Todo fue gradual como una buena novela, como un aprecio bien cimentado, como el cambio de los colores del cielo al amanecer o al ocaso. El asunto inició en el momento preciso en que se abrió la puerta de mi habitación a las 3 de una madrugada, ahora algo lejana, que resultó ser la primera de muchas.
Las tres de la madrugada, esa hora fresca o fría en la que mucha gente tiende a morir y a veces gusta aparecer después de muerta, para desaparecer cuando canta el gallo.
Yo vivo solo. Desde hace décadas nadie tiene llaves, ni acceso, al interior de mi vivienda, por lo que nada ni nadie pudo abrir esa puerta, es decir, ni el viento, ni una persona cercana, ni un animal. Vivo literalmente solo. La puerta simplemente se abrió. Yo desperté de inmediato, pues mi sueño siempre ha sido frágil como un cristal.
Me levanté a revisar la cerradura de la puerta, esta funcionaba sin ningún problema; revisé las ventanas y comprobé que no había nada ni nadie que pudiera haber abierto esa puerta. La cerré de nuevo, cuidadosamente, asegurándome de que quedara bien cerrada. Regresé a la cama y reanudé mi sueño, verificando que nunca es posible retomar un sueño en el punto que se interrumpió.
La siguiente noche, a la misma hora maldita, de muerte y ánimas, me desperté al percibir un aroma extraño. Era un perfume floral, suave y dulce, que no me pareció familiar en absoluto, y no rememoré a ninguna persona que oliera así. Desperté un poco alarmado porque ese aroma significaba que había alguien más en mi habitación. Me levanté para encender la luz. Y no había nada extraño, ninguna presencia visible, nada fuera de lugar. La puerta estaba bien cerrada. El perfume fue desapareciendo conforme yo fui despertando más. Regresé a la cama y comprobé de nuevo que es imposible retomar un sueño en el punto que lo dejamos al despertar.
Cosas similares me sucedieron desde entonces, noche tras noche a lo largo de muchas lunas y cielos nublados, siempre en mi habitación, siempre a la misma hora, siempre un acontecimiento diferente que me despertaba y que hacía que yo me levantara. En esas muchas noches jamás vi nada, jamás un cartero en bicicleta a los pies de mi cama, tampoco aves raras, aunque sí escuché en una ocasión un grito que sonaba a graznido; en otra ocasión fui despertado por un fuerte aleteo sobre mi cama.
Esta mañana, encontré en un cajón una libreta vieja que por años me sirvió de directorio y agenda. En ella están anotados nombres, direcciones y números telefónicos de todas las personas conocidas mías con las que tuve algún tipo de relación cotidiana. De súbito descubrí que esa libreta es realmente un Libro de los Muertos, pues toda la gente allí anotada ha fallecido. Comprendí que yo he vivido demasiado. A la noche me fui a la cama con esa idea, que me acompañó toda la jornada.
Caí en un sueño profundo sin trabajo alguno, hasta que me despertó la sensación de un frío intenso, como el aliento de una caverna tan oscura como el interior de un cañón. Miré el reloj, eran las 3 de la madrugada (si hubiera sido otra hora me hubiese sorprendido, pero ya me lo esperaba). Y como si fuera cualquier cosa, supe que esta sería mi última despertada.
Me levanté, encendí la luz, tomé mi bolígrafo y libreta de escritos, y escribí todo esto. Las 3 de la madrugada es la hora en que muere mucha gente, ahora lo sé de primera mano.
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