Luz roja. Pie en el pedal del freno. Treinta segundos que por lo general son una eternidad (excepto cuando viajas con alguien cuya compañía disfrutas mucho). Crucero transitado, que sólo por eso es peligroso. Levantas la vista y allí está, como un espectro sacado de las profundidades del infierno. Un hombre casi calvo, el poco cabello que le queda revuelto de forma desagradable, pelo que parece quemado, mal oxigenado, Marilyn Monroe después de haber saltado del Hindenburg en llamas (fuego y no montada en un cuadrúpedo andino). El tipo tendrá unos 55 años, o menos si su vida ha sido dura. Su rostro mal embadurnado de pintura blanca, buscando tener la apariencia de payaso. Clown deprimente, en su boca un cigarrillo pirata que huele a neumático quemado. Tres círculos rojos sobre la pintura blanca de la cara, dos en los pómulos, uno en la nariz, con un punto negro, del grosor de la punta de un dedo, en el centro de cada círculo. Parecen ser los oscuros blancos de una macabra diana, en esa humeante cara enojada, de pesada mirada, odio contenido o indiferencia furiosa. Cruza tu mirada con la de él y, aunque no lo hayas visto antes en tu vida, te sentirás culpable y responsable de sus desgracias.
El quebrado payaso camina encorvado, su espalda es la Torre de Pisa arqueada, el arco de la derrota. Pasos cortos, cabeza gacha, la mirada que emana odio siempre viendo al frente. Es un frío día de diciembre, su ropa delgada y desgastada lo protege muy poco. Verdes los pantalones viejos, vieja la desgastada camisa de nylon y añejo su chaleco beige de algodón. No es su ‘ropa de trabajo’, es su ropa ‘del diario’. Lo único que lo distingue de los indigentes ‘no artísticos’ es su grotesco maquillaje y la pelota verde que se trae entre manos.
Luz roja. Los autos detenidos, el payaso, paso a paso, llega al centro del cruce enfrentando a los automovilistas. Empieza su acto. Con las manos al frente, a la altura de su cintura, realiza lo que él entiende por ‘malabares’, o lo que le permite su poca destreza en este negocio. Su mano derecha arroja una pelota verde a su mano siniestra, entre ellas hay una separación de quince centímetros. La mano izquierda devuelve la pelota verde a la mano diestra, y así se pasan lentamente la bola durante veintidós segundos.
Esporádicamente aspira su cigarro, quizá para darle al acto un “factor de peligro”. Después de los malabares, sin separar el cigarrillo de sus labios, se acerca a los automovilistas, esperando recibir monedas sin realmente solicitarlas (silenciosa petición sobreentendida, tácita torcida, entre los indigentes y los automovilistas de esta ciudad). El payaso mira fijamente, sin quitar el odio de sus ojos, a cada conductor en turno. A tres segundos de que la luz roja ceda el paso a la verde, el payaso regresa encorvado a la acera sin haber recibido una sola moneda.
Luz verde. Los autos avanzan y el payaso espera la próxima luz roja para repetir su función; y así será hasta que se busque otro oficio o llegue su defunción.
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