Tren de Praga a Hamburgo. Alguien aborda pensando en la persona que ha dejado atrás y también piensa en el reencuentro que tiene por delante; en lo que ha sucedido mal y en lo que pudo prevenirse, en lo que se echará a perder aunque se tomen todas las precauciones y en lo que resultará exitoso sin hacer siquiera un movimiento. Hay cosas que uno no puede cambiar, parece ser cierto que el destino existe. “Así está escrito y así será”, dicen que decía un Faraón. Vagón de pasajeros, en el centro ocho asientos, cuatro miran de frente a otros cuatro, divididos por un pasillo. Imagen de la ficha de dominó del doble cuatro si lo miras desde arriba, como si fueras un arcángel que por rebeldía incontrolable se cae del cielo. Los ocho pasajeros: un chino casi centenario, prueba de la vieja medicina natural y de sus milagros, piel apergaminada que ya ha dado el primer paso en el proceso de la momificación. Pasos lentos similares a los de un juguete no articulado manipulado por un niño imaginativo. El chino de milenaria apariencia es acompañado por su esposa, un poco menos anciana que él, pero muy ansiosa de que esté todo bien. Ninguno de ellos habla alemán ni inglés. Para las traducciones va con ellos su hijo, joven para sus padres, añejo para el resto del mundo. Todo es relativo y cada cosa tiene al menos dos puntos de vista. El hijo chino se ve ya bastante occidentalizado. La familia china viaja para cumplir la ilusión del padre: conocer Berlín antes de morir. Al otro lado del pasillo, en los otros cuatro asientos que tienen a dos parejas de frente, paralelos a los chinos, viaja un ciego con un perro, que le muestra los caminos, lazarillo quizás nacido en una tormenta, el hombre no ve nada en absoluto, ciego como quisiéramos que la justicia fuera. Al lado del hombre con su can, iba una muda, silenciosa tal y como quisiéramos que los impertinentes fueran, una mujer maquillada en exceso, quizás pensando que tanto maquillaje le daría las expresiones que le fueron negadas con las palabras habladas. Marcel Marceau y Max Factor combinados. La vida puede ser en realidad un teatro. El ciego y la muda eran una pareja, románticamente relacionada, que por sus condiciones físicas podrían llevar una relación carente de discusiones y violencias psicológicas. Los acompañaba una mujer, especie de guía, que hablaba hasta por los codos y que traducía verbalmente los gestos y señales constantes de la muda a una tercera mujer que acompañaba al trío recién descrito. Del otro lado, con los chinos, completando el cuarteto de asientos, iba un octavo pasajero, solitario, perdido en sus pensamientos, en despedidas y reencuentros. Ninguna relación con los otro siete, sólo el complemento del cuadro. Un incompleto que viajaba solo. El chino centenario tuvo de repente hambre y su hijo, como por arte de magia, sacó una manzana. Sin gusano ni tentación; nada de sabiduría relacionada. El viejo más viejo devoró la fruta presumiendo que su dentadura estaba entera y era fuerte. Su esposa lo vio comer la manzana hasta que la venció el sueño, compañero constante en las horas del día cuando se tienen mucho años, y se fue mentalmente del tren a un país donde todos podemos volar y hasta reencontrarnos con gente que no está. Al otro lado del pasillo, los otros cuatro conversaban sin descanso, hasta que a la muda le dolieron las manos. La parlanchina dejo de traducir las señales de la mujer maquillada, para expresar ansiosamente sus propias ideas. Mencionaba algo como que la mejor manera de decir NO a un pretendiente insistente es: “mejor seamos amigos”, pues así aparentemente no se pierde todo. Los verdaderos diluvios se acaban tras cuarenta días, y las amistades irreales pueden durar quizás lo que dos diluvios antes de que se les caiga el disfraz.. El octavo pasajero ya no pensaba, tocaba “el tema de Lara” en una cajita de música, había concluido que hay pocas mujeres realmente libres, pues la mayoría cuando no están atadas a sus sueños, están bien amarradas a sus pesadillas. Fue la muda la primera que descubrió que había llegado la muerte en el funesto viaje. Sucedió aproximadamente 43 minutos antes de que llegaran todos a Berlín. La muda vio cómo el rostro del chino mostró un intenso dolor, pero fue un gesto tan rápido, que hubiera pasado inadvertido para alguien que no estuviera enamorado o para alguien que no fuera un mudo acostumbrado a ver el mínimo movimiento en la cara de la gente. Tras el dolor, el chino pareció quedarse dormido. La muda miró más fijamente, y desde su asiento notó que el chino no respiraba. Ella empezó a manotear para indicarle a sus compañeros que un hombre acababa de morir allí mismo, que dormía lo que se conoce como el sueño eterno, ese que algunos insisten que será interrumpido por el Juicio final, quitándole su cualidad de eternidad. El ciego percibió el manoteo, pero sólo sentía indescifrables movimientos urgentes. La parlanchina no prestaba atención a la muda, pues estaba reconcentrada exponiendo sus ideas a su otra compañera, por eso tardó un poco en notar las señales desesperadas; pero tan pronto descifró el mensaje gritó y pidió que llegaran los empleados del tren, pues un hombre acababa de morir. Hay despedidas que sin saberlo son definitivas, y reencuentros que, aunque planeados, jamás se dan; es por eso que no es bueno elaborar un plan. Entonces en el vagón hubo un ajetreo digno del mejor carnaval, sin disfraces ni confeti, pero sí con algunas máscaras, naturales. Donde hay personas siempre habrá máscaras, es un hecho. El que sea sincero totalmente que sea la onda de un David sin miedo y arroje piedras a la cabeza de un enemigo mortal. La esposa china despertó desconcertada en este concierto sin ton ni son. Al final los empleados del tren retiraron eficazmente el cadáver del vagón, para que empezara el proceso de los muertos enterrando a sus muertos. Al poco tiempo el tren llegó a Berlín y descendieron los siete pasajeros, ningún enano, y se apearon todos ellos, pues ninguno iba a Hamburgo. El pasajero finado por obvias razones no descendió por su propio pie. Fue en la estación donde encontraron a una persona que hablara chino para que pudiera explicar al anciano nonagenario, o quizás centenario, un ciclo de un siglo en las velitas de su probable pastel de Ginseng, o de Gin Zen, para que le explicara a él y a su mujer, que el hijo de ambos había muerto de un fulminante ataque al corazón, posiblemente debilitado por la química medicina occidental o por las ajenas hamburguesas rápidas de cadena extranjera. El viejo más viejo conoció Berlín con su esposa, pero no de la manera que hubieran querido.
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