domingo, 30 de octubre de 2016
Es horrible sentir celos y no ser nada
"Es horrible sentir celos y no ser nada", dijo triste el fantoche cuando le expedían de nuevo la visa para la 'zona de la amistad', esa del 'te quiero como hermano', cuando siempre había estado claro para todos que sus ambiciones iban en otra dirección, hacia otro país más 'comprometido' y 'carnal'. Al menos eso creía el triste fantoche de romería. Pero él decidió seguir allí. Total, igual con el tiempo ella aprendería a amarlo, él la convencería con su constancia, presencia y apoyo. La gota que agujera la roca, la fe que mueve montañas, la Roma que no se construyó en un día. Su amor Roma era verdadero, al menos eso creía. Ella se enamoraba y desenamoraba de cualquier otro. Rosario sucesivo e interminable de amantes dementes, fríos glaciares. Tipos eventuales, cuyo interés radicaba en pasar sólo un buen rato. Ella al final se sentía abandonada, pero tenía el hombro del fantoche, siempre presente, para llorar. Tenía a esa gran compañía para sobrellevar el desprecio y, aunque no confesado, curarse el herido ego. El fantoche no entendía, seguía con su visa, siempre rechazado para lo que él quería. ¿Cómo despreciaba ella el 'amor verdadero'? Era un absurdo, pero él allí seguía. Paciente como el inglés herido. En el fondo humillado y ofendido. Pero "el amor todo lo puede", se decía. El fantoche sentía celos y se sentía nada. No era amante, amor, ni amigo, el fantoche estaba en el limbo sentimental. Para ella era sólo una muleta que se usa cuando se comienza a cojear, mientras cogía y recogía parejas eventuales y pasajeras que le hacían mal. Seductores, don juan y don nadie. Un patrón siempre igual. Sin fin. El fantoche esperaba con paciencia, mordiéndose las uñas, desesperado, sintiendo celos hasta del portero que le abría a ella las puertas del edificio, y más aún del Romeo que le abría las piernas tras el primer guiño. Hay muchos fantoches así. Algunos más pacientes que otros. No faltan aquellos que hacen de este 'sentir celos siendo nada' una forma de vida, miserable, pero al cabo ese es el sinsentido que les da motivos para seguir vivos. Esos fantoches hacen de las quejas el aire que respiran. Mártires voluntarios que aspiran el Cielo del ridículo. Esperan y se muerden las uñas. Pasa el tiempo. Algún fantoche despierta, recoge su estrujado corazón del fango y su dignidad del excusado. Los lleva a la tintorería y sigue caminando, con un aprendizaje bien tatuado, que a veces tiende a olvidar. La naturaleza manda, el instinto rige y el llamado de la selva siempre está tocando a la puerta. "Es horrible sentir celos y no ser nada", son las últimas palabras en el lecho de muerte de los buenos fantoches, que ni al final de sus días tienen suerte como en los tiempos del cólera. Sin embargo, el peor caso de todos, es el de aquellos que logran tener una relación de pareja con su amada. Despiertan de la peor manera, dándose cuenta que ella no es lo que esperaban. ïdolo caído, ilusión rota. Y todo estalla, el fracaso Titánico se hunde así, de repente, con un choque estrepitoso. Glu, glu, glu. Y luego rencor del más odioso. Para culminar con celos de nuevo, esos celos rencorosos, cancerosos. De todo esto sólo destaca una verdad: "es horrible sentir celos y no ser nada".
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sábado, 22 de octubre de 2016
Corazón roto
El corazón se rompe. Es real, no es una metáfora. Llega a estrujarse como el papel de la carta no deseada y luego se hace pedazos como el valioso jarrón de una dinastía legendaria.
Cuando el corazón se quiebra produce indiferencia, dolor, melancolía. Uno anda como alma ajena, en pena, por el mero hecho de seguir andando. Entonces se camina automáticamente, los ojos miran sin ver, se deja de comer, se duerme mucho, pero sin paz.
Suspiros, esperanza remota rodeada de la neblina de desilusión. De verdad, el corazón duele, y duele mucho.
Takotsubo, dijeron los doctores japoneses, para ponerle nombre a ese estado que ha permanecido con el ser humano desde que éste apareció en el teatro del mundo.
Corazón roto, le llamó el primer enamorado cuando no se concrertó su amor temprano, o quizá cuando su último afecto fue arruinado o robado por el tiempo.
Los poetas pueden dar un poco de consuelo a quien sufre de este mal. A veces el dolor compartido, comprendido, es menos dañino. A veces.
Sin embargo, un corazón roto deja un hueco que se lleva muy adentro, y que tiene el contorno de la persona amada. Ese hueco jamás se vuelve a llenar del todo.
