El peluquero afónico, que siempre quiso ser un delgado cantante de óperas místicas, barría los escasos cabellos que el calvo sin un clavo había dejado olvidados detrás de los olivos en un monte, mientras era observado por los pétreamente piadosos ojos de la Virgen de la Perversión, la cual desde su balcón se balanceaba en espera de que llegara la noche para comenzar su labor. Ella en el fondo era buena y se había iniciado en su profesión profiriendo que sólo lo hacía para no ser pobre y prefiriendo los clientes que la hacían olvidarse del dinero. Después se convenció que ejercía por mero amor al arte, aunque esto nunca lo aceptó del todo. El dinero era un vil pretexto, se arrepentía, sin embargo, de no haberles cobrado al primo que la inició y al novio con el que perdió tres años de su vida. Lo que siempre me llamó la atención de ella era que, a pesar de su experiencia y fama bien ganada, tenía intacto su orgullo de doncella. Por eso de cariño se le llamaba Virgen. Pero no hablemos de dinero ni de orgullos, y tampoco de fantasías, porque eso hoy me pone triste. Mejor imaginemos un poco que en el mundo hay justicia y que somos lo que siempre soñamos de niños. Que la verdad que exigimos no nos molesta y que coincidimos en que la ambición desmedida no es buena para nadie. Mejor despertemos o desesperaremos. Aún no era de noche y yo ya estaba soñando. Me hubiera gustado escribir que desde que soy indolente ya no tengo nada qué decir. El sonrosado cura venerealmente enfermo llegó a la peluquería y pidió cortésmente que se le hiciera el mismo corte de siempre. De reojo miró a la Virgen en el balcón y con pena recordó que ella se negaba a servirle, sin importar las ofrendas que él le hace. Aún no era de noche y todos, excepto el peluquero afónico, esperábamos que la luna impusiera su luminosa soledad en el reino de la oscuridad.
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