De la pasividad que finge interés, a la indolencia completa, no hay mucha distancia. Uno se engaña tratando de convencerse de que los demás sí importan, pero en el fondo sabemos que son sólo palabras, que no pensamos en los más que en función de nosotros mismos, o por temor a que el mal que a otros aqueja, nos suceda también. Todo se me hizo más claro cuando, durante una misa, cuando pasaron a recolectar las limosnas, me llevé la mano a mi bolsillo para sacar dinero y me di cuenta que todo eso carecía de sentido. De repente fue absurdo estar en ese templo, siendo parte de una ceremonia que comprendía, pero que sentía totalmente vacía. Por ello me levanté de la banca y salí de allí, sin esperar a que culminara el ritual. Más de un piadoso católico, y más de una ferviente anciana me lanzaron miradas fulgurantes que me condenaban al rincón más apestoso del infierno por mi deleznable abandono. Yo sonreí pensando que igual y así se sintió Luzbel cuando lo desterraron, pensando: “Éste es sólo un asunto entre Dios y yo”. Salí del templo y miré al cielo, todo era de un tono triste y plomizo, respirándose una brisa que presagiaba tormenta. Miré hacia atrás y no me convertí en estatua de sal. Lo único que percibí fueron algunas miradas de los fieles, algunos ojos seguían lanzando mudos deseos condenatorios contra mí, y otros con cierto tinte de envidia por mi salida. En ese momento no sólo sonreí, sino que emití una sonora carcajada que me fue imposible reprimir. Del cielo surgió un rayo tan repentino como el amor verdadero. El estúpido fenómeno meteorológico no encontró mejor lugar dónde posarse que en mi persona. Fui víctima de toda su natural descarga. Sé que éstas son las últimas reflexiones que haré en mi vida, aquí mientras adolorido me carbonizo en el atrio. Me largo de este mundo, lleno de rabia, pues esta bola de beatos van a pensar que este accidente fue un castigo divino. ¡Pobres idiotas!
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