Solemos temer a las enfermedades mortales, olvidando que al nacer contraemos una, irreversible, incurable e irremediable, ocasionada por el inclemente paso del tiempo. Ese
mismo tiempo que dizque es relativo, pero que a pesar de su falta de
característica absoluta nos marca y nos mata con una decadencia que, por
más que se intente retrasar, llega tarde o temprano. Ese pensamiento lo
tuvo él presente a lo largo de su vida, por eso mismo postergó tanto
sus revisiones médicas, hasta el día en que las molestias y dolores
fueron insufribles. El doctor, acostumbrado a los postergadores
temerosos y sin esperar lo mejor, le pidió hacerse revisiones generales y
un par de análisis específicos.
Esperando
una de esas curiosidades de la vida, producto de la mala enseñanza, de
las películas y series de TV o de las fantasías esotéricas románticas,
él, al mirar los resultados de sus análisis, nefastos y nada
prometedores (excepto para la extinción), esperó la llamada de ella,
aunque no le había comunicado a ndie su desdicha; pero el teléfono
permaneció mudo. De parte de ella no hubo llamadas, ni visitas, ni
mensajes, ni recados enviados por mediación de terceros, cuartos ni
quinos que no son malos, vamos ni una barata postal de cortesía o un
mensaje de mecánica red social.
Es
cierto que hacía ya muchos años que ambos habían perdido contacto,
ignorando de forma olímpicamente áurea lo que le sucedía al otro. Pero
es que...
Ella y
él se conocieron hacía ya demasiados años, en esos tiempos en que ya
había computadoras y teléfonos móviles, pero aún no existía la
teletransportación. En esa época en que el bien común era una cosa
rarísima y no se había extinguido la hambruna en África. Fue hace mucho
tiempo.
No sé si
fue amor a primera vista, pero en ese primer encuentro, accidental, que
ellos tuvieron, tan pronto se miraron fue como si se hubieran conocido
desde hacía tres vidas y media.
Clic y química.
Las
conversaciones sin sentido entre ellos tenían toda la lógica del mundo,
hablaban el mismo lenguaje y compartían similares gustos, no tan
idénticos como para hartarse mutuamente a los cinco minutos, pero sí lo
suficientemente coincidentes como para sentirse bien una al lado del
otro. Presentíana cuando a uno le pasaba algo, o cuando a una le invadía
la melancolía, entonces era inmediata la llamada, la charla y la doma y
aplacamiento de los feos sentimientos. Eran las mitades platónicas
hechas realidad, cuajando como gelatina fina. "Somos almas gemelas",
solía decir ella. "juntos somos como eternos", le respondía él.
Romance breve, compromiso casi inmediato, cohabitación y alegría.
Pero
un día, pasados 11 meses después del año de conocerse, a ella le
dejaron de hacer gracias las tonterías de él (que antes la mataban de
risa), ella dejó de ser muy dulce para él y comezó a parecerle
nauseabundamente posesiva y amarga. Poco después los besos el sabor del
papel Bond, James Bond.
Hubo
cada vez más silencios entre ellos, ya ni siquiera comentaban las
películas, que con más frecuencian veían cada quien por su lado.
Decidieron
cumplir el acuerdo que establecieron poco después de enamorarse:
"cuando sientas que no me amas, sólo dímelo, y sin drama nos separamos
para siempre".
Ella
dio el primer paso, le dijo que ya no lo amaba, y él, con el hercúleo
trabajo que cuesta tratar de romper esa costumbre que no suele quebrarse
por completo, cumplió su palabra dada y no rogó por una oportunidad.
La
separación no ocurrió en un puente medieval con faroles tristes y un
viejo saxofón sonando a la distancia; fue en la casa de ella, cuando le
entregó a él las maletas listas para la salida. Él recogió los infelices
velices, equipaje para un viaje que no se quiere realizar y que solo
tiene un boleto de ida.
Se
dieron el frío beso doloroso de compromiso, ese que se le da en la
mejilla a quien se solía besar en la boca. Se dijeron adiós. Esa fue su
última palabra.
Así
pasaron los años, cada quien su vida, en lejanía mutua. Él pensaba
constantemente en ella, comparándola morbosamente con las mujeres que
conoció después y a quienes olvidaba al poco tiempo. A ella siempre la
llevaba incrustada en la memoria, tatuaje con tinta de recuerdo. Solo
que ¿para qué contactarla? El contrato verbal de alejamiento y silencio
se mantuvo por ambas partes.
Así,
en la libertad de una calle insensible, cuando al mirar él los
resultados de los análisis médicos a los que por fin se había sometido,
al sentir el impacto de la sentencia de muerte vía médica, notó que el
mundo seguía su ritmo habitual y que a nadie parecía importarle que él
pronto dejaría de ser parte del caos. Ella no le llamó.
Ella
no le llamó las semanas siguientes ni los meses que a él le restaron de
vida, aunque supo lo que él tenía por algún comunicativo amigo mutuo
del lejano pasado.
Él, firme dentro del convenio tampoco hizo nada por buscarla. Sólo la recordó.
Ella
no fue a su funeral, no visitó su tumba, ni fue a saludarlo durante el
atribulado día del Juicio Final. Ella no volvió a hablarle jamás.
Hay gente que cumple su palabra para siempre.
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