Hace quince cuadras que dejaste el último McDonald’s (léase: baños públicos en los que no es necesario pagar) y comienzas a sentir el reclamo de la vejiga. “Te lo dije, tomaste demasiada agua, sopa y café”. ¿Cuánto falta para la gran avenida (Corrientes)? Miras el mapa y son exactamente seis cuadras. Por tu mente cruza raudo el pensamiento de “¿qué pasaría si me orino en la pública vía?” Detrás de un árbol, y si te atrapa la policía les dirás que eres un zoólogo que estudia la confusión canina a través de marcas territoriales. (¡Carajo con el pinche vaso caliente!) Pasas por un taller y piensas si les pedirás permiso de deshidratarte un poco en su baño. La pena gana a las ganas, y sigues adelante una cuadra más. La vejiga apremia con su castigo. “Ya casi, ya casi”, te dices autoengañándote de lo lindo. La mano es más rápida que los ojos, y la mente es poderosa, pero descubres que en poder pocos vencen a la vejiga. Resistes. (¡Vaya!, ya le pude dar el primer trago a este café hirviente, aunque me sigo quemando los dedos… Hmm ya me comí dos medias lunas) El frío viene tan inclemente como vino en la mañana, un frío brutal, y dicen que es primavera. Corrientes está a una sola cuadra, ya verás que ahí hay un McDonald’s, sólo que ojalá no esté muy lejos de la calle por donde vienes (Thames). Pasa una chica admirable, pero no hay tiempo ni siquiera para mirarla. Prisa, prisa. ¡Por fin! Corrientes. Hay un café-bar en esta misma esquina. Te asomas y en la avenida ni un McDonald’s a la vista por la izquierda, ni un McDonald’s a la vista por la derecha, bien, decides acercarte al café. Estás a punto de traspasar el umbral del establecimiento, cuando súbitamente ya no tienes ganas de ir al baño. Piensas que esto te otorga tiempo suficiente como para andar a lo largo de corrientes hasta encontrar el Dorado McDonald’s buscado. Empiezas a caminar con rumbo a la dirección que india tu mapa. A la mitad de la cuadra te llama de nuevo la necesidad, sólo que ahora más apremiante que antes. Cruzando la avenida hay un bar y una pizzería, optas por la segunda. Entras y es como viajar en el tiempo, te recuerda uno de esos viejísimos cafés de la Ciudad de México. El mesero y el barman son tan viejos como el lugar. Tomas la única mesa libre cercana a la ventana, la cual está más sucia que tu alma. Ordenas un capuchino (más café) y tres medias lunas. Preguntas en dónde está el baño y en lo que preparan tu café procedes a cumplir prioridades. El baño huele a puro amoniaco, sientes el golpe cuasinoqueador en la nariz. Terminas con la emergencia. Enjuagas tus manos, pero no hay jabón ni papel para secarse. Quisieras seguir adelante pero debes consumir tu café y las medias lunas (que resultan medianamente malas y de lunares, nada). El café está un poco más allá que el punto de hervor, y caliente está también el vaso que lo contiene. Te sientas y en lo que se enfría te pones a escribir lo primero que se te ocurre.
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