En un sucio mercado del pulcro Singapur. En el área de comidas. El aire olía a frituras mezcladas con otros alimentos. Ante una de las muchas mesas de plástico había un viejo. A pesar de su piel, ahora arrugada, llena de pliegos y colgante como el puente primitivo, uno podía notar que ese hombre de canos cabellos, amarillenta piel y ojos rasgados fue un atleta en su juventud. Es muy probable que en la actualidad hiciera ejercicio todos los días, para mantenerse “en forma” y ser de esas raras personas que parecen querer morir de salud. El hombre miraba hacia ese lejano punto en el que no se puede ver más que lo que uno piensa muy dentro de la mente. En intensa desesperación esperaba. Le preocupaba mucho que lo plantaran, eso se notaba claramente en sus facciones, que se iluminaron como si les diera el sol cuando llegó a su lado una joven que lo besó en la mejilla, más por compromiso que por cariño. Ella se sentó al lado del viejo atleta. Éste estaba tan feliz que de ser un silencioso en espera, pasó a ser un parlanchín acompañado, tan feliz que no notaba el tedio en la cara de la joven. Tras un largo monólogo, el viejo le hacia preguntas que ella contestaba con seca brevedad o con rápidos sonidos guturales. El viejo empezó a notar lo obvio: la chica no compartía su felicidad y entusiasmo por el encuentro, y como pensando que esto la animaría, sacó de una mochila un viejo álbum de fotos. La joven miró al cielo como si rogara por paciencia y se puso a ver las amarillentas fotos de las viejas glorias fisicoculturistas de su anciano padre, pues eso es lo que el viejo era. El hombre le contaba la historia de cada foto, pero al llegar como a la mitad del álbum la chica se puso de pie súbitamente, le dijo algo a su padre, señaló los puestos de comida y luego desapareció entre ellos mientras el hombre sonreía con ternura. El viejo se quedó sólo de nuevo, esperando. Volvió a colocar su mirada en el infinito mientras con una de sus temblorosas manos se acariciaba un brazo, mecánicamente, perdidamente; esperando a su hija. Tras veinte minutos el viejo decidió volver de sus lejanos pensamientos y se puso a mirar las fotos que había enseñado a la chica. Vio dos veces todas las fotos del álbum. Transcurrieron así cuarenta minutos más. La chica seguramente no iba a regresar con comida. Dándose cuenta que a uno lo pueden dejar plantado aunque asista la persona que uno espera, el atleta amarillo guardó el álbum en su mochila y con una lágrima corriendo por su mejilla izquierda se alejó de allí.
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