lunes, 2 de junio de 2008

Como Cuauhtémoc (sin tesoro)

Medio día, el sol, cumpliendo su trabajo, en su máximo candor; perfecto para el duelo en el viejo Oeste o para que se insole Van Gogh. Pero aquí es la playa. Gente adinerada, gente de moda, gente en desmanes y gays que sacan a sus perritos a conocer el mar. Después de caminar lo que serían treinta calles en la orilla del mar, dejando que el agua refresque mis pies, llegó un momento para el reposo. Me senté mirando al mar y a las muchas, muchísimas personas que no le tienen miedo y saben nadar. No las contemplo por mucho tiempo, tomo mi mochila y emprendo el regreso, descalzo hasta llegar a una banca en el andador, como acostumbro, para calzarme y vestirme. La arena seca está en verdad caliente, me siento un faquir principiante, es soportable, sigo adelante. Llego hasta los siete escalones de madera donde inicia el andador, cinco pasos después de éstos está la banca, cubierta por un techito, fresca y sin ser tocada por el sol. La madera está mucho más caliente que la arena, al principio no lo siento, pero al quinto escalón… “¡ay, …ta, yay, pu…, iiii, …dre, fhhh, chin…, ahhhhh, ma…, auuuu, …gada, ufff, …da, fssss, mier…!” Cada paso siento mis plantas de los pies arder, un suplicio, Cuauhtémoc sin tesoro y sin un Cortés descortés que me ayude ni que me perjudique, obviamente para esto me basto solo. No me atrevo a mirar mis pies, capaz que hasta sale humo de lo abrasados que deben estar y yo con el hambre que tengo, no quiero verme tentado a comer mis propios pies. Que dolor… “¡ay, …ta, yay, pu…, iiii, …dre, fhhh, chin…, ahhhhh, ma…, auuuu, …gada, ufff, …da, fssss, mier…!” Un paso más y listo, estoy en la banca, donde están una señora, reprendiendo a sus dos hijos, una niña como de seis años y un bebé que al verme me dice: “¡papá!” La señora interrumpe su regaño y desmiente de inmediato al niño, mientras su hija me mira inquisidoramente, seguro trata de explicarse a que se debe el dolor que se dibuja en mi rostro. Tan pronto me siento, miro mis pies, rojo carmesí, tono del color de labios de la mejor vampiresa de la época dorada del cine. La niña entiende ahora el porqué. De inmediato, por mi mismo camino recorrido, se aproxima un hombre descalzo que, como yo, parece decir: “¡ay, …ta, yay, pu…, iiii, …dre, fhhh, chin…, ahhhhh, ma…, auuuu, …gada, ufff, …da, fssss, mier…!” Viene cargando una sombrilla multicolor, una hielera y dos salvavidas. Al llegar a la sombra el bebé le dice: “¡papá!” En esta ocasión la madre no corrige, sino que reafirma la palabra del pequeño. El tipo se sienta en el espacio libre de la banca y se mira los pies, quienes compiten en rojura con los míos. La señora le dice al esposo: “te dije que trajeras chancletas”, ella tan orgullosa de tener la razón y usando el purgante tono de ‘te lo advertí’, que todos odiamos pero que, a pesar de ello, usamos con frecuencia, aún sin querer. Él la mira en silencio, pero su mirada dice más de mil palabras que están en el rango que va del ‘¡idiota!’ al ‘¿por qué no te metes las palabras por…?’ La señora, sin sentirse ni un poquito mal por la mirada de su marido, voltea a ver a su bebé, al que intenta vestir y le dice: “por favor, quieto, quieto, ¿es que nunca puedes estar un momento en paz?” Sin tomar aire le dice a la niña: “ponte al sol para que se seque tu bikini”, para luego dirigirse al marido: “siempre quieres ignorarme, te dije que trajeras tus chancletas [ahora al bebé] ya no te muevas tanto, ¿puedes estarte quieto? [a la niña] al sol, al sol, así nunca se te va a secar el bikini luego llegas al coche y lo mojas todo”. La mujer me mira de reojo, y al darse cuenta que no me puede decir nada porque no soy de su familia la toma de nuevo con el marido: “siempre es lo mismo contigo, nunca me haces caso, no te hubieras quemado los pies si hubieras traído tus chancletas [aquí aprovecha para mirarme y hacerme sentir también idiota], bien te lo dije en la mañana antes de que empacaras, pero no, jamás me haces caso, eso desde siempre, desde antes de casarnos, desde que éramos novios [al bebé] por favor ya deja de moverte, así no te puedo vestir [a la niña] pero bien al sol, ¿cómo crees que se te va a secar si no te vas al sol? [al esposo] ¿te arden mucho? ¿quieres crema? No te muevas sí ahí quédate hubieras traído tus chancletas…” Yo ya he terminado de ponerme mi camiseta, mi pantalón y mis zapatos, me alejo de allí maravillado de que una persona pueda hablar tanto sin darse un respiro y mirando de reojo la mirada resignada de la hija y del marido. Me alejo, sin emitir ningún juicio, caminando como el viejo John Wayne.

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