martes, 18 de octubre de 2016

Para siempre

Solemos temer a las enfermedades mortales, olvidando que al nacer contraemos una, irreversible, incurable e irremediable, ocasionada por el inclemente paso del tiempo. Ese mismo tiempo que dizque es relativo, pero que a pesar de su falta de característica absoluta nos marca y nos mata con una decadencia que, por más que se intente retrasar, llega tarde o temprano. Ese pensamiento lo tuvo él presente a lo largo de su vida, por eso mismo postergó tanto sus revisiones médicas, hasta el día en que las molestias y dolores fueron insufribles. El doctor, acostumbrado a los postergadores temerosos y sin esperar lo mejor, le pidió hacerse revisiones generales y un par de análisis específicos.
Esperando una de esas curiosidades de la vida, producto de la mala enseñanza, de las películas y series de TV o de las fantasías esotéricas románticas, él, al mirar los resultados de sus análisis, nefastos y nada prometedores (excepto para la extinción), esperó la llamada de ella, aunque no le había comunicado a ndie su desdicha; pero el teléfono permaneció mudo. De parte de ella no hubo llamadas, ni visitas, ni mensajes, ni recados enviados por mediación de terceros, cuartos ni quinos que no son malos, vamos ni una barata postal de cortesía o un mensaje de mecánica red social.
Es cierto que hacía ya muchos años que ambos habían perdido contacto, ignorando de forma olímpicamente áurea lo que le sucedía al otro. Pero es que...
Ella y él se conocieron hacía ya demasiados años, en esos tiempos en que ya había computadoras y teléfonos móviles, pero aún no existía la teletransportación. En esa época en que el bien común era una cosa rarísima y no se había extinguido la hambruna en África. Fue hace mucho tiempo.
No sé si fue amor a primera vista, pero en ese primer encuentro, accidental, que ellos tuvieron, tan pronto se miraron fue como si se hubieran conocido desde hacía tres vidas y media.
Clic y química.
Las conversaciones sin sentido entre ellos tenían toda la lógica del mundo, hablaban el mismo lenguaje y compartían similares gustos, no tan idénticos como para hartarse mutuamente a los cinco minutos, pero sí lo suficientemente coincidentes como para sentirse bien una al lado del otro. Presentíana cuando a uno le pasaba algo, o cuando a una le invadía la melancolía, entonces era inmediata la llamada, la charla y la doma y aplacamiento de los feos sentimientos. Eran las mitades platónicas hechas realidad, cuajando como gelatina fina. "Somos almas gemelas", solía decir ella. "juntos somos como eternos", le respondía él.

Romance breve, compromiso casi inmediato, cohabitación y alegría.

Pero un día, pasados 11 meses después del año de conocerse, a ella le dejaron de hacer gracias las tonterías de él (que antes la mataban de risa), ella dejó de ser muy dulce para él y comezó a parecerle nauseabundamente posesiva y amarga. Poco después los besos el sabor del papel Bond, James Bond.
Hubo cada vez más silencios entre ellos, ya ni siquiera comentaban las películas, que con más frecuencian veían cada quien por su lado.

Decidieron cumplir el acuerdo que establecieron poco después de enamorarse: "cuando sientas que no me amas, sólo dímelo, y sin drama nos separamos para siempre".
Ella dio el primer paso, le dijo que ya no lo amaba, y él, con el hercúleo trabajo que cuesta tratar de romper esa costumbre que no suele quebrarse por completo, cumplió su palabra dada y no rogó por una oportunidad.
La separación no ocurrió en un puente medieval con faroles tristes y un viejo saxofón sonando a la distancia; fue en la casa de ella, cuando le entregó a él las maletas listas para la salida. Él recogió los infelices velices, equipaje para un viaje que no se quiere realizar y que solo tiene un boleto de ida.
Se dieron el frío beso doloroso de compromiso, ese que se le da en la mejilla a quien se solía besar en la boca. Se dijeron adiós. Esa fue su última palabra.
Así pasaron los años, cada quien su vida, en lejanía mutua. Él pensaba constantemente en ella, comparándola morbosamente con las mujeres que conoció después y a quienes olvidaba al poco tiempo. A ella siempre la llevaba incrustada en la memoria, tatuaje con tinta de recuerdo. Solo que ¿para qué contactarla? El contrato verbal de alejamiento y silencio se mantuvo por ambas partes.
Así, en la libertad de una calle insensible, cuando al mirar él los resultados de los análisis médicos a los que por fin se había sometido, al sentir el impacto de la sentencia de muerte vía médica, notó que el mundo seguía su ritmo habitual y que a nadie parecía importarle que él pronto dejaría de ser parte del caos. Ella no le llamó.
Ella no le llamó las semanas siguientes ni los meses que a él le restaron de vida, aunque supo lo que él tenía por algún comunicativo amigo mutuo del lejano pasado.
Él, firme dentro del convenio tampoco hizo nada por buscarla. Sólo la recordó.
Ella no fue a su funeral, no visitó su tumba, ni fue a saludarlo durante el atribulado día del Juicio Final. Ella no volvió a hablarle jamás.

Hay gente que cumple su palabra para siempre.

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