No hay solución, se aprende a vivir con ello —aunque de algún modo seguirá lastimando— o nos consume hasta llevarnos a nuestra tumba, tarde o temprano, pero eso es la vida, siempre se muere de algo. No hay más.
miércoles, 19 de octubre de 2016
Things Have Changed (Bob Dylan, 2000)
martes, 18 de octubre de 2016
Para siempre
Solemos temer a las enfermedades mortales, olvidando que al nacer contraemos una, irreversible, incurable e irremediable, ocasionada por el inclemente paso del tiempo. Ese
mismo tiempo que dizque es relativo, pero que a pesar de su falta de
característica absoluta nos marca y nos mata con una decadencia que, por
más que se intente retrasar, llega tarde o temprano. Ese pensamiento lo
tuvo él presente a lo largo de su vida, por eso mismo postergó tanto
sus revisiones médicas, hasta el día en que las molestias y dolores
fueron insufribles. El doctor, acostumbrado a los postergadores
temerosos y sin esperar lo mejor, le pidió hacerse revisiones generales y
un par de análisis específicos.
Esperando una de esas curiosidades de la vida, producto de la mala enseñanza, de las películas y series de TV o de las fantasías esotéricas románticas, él, al mirar los resultados de sus análisis, nefastos y nada prometedores (excepto para la extinción), esperó la llamada de ella, aunque no le había comunicado a ndie su desdicha; pero el teléfono permaneció mudo. De parte de ella no hubo llamadas, ni visitas, ni mensajes, ni recados enviados por mediación de terceros, cuartos ni quinos que no son malos, vamos ni una barata postal de cortesía o un mensaje de mecánica red social.
Es cierto que hacía ya muchos años que ambos habían perdido contacto, ignorando de forma olímpicamente áurea lo que le sucedía al otro. Pero es que...
Ella y él se conocieron hacía ya demasiados años, en esos tiempos en que ya había computadoras y teléfonos móviles, pero aún no existía la teletransportación. En esa época en que el bien común era una cosa rarísima y no se había extinguido la hambruna en África. Fue hace mucho tiempo.
No sé si fue amor a primera vista, pero en ese primer encuentro, accidental, que ellos tuvieron, tan pronto se miraron fue como si se hubieran conocido desde hacía tres vidas y media.
Clic y química.
Las conversaciones sin sentido entre ellos tenían toda la lógica del mundo, hablaban el mismo lenguaje y compartían similares gustos, no tan idénticos como para hartarse mutuamente a los cinco minutos, pero sí lo suficientemente coincidentes como para sentirse bien una al lado del otro. Presentíana cuando a uno le pasaba algo, o cuando a una le invadía la melancolía, entonces era inmediata la llamada, la charla y la doma y aplacamiento de los feos sentimientos. Eran las mitades platónicas hechas realidad, cuajando como gelatina fina. "Somos almas gemelas", solía decir ella. "juntos somos como eternos", le respondía él.
Romance breve, compromiso casi inmediato, cohabitación y alegría.
Pero un día, pasados 11 meses después del año de conocerse, a ella le dejaron de hacer gracias las tonterías de él (que antes la mataban de risa), ella dejó de ser muy dulce para él y comezó a parecerle nauseabundamente posesiva y amarga. Poco después los besos el sabor del papel Bond, James Bond.
Hubo cada vez más silencios entre ellos, ya ni siquiera comentaban las películas, que con más frecuencian veían cada quien por su lado.
Decidieron cumplir el acuerdo que establecieron poco después de enamorarse: "cuando sientas que no me amas, sólo dímelo, y sin drama nos separamos para siempre".
Ella dio el primer paso, le dijo que ya no lo amaba, y él, con el hercúleo trabajo que cuesta tratar de romper esa costumbre que no suele quebrarse por completo, cumplió su palabra dada y no rogó por una oportunidad.
La separación no ocurrió en un puente medieval con faroles tristes y un viejo saxofón sonando a la distancia; fue en la casa de ella, cuando le entregó a él las maletas listas para la salida. Él recogió los infelices velices, equipaje para un viaje que no se quiere realizar y que solo tiene un boleto de ida.
Se dieron el frío beso doloroso de compromiso, ese que se le da en la mejilla a quien se solía besar en la boca. Se dijeron adiós. Esa fue su última palabra.
Así pasaron los años, cada quien su vida, en lejanía mutua. Él pensaba constantemente en ella, comparándola morbosamente con las mujeres que conoció después y a quienes olvidaba al poco tiempo. A ella siempre la llevaba incrustada en la memoria, tatuaje con tinta de recuerdo. Solo que ¿para qué contactarla? El contrato verbal de alejamiento y silencio se mantuvo por ambas partes.
Así, en la libertad de una calle insensible, cuando al mirar él los resultados de los análisis médicos a los que por fin se había sometido, al sentir el impacto de la sentencia de muerte vía médica, notó que el mundo seguía su ritmo habitual y que a nadie parecía importarle que él pronto dejaría de ser parte del caos. Ella no le llamó.
