Parte I
De la exposición del problema en el interior de un templo.
Eran las 5:30 de la mañana; por lo menos así lo indicaba el siempre puntual reloj de pared con carátula del Sagrado Corazón de Jesús ubicado en el estrecho pasillo de la vieja casita. El peculiar instrumento de medición cronológica del pasillo estaba siempre en perfecta sincronía con el reloj del comedor, en cuya carátula se podía apreciar una barata reproducción de la última cena (iluminada con colores tan brillantes como chillones, baste mencionar el insultante color verde neón de las ropas del apóstol Juan o el amarillo huevo de los cabellos de Pedro); reloj que a su vez estaba sincronizado con aquel de carátula decorada con la Oración de los Olivos, que se hallaba colgado en una pared de la recámara naftalinicamente perfumada, justo al lado de una estampa-mini póster del Arcángel san Miguel.
La paz del pasillo principal, que de manera permanente olía a una mezcla de incienso y cera de velas consumiéndose, fue repentinamente interrumpida por un enjuto y encorvado cuerpo envuelto en ropas negras que pasó zumbando como abeja humana. Aquel oscuro cuerpecillo fugaz, que a su paso iba dejando un olor a humanidad rancia, aderezado con aroma de madera de banca de templo antiguo, era delicadamente iluminado por los destellos de las múltiples veladoras y lámparas votivas que permanecían encendidas las 24 horas del día, para honrar a algún santo o alguna imagen sagrada de las miles que literalmente tapizaban la pequeña casa.
“Santa Virgen de la Olvidada Bzzz, Bzzz, Bzzz...”, decía el zumbido salido de una boca de arrugados labios pertenecientes a Gaudencia López, nombre con el que había sido bautizada la poseedora terrenal del encorvado cuerpecillo oscuro.
Gaudencia, había nacido en un, ya lejano, 30 de agosto, razón por la cual tuvo la desgracia de arrastrar consigo ese pintoresco nombre por el resto de su vida; pero debido al respeto y cariño que le profesaban quienes la conocían (además de lo molesta que se ponía la anciana cuando la llamaban por su verdadero nombre), era conocida simplemente como Doña Lope.
“Torre de Marfil, Bzz, Bzz, Bzz...” zumbaba la anciana mientras buscaba las veladoras que se hubiesen extinguido completamente, para sustituirlas por unas nuevas cuya vida funcional comenzaba de inmediato. La automática letanía de la mujer sólo era interrumpida cuando sus fruncidos labios soplaban para apagar cada fósforo utilizado durante su dedicada tarea o cuando, en medio de sus oraciones, maldecía a alguna persona que no le simpatizaba y cuyo recuerdo la sorprendía en medio de su rezo.
Tras el cambio de las veladoras y decir el último amén en el interior de su vivienda, la devota señorita añeja se envolvió en un chal de estambre negro, tomó uno de sus rosarios misioneros (esos que son multicolores, de un color por continente) y salió a la calle para tomar el rumbo acostumbrado.
“Buenos días Doña Lope”, le gritó el vendedor de tamales que se dirigía a ofrecer sus productos a las afueras de un gran edificio de oficinas donde laboraban numerosas hordas de empleados hambrientos (edificio en el que no faltaba el empleado de voluminoso abdomen que se echaba la corbata a sus espaldas - a manera de bufanda - para comer sus dos tortas de tamal y su atole salvaguardando la limpieza de su corbata de seda comprada en el mercado negro).
“Santa Lucrecia martir, Bzz, Bzz, Bzz…”, respondió la negra figura apenas dirigiéndole la mirada al cortés tamalero y pensando: “Condenado viejo libidinoso, siempre mirándome con sus ojos lujuriosos”.
El vendedor siguió su marcha, sin sorprenderse por la aparente falta de atención a su saludo y sin poder evitar la comparación del rostro de Doña Lope con el de una iguana desfigurada. Esta escena se repetía todos los días a la misma hora, excepto los fines de semana y durante las vacaciones de Semana Santa en que el buen tamalero acostumbraba llevar a toda su familia (que incluía a su esposa, sus ocho hijos, su abuelita, sus cuatro tías solteronas admiradoras de Pedro Infante, su suegra y su madre) a las bullentes playas de Acapulco.
Las campanas del templo comenzaron a repiquetear a las 5:55, invitando a los feligreses a la Misa de seis. Ya para ese momento, Doña Lope se encontraba sentada cómodamente en su banca de costumbre dentro del templo, zumbando y zumbando con la dura mirada fija al altar (muy cerca de una de las bocinas amarradas a las columnas del interior del templo, para así poder escuchar mejor lo que decía el ‘padrecito’).
Poco a poco fueron llegando al templo otras devotas mujeres que, con Doña Lope, acostumbraban asistir a tan temprana ceremonia religiosa. Claro que no podía faltar el buen Justiniano, un encorvado viejecito que una vez terminados los oficios religiosos gustaba de contar los repetidos pasajes de su vida al incauto que cometía el error de prestarle una mínima cantidad de atención. Las pícaras anécdotas de Justiniano culminaban siempre con la frase: "Yo fui como el diablo, pero 'ora ya estoy cerquita de Dios".
