Doce horas seguidas de dormir, sin soñar. Como un tronco, como una piedra que no rueda, que a lo más sólo gira sobre su propio eje. Doce horas en apariencia improductivas. Despertar con un mareo por el exceso de descanso y los ojos hinchados como ligeramente golpeados por el campeón de los pesos más pesados. Moverse se siente al principio difícil, como si por una amnesia uno hubiese olvidado la manera de hacerlo, pero poco a poco se aplica la de Galileo (“y sin embargo…”). Doce horas de olvido, fuera de este mundo de amarguras y maravillas, de horripilancia y belleza, de fanatismo e indiferencia. Ausente, estando allí, ajeno a todo. Y al despertar, lejos de sentir la frescura y la energía recuperadas, sólo queda un gran cansancio por haber dormido tanto. Que ironía.
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