La decadencia de los seres humanos es blanda. Puedes constatarlo en el abdomen y en la cintura. Blanda como el colchón del éxito y de la estabilidad, cuando ya no hay gusto por correr, sino por atesorar.
El miedo al frío y a la soledad hace que la gente acepte casi cualquier cosa, provoca que votes por la indiferencia sobre la que solemos edificar nuestra paz privada, y muy personal. Así es como los antiguos revolucionarios se hacen burócratas, los poetas terminan trabajando en publicaciones comerciales de tercera y los soñadores se rinden para poder untar de mantequilla sus panes.
Con la decadencia el tiempo empieza a regirse de acuerdo a las fechas en que se pagan los salarios y en que se sale de vacaciones. Las voces se alzan sólo para hacerse notar en el mercado o para acusar a alguien de una competencia desleal. Tener, más que ser, y darle la vuelta a cualquier otro dilema existencial.
Consumir cultura prefabricada, escuchar música como se gastan pañuelos desechables. Ni cuenta te das cuando esta blandura te llega hasta el cuello y eres la sombra esféricamente caricaturesca de lo que fuiste. Igual y terminas siendo de los que hacen ejercicio, simplemente para canalizar tu consumo, y hacerte creer que haces por ti mismo algo que te hace sentirte competitivo para con los demás.
Lo que parecería la solución sencilla es botar todo y recuperar la libertad, pero es muy fácil decirlo y casi imposible realizarlo. La blandura conquista, la pereza seduce, la tranquilidad adormece y la estabilidad aturde. Todos queremos un camino fácil. El tiempo tampoco ayuda mucho y poco a poco tus huesos se niegan a alejarse del calor del hogar. Al final parecerá que todo fue una ilusión dentro de un círculo vicioso.
Quienes son fieles a sus sueños y se empeñan en no venderse, son glorificados por los blandos, pero siempre después de que son crucificados. Suelen morir ‘jóvenes’. Dudo que todo esto sea un fenómeno exclusivo de nuestros días.
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