sábado, 22 de octubre de 2016
Corazón roto
El corazón se rompe. Es real, no es una metáfora. Llega a estrujarse como el papel de la carta no deseada y luego se hace pedazos como el valioso jarrón de una dinastía legendaria.
Cuando el corazón se quiebra produce indiferencia, dolor, melancolía. Uno anda como alma ajena, en pena, por el mero hecho de seguir andando. Entonces se camina automáticamente, los ojos miran sin ver, se deja de comer, se duerme mucho, pero sin paz.
Suspiros, esperanza remota rodeada de la neblina de desilusión. De verdad, el corazón duele, y duele mucho.
Takotsubo, dijeron los doctores japoneses, para ponerle nombre a ese estado que ha permanecido con el ser humano desde que éste apareció en el teatro del mundo.
Corazón roto, le llamó el primer enamorado cuando no se concrertó su amor temprano, o quizá cuando su último afecto fue arruinado o robado por el tiempo.
Los poetas pueden dar un poco de consuelo a quien sufre de este mal. A veces el dolor compartido, comprendido, es menos dañino. A veces.
Sin embargo, un corazón roto deja un hueco que se lleva muy adentro, y que tiene el contorno de la persona amada. Ese hueco jamás se vuelve a llenar del todo.
No hay solución, se aprende a vivir con ello —aunque de algún modo seguirá lastimando— o nos consume hasta llevarnos a nuestra tumba, tarde o temprano, pero eso es la vida, siempre se muere de algo. No hay más.
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