvo. Pensó en los Camel de anoche, cinco después de cenar para ser exactos, los últimos cinco de la cajetilla que había comprado la mañana anterior. El día de hoy aún no encendía ningún cigarrillo. El gordo no se detuvo.
Miro las copas de los árboles, y su observación andante fue interrumpida por una música ruidosa, llena de energía, miró hacía donde provenía el estruendo y vio un grupo como de 20 personas ejercitándose frenéticamente a ritmos salvajes y contagiosos. Eran personas de diversas edades, aunque en su mayoría de la misma edad o mayores que el gordo. Felices, extasiados por disfrutar de la música y al mismo tiempo beneficiar sus cuerpos con el ejercicio. Gritaban de felicidad, aplaudían y coreaban. Los más frenéticos eran los de más edad. El gordo sonrió sin aminorar su paso.
De repente se topó con la curva del extremo Poniente del parque. La curva que casi nadie se atrevía a tomar. La extensa curva que iniciaba con una pronunciada subida, para después de 100 metros de lucha contra la fuerza de gravedad, convertirse en una reparadora y agradecible bajada. El gordo no se la esperaba.
El gordo tenía las arterias llenas de grasa, el abdomen abultado por su espíritu sedentario, el trasero dolorido de tanto estar sentado, pero el gordo esta mañana tenía sobre todo determinación.
Sin amilanarse ante la imponente curva decidió aceptar el reto. Arriba iba el gordo. Se sofocó un poco más, pero recordó películas en las que el héroe se supera. Rocky entrenando para ganar el campeonato, los carros de fuego con su marcha que eleva el ánimo, los tipos que se fugaron de Siberia en tiempos de Stalin para llegar a píe hasta la India. La memoria del gordo le mostró todas esas películas de gente que mostraba determinación y que al final lograba lo que se proponía. El gordo avanzaba motivado, con el corazón latiéndole en el gaznate, pero motivado.
El gordo subió 20 metros, llegó a 25, sudando alcanzó los 37 y, de repente, sintió un agudo dolor en el pecho. Una estocada de diestro mosquetero en ese lugar hubiera sido menos dolorosa. El gordo vio todo gris y se desplomó. Su corazón dijo: “pinche gordo”, y dejó de latir para siempre.
Un martes, temprano, apenas saliendo el sol, el gordo se levantó de la cama y se puso la ropa deportiva comprada hacía unos lustros para un fin que apenas hoy veía su realización. Recordó que la ropa en el momento de la compra le quedaba holgada, hoy él apenas cabía en ella. Por una extraña asociación de ideas, vino también a su memoria esa vieja prostituta que vio en su juventud a la cual apodó “salchicha venusina”, por el vestido entallado de brillante tela plateada de esa mujer, digno ejemplo galáctico del logo de Michelín, en esa lejana noche de danzón y alcohol.
El gordo subió a su auto, el abdomen rozando el volante del vehículo, el trasero desbordando un poco de carne a los lados del asiento, pero ¿para qué pensar en algo que estaba a punto de cambiar?
Llegó rápido al parque, pero fue difícil encontrar lugar para aparcar el auto, pues la fiebre de la buena condición parece ser epidemia en estos días. Por fin halló un sitio y bajó, dispuesto a caminar por esos andadores entre la frescura de los árboles.
Diferentes clases de personas se ejercitaban en el parque. Ancianas que buscaban un respiró último que alejara a esos oscuros buitres que imaginaban rondando sobre ellas, hombres maduros queriendo recuperar la atracción perdida o simplemente tratando de alcanzar algo que fuera tan atractivo como sus billeteras, amas de casa escapando del tedio, niños que por alguna razón habían perdido el ciclo escolar y haciendo ejercicio esperaban el próximo. Gran variedad de gente.
Nuestro obeso héroe caminaba lentamente, observaba todo lo que había a su paso. No se detuvo, ni un momento, estaba decidido a caminar 30 minutos sin parar, y ninguna falta de oxígeno se lo impediría. Estuvo tentado a detenerse un momento al ver el grupo que hacía yoga sobre el césped. Siete alumnos y un maestro, sentados en sendos tapetes blancos que ellos mismos llevaban. El instructor tenía una especie de toalla en la cabeza, tal como el Mahrajá de Pocajú, daba indicaciones a sus pupilos y de fondo se oía celestial música New Age salida de una grabadora que tenía a su lado. El gordo creyó ver a los discípulos levitar por un instante. Siguió adelante.
El gordo tenía que esquivar en ocasiones corredores desbocados que venían en sentido contrario, dando resoplidos de un esfuerzo que les proporcionaba dolor y que ellos confundían con placer y salud. El gordo se sofocaba, pero no se detuvo. Pensó en los Camel de anoche, cinco después de cenar para ser exactos, los últimos cinco de la cajetilla que había comprado la mañana anterior. El día de hoy aún no encendía ningún cigarrillo. El gordo no se detuvo.
Miro las copas de los árboles, y su observación andante fue interrumpida por una música ruidosa, llena de energía, miró hacía donde provenía el estruendo y vio un grupo como de 20 personas ejercitándose frenéticamente a ritmos salvajes y contagiosos. Eran personas de diversas edades, aunque en su mayoría de la misma edad o mayores que el gordo. Felices, extasiados por disfrutar de la música y al mismo tiempo beneficiar sus cuerpos con el ejercicio. Gritaban de felicidad, aplaudían y coreaban. Los más frenéticos eran los de más edad. El gordo sonrió sin aminorar su paso.
De repente se topó con la curva del extremo Poniente del parque. La curva que casi nadie se atrevía a tomar. La extensa curva que iniciaba con una pronunciada subida, para después de 100 metros de lucha contra la fuerza de gravedad, convertirse en una reparadora y agradecible bajada. El gordo no se la esperaba.
El gordo tenía las arterias llenas de grasa, el abdomen abultado por su espíritu sedentario, el trasero dolorido de tanto estar sentado, pero el gordo esta mañana tenía sobre todo determinación.
Sin amilanarse ante la imponente curva decidió aceptar el reto. Arriba iba el gordo. Se sofocó un poco más, pero recordó películas en las que el héroe se supera. Rocky entrenando para ganar el campeonato, los carros de fuego con su marcha que eleva el ánimo, los tipos que se fugaron de Siberia en tiempos de Stalin para llegar a píe hasta la India. La memoria del gordo le mostró todas esas películas de gente que mostraba determinación y que al final lograba lo que se proponía. El gordo avanzaba motivado, con el corazón latiéndole en el gaznate, pero motivado.
El gordo subió 20 metros, llegó a 25, sudando alcanzó los 37 y, de repente, sintió un agudo dolor en el pecho. Una estocada de diestro mosquetero en ese lugar hubiera sido menos dolorosa. El gordo vio todo gris y se desplomó. Su corazón dijo: “pinche gordo”, y dejó de latir para siempre.
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