Un minuto antes que diera inicio la ceremonia, Dolores Robledo, mujer de unos treinta y tres años de edad, se le acercó respetuosamente a Doña Lope para susurrarle con una preocupación poco disimulada y nada contenida:
“¡Ay Doña Lope, necesito hablar con usted, estoy en un verdadero apuro!”
“Estrella de David,...”, rezaba la anciana y, visiblemente molesta por la interrupción, le respondió con autoridad severa a la apurada mujer: “cuando termine la misa vemos lo que te pasa Dolores”.
Dolores tomó asiento junto a Doña Lope, mientras el sacerdote hizo acto de aparición. El oficio religioso transcurrió sin novedad, terminando exactamente 30 minutos después de haber comenzado; el fin de la ceremonia marcó el inicio a una nerviosa palpitación en el corazón de Dolores; originada por ese temor que muchos experimentamos al encontrarnos frente a frente con un ser que creemos superior.
“Ahora sí mujer”, gritó la anciana, tal y como si se hallase en medio de un mercado abarrotado donde fuese necesario alzar exageradamente la voz debido al bullicio, mientras volteaba su canosa cabeza y comenzaba a clavar su estricta mirada en el rostro de Dolores: “dime qué te pasa”.
Algunas mujeres que se encontraban realizando oraciones personales dentro del templo fingieron no inmutarse ante el poco respeto que la añeja ‘santa’ les mostraba y continuaron orando (o por lo menos lo trataron de hacer), pero la mayoría de ellas interrumpió su labor divina y decidió para oreja a las palabras de la popular Doña Lope.
“Mi marido me engaña Doña Lope, mi marido tiene otra mujer”, comenzó a decir Dolores en voz baja, tratando de ahogar el llanto y haciendo cómicas gesticulaciones debido a su sobrehumano esfuerzo por contenerse.
“Te lo advertí mujer”, vociferó la vieja con rabiosa furia, “te dije que teníamos que bendecir tu casa y tú no me hiciste caso, 'ora ve lo que te buscaste. 'Ora ve lo que te pasa...”
“Sí, Sí, lo sé. Le pido perdón Doña Lope”, lloraba Dolores, “pero es que mi esposo me dijo que no quiere que usted...”, se interrumpió descubriendo demasiado tarde lo que sus palabras producirían en la vieja, “... no quiere que usted ponga ni un pie en mi casa; todo desde esa vez que usted le dijo tantas cosas feas...”.
“¡Ay condenado! Serán para él cosas feas, pero son ciertas. Yo siempre he sabido que tu marido es débil ante las enseñanzas de nuestra madre Iglesia y que prefiere los caminos de Satanás en vez de nuestro camino recto. A ver, ¿por qué a pesar de que lo regañé tantas veces el muy tarugo no arrancó las fotos de todas esas viejas encueradas que tiene por todas las paredes de su mugroso taller? ¿Eh? Es un cochino, puerco que nomás piensa en ‘eso’... Pero bueno, él está perdido y no tiene perdón de la Iglesia, pero tú debiste hacerme caso y dejar que sacara los demonios de tu casa desde antes de que esto te pasara”.
“La verdá tuve miedo a que me pegara mi marido nomás si se enteraba que usted había ido a mi casa...”, decía Dolores sin intentar contener ya sus lágrimas.
“Te lo dije, te lo dije Dolores. 'Ora que el muy sinvergüenza ya anda con otra mujer ya me haces caso y vienes a buscarme ¿verdá?”, enfatizó a todo pulmón la anciana como para asegurarse de ser escuchada hasta en el último rincón del templo.
“Sí, sí. Perdóneme, ¿'ora qué hago?”, imploró Dolores frotándose desesperadamente las manos (que por cierto olían a blanqueador de ropa).
“Tengo que ir a tu casa, porque el diablo ya vive allí, yo lo sé. Con el poder de la Virgen tengo que sacar al diablo de tu casa y que se regrese a su infierno. Pero, ¿verdá que yo tenía razón Dolores?”
“Sí es verdá Doña Lope, es verdá... ¿cuándo puede ir a mi casa?”, imploraba Dolores.
“'Orita mismo mujer. Cuando el diablo anda haciendo de las suyas es mejor hacer las cosas de prisa”.
En ese momento Francisco, el sacerdote titular de esa parroquia, se acercó a la anciana para pedirle que bajara el tono de su voz por respeto a los demás asistentes...
“¡Déjame en paz Francisco!”, le respondió la anciana mientras con la ayuda de Dolores se ponía de pie, “a veces pienso que si tú te dedicaras a hacer todo lo que debes de hacer, yo podría tener más tiempo para mi devoción y no me estaría metiendo en estas cosas que son tu deber”.
“Dolores, te aconsejo que te andes con cuidado con Lope...”, dijo el sacerdote un poco preocupado, pues sabía de sobra que seguir hablando con la anciana era tan efectivo como discutir cualquier tema con un burócrata.
“No le hagas caso a Francisco, mujer”, dijo enfadada la anciana jalando de la manga a Dolores, “vámonos ya”.
Y de esta manera, tras llenar con agua bendita un bote plástico que se encontraron abandonado en la oficina de la parroquia, ambas mujeres se retiraron del templo. Mientras tanto, en el atrio, Justiniano relataba a un barrendero su historia de todo lo que, en sus tiempos, se podía hacer para mantener a una esposa y tres amantes al mismo tiempo.
Fin de la Parte I
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