Arrojando la lata de veneno para ratas y el bote de coca cola, pensó que ninguno de los dos era la solución, o el medio, para llevar a cabo el objetivo final de sus tendencias suicidas. Tampoco lo eran arrojarse al océano ni a la autopista, ni acostarse en las vías del tren. Estaba convencido de que sólo necesitaba estar enamorado. Cosa de dos segundos tras verla y de un año de tratarla para tener la certeza de que ella era la forma en que se suicidaría. Flores, promesas, peleas y reconciliaciones. Luchas de poder y alegrías. Cada día apresuraba su muerte y ni cuenta se dio del momento en que murió. Siguió respirando, siguió siendo visto por todos, pero ya estaba muerto. Hasta que casi no había flores, ni promesas ni reconciliaciones. Había ganado la indiferencia. Compromisos, sonrisas tatuadas en sus rostros, hijos. Él seguía muerto. Ella también lo estaba, y a pesar de todo ambos se convencieron de que todo era normal y que por eso todo estaba bien. En algún momento llegó la religión. Pero no emularon a Lázaro. Pasaron los años y ellos se negaban el arrepentimiento, aunque a ambos les dolían sus almas muertas. Poco después los dos murieron por segunda vez, pero ahora les tocó esa muerte en la que uno deja de respirar y de ser visto por los demás. Ya nunca se supo nada de ellos, y a nadie le importó eso.
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