Ella no le llamó las semanas siguientes ni los meses que a él le restaron de vida, aunque supo lo que él tenía por algún comunicativo amigo mutuo del lejano pasado.
Él, firme dentro del convenio tampoco hizo nada por buscarla. Sólo la recordó.
Ella no fue a su funeral, no visitó su tumba, ni fue a saludarlo durante el atribulado día del Juicio Final. Ella no volvió a hablarle jamás.
Hay gente que cumple su palabra para siempre.
Esperando una de esas curiosidades de la vida, producto de la mala enseñanza, de las películas y series de TV o de las fantasías esotéricas románticas, él, al mirar los resultados de sus análisis, nefastos y nada prometedores (excepto para la extinción), esperó la llamada de ella, aunque no le había comunicado a ndie su desdicha; pero el teléfono permaneció mudo. De parte de ella no hubo llamadas, ni visitas, ni mensajes, ni recados enviados por mediación de terceros, cuartos ni quinos que no son malos, vamos ni una barata postal de cortesía o un mensaje de mecánica red social.
Es cierto que hacía ya muchos años que ambos habían perdido contacto, ignorando de forma olímpicamente áurea lo que le sucedía al otro. Pero es que...
Ella y él se conocieron hacía ya demasiados años, en esos tiempos en que ya había computadoras y teléfonos móviles, pero aún no existía la teletransportación. En esa época en que el bien común era una cosa rarísima y no se había extinguido la hambruna en África. Fue hace mucho tiempo.
No sé si fue amor a primera vista, pero en ese primer encuentro, accidental, que ellos tuvieron, tan pronto se miraron fue como si se hubieran conocido desde hacía tres vidas y media.
Clic y química.
Las conversaciones sin sentido entre ellos tenían toda la lógica del mundo, hablaban el mismo lenguaje y compartían similares gustos, no tan idénticos como para hartarse mutuamente a los cinco minutos, pero sí lo suficientemente coincidentes como para sentirse bien una al lado del otro. Presentíana cuando a uno le pasaba algo, o cuando a una le invadía la melancolía, entonces era inmediata la llamada, la charla y la doma y aplacamiento de los feos sentimientos. Eran las mitades platónicas hechas realidad, cuajando como gelatina fina. "Somos almas gemelas", solía decir ella. "juntos somos como eternos", le respondía él.
Romance breve, compromiso casi inmediato, cohabitación y alegría.
Pero un día, pasados 11 meses después del año de conocerse, a ella le dejaron de hacer gracias las tonterías de él (que antes la mataban de risa), ella dejó de ser muy dulce para él y comezó a parecerle nauseabundamente posesiva y amarga. Poco después los besos el sabor del papel Bond, James Bond.
Hubo cada vez más silencios entre ellos, ya ni siquiera comentaban las películas, que con más frecuencian veían cada quien por su lado.
Decidieron cumplir el acuerdo que establecieron poco después de enamorarse: "cuando sientas que no me amas, sólo dímelo, y sin drama nos separamos para siempre".
Ella dio el primer paso, le dijo que ya no lo amaba, y él, con el hercúleo trabajo que cuesta tratar de romper esa costumbre que no suele quebrarse por completo, cumplió su palabra dada y no rogó por una oportunidad.
La separación no ocurrió en un puente medieval con faroles tristes y un viejo saxofón sonando a la distancia; fue en la casa de ella, cuando le entregó a él las maletas listas para la salida. Él recogió los infelices velices, equipaje para un viaje que no se quiere realizar y que solo tiene un boleto de ida.
Se dieron el frío beso doloroso de compromiso, ese que se le da en la mejilla a quien se solía besar en la boca. Se dijeron adiós. Esa fue su última palabra.
Así pasaron los años, cada quien su vida, en lejanía mutua. Él pensaba constantemente en ella, comparándola morbosamente con las mujeres que conoció después y a quienes olvidaba al poco tiempo. A ella siempre la llevaba incrustada en la memoria, tatuaje con tinta de recuerdo. Solo que ¿para qué contactarla? El contrato verbal de alejamiento y silencio se mantuvo por ambas partes.
Así, en la libertad de una calle insensible, cuando al mirar él los resultados de los análisis médicos a los que por fin se había sometido, al sentir el impacto de la sentencia de muerte vía médica, notó que el mundo seguía su ritmo habitual y que a nadie parecía importarle que él pronto dejaría de ser parte del caos. Ella no le llamó.
Ella no le llamó las semanas siguientes ni los meses que a él le restaron de vida, aunque supo lo que él tenía por algún comunicativo amigo mutuo del lejano pasado.
Él, firme dentro del convenio tampoco hizo nada por buscarla. Sólo la recordó.
Ella no fue a su funeral, no visitó su tumba, ni fue a saludarlo durante el atribulado día del Juicio Final. Ella no volvió a hablarle jamás.
Hay gente que cumple su palabra para siempre.
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