miércoles, 30 de abril de 2008
¿La realidad verdadera?
martes, 29 de abril de 2008
Pensamiento cursi sin cursivas
lunes, 28 de abril de 2008
Exilio
viernes, 25 de abril de 2008
Famoso sólo cuando me muera
lunes, 21 de abril de 2008
Intrascendencias mortuorioescatológicas
Jornadas temáticas, como aquel lejano 12 de octubre en Madrid, afuera de la mítica Plaza de las Ventas. A punto estuve de comprar una entrada (aún había en la taquilla), pero mi sentimiento en contra del maltrato a los animales ganó. Después supe que varios toreros fueron cornados ese día. Jornada de cornadas. Hay días de encontrar palomas muertas, días de lagartijas que corren, días de animales arrollados, días de personas grotescas, días de encuentros asombrosos. No sé por qué sucede eso. Ver el mismo día varios ejemplos de una misma cosa. Ignoro si ya lo he comentado antes (es probable). Hoy ha sido uno de los peores: día de recordar difuntos y de mierda humana. Desperté algo tarde y me fui rumbo a la playa. Por allá vi un auto último modelo, con vidrios totalmente polarizados (el colmo de la paranoia, del vouyerismo o de la excesiva autoestima; puede ser una combinación de dos o las tres juntas), en cuyo cristal trasero decía (traduzco literalmente): “En la amante memoria de Alicia Caminante. 1945-2008”. (Dije “literalmente”). Imaginé que el propietario era algún vejete que se benefició con la muerte de su mujer, y que para poder recibir la herencia que ella le dejaba tenía que poner tal leyenda en todo aquello que comprase con el dinero recibido, incluyendo el auto y el papel higiénico. Quizás el viejo iba dentro del auto, paseando por Ocean Drive, con una veinteañera tan exótica como Tongolele y tan ambiciosa como Ricardo III. Pero no caminé yo más de tres metros cuando cambié de teoría. Es probable que en esta parte del mundo se acostumbre recordar con mensajes de este tipo a familiares y seres queridos (que los primeros no siempre son lo segundo) que fallecen. El caso es que, caminando en dirección contraria a la mía, iba una mujer con una playera estampada con la foto de un hombre. No era la imagen de un modelo, cantante ni actor, era el rostro de un fulano anónimo como las ánimas benditas del purgatorio (esas que brincan de dolor un buen rato antes de ser aceptadas en el Cielo); debajo de la foto estaba la siguiente frase (traduzco literalmente de nuevo): “Enrique, te extrañamos”. Me seguí de largo pensando en eso y me metí en un cine. Como a la mitad de la película, las cosas empezaron a oler mal. No era yo, ni era la cinta. Escapando del hedor me cambié de lugar, al otro extremo de la sala. Al terminar la función, salí apresurado para deshidratarme (pues he aprendido a respetar a mi vejiga, que parece a veces regirse por la regla de: “la lejanía al sanitario más cercano es directamente proporcional a la necesidad que tienes de usarlo”). Tras terminar, cuando me lavaba las manos, noté que en la fila de hombres que aguardaban para usar los excusados sin perdón, había un anciano que se miraba la espalda ayudado por el espejo. Tenía manchado de algo color marrón su trasero y la parte baja de su camisa. La hediondez que el viejo despedía, idéntica a la que me hizo cambiar de sitio en la sala, me hizo salir disparado del baño, secando mis manos en mi pantalón. Pensé que los pañales para adultos en este país deben ser más caros que las entradas al cine (de por sí caras) o que el viejo era un cinéfilo de hueso colorado dispuesto a sacrificarlo todo en aras de su afición. Iba por la calle con la tripa revuelta y miré algo que me hizo recordad que Miami no suele ser como Buenos Aires en muchos aspectos, uno de los cuales es que las calles de esta ciudad de Florida no están minadas con excrementos caninos, sin embargo casi piso uno a dos calles del cine. Al llegar a la parada del autobús, me senté en una banca a esperar el proletario transporte, cuando una pareja judía, con un carrito en donde iban sus pequeñas gemelas, se detuvo a mi lado. Con la misma calma que podría mostrar un guatemalteco, marroquí, palestino, francés o chino, para cambiar los pañales sucios de sus hijos, el judío procedió a realizar tal acción con sus pequeñas, quienes al parecer comían lo mismo que el anciano del cine por razones que no detallaré. A diferencia de un mexicano, el judío fue a tirar los pañales sucios de sus hijas en un cesto de basura. Su mujer, con todo y peluca, miró todo el proceso en silencio (igual la religión les prohíbe a las mujeres cambiar pañales en fin de semana). Terminada la faena (donde no hubo orejas y sí, imagino, dos rabos limpios) los judíos siguieron su camino. El autobús no tardó en llegar y a bordo del mismo aprovecho para escribir esta relación de intrascendencias mortuorioescatológicas.
P.D. Canté victoria demasiado temprano. Esa tarde, cuando fui al supermercado a comprar mis alimentos para la semana, me tocó ver en el estacionamiento a una mujer cambiando los pañales batidos de su bebé. Creo que ya hablé demasiado de uno de los temas prohibidos por la humanidad.
jueves, 17 de abril de 2008
La relatividad de lo patético.
Frente a la catedral se encuentra el palacio municipal. Un edificio más moderno que su religiosa vecina, en donde se ubican las oficinas del gobierno local. Allí están las opacas paredes de la fachada -contrastando de forma descolorida con las grises nubes de la mañana, que celosamente impiden cualquier resquicio por donde se pueda asomar el verdadero azul del cielo-, también están allí las desgastadas escaleras que conducen a la gran puerta principal; las gruesas columnas; las baldosas rosadas, la placa conmemorativa y el encorvado Don Joselo, vistiendo la chamarra de cuero negro que siempre utiliza en mañanas tan frías como la de hoy.
El anciano permanece de pie frente al gran edificio y experimenta repentinamente esa extraña sensación que tanto le incomoda: como si los ojos de un ser desconocido e invisible lo observaran detenidamente por un motivo misterioso que bien pudiera ser ociosidad, morbo o simple curiosidad.
Él actúa como suele hacerlo cada que experimenta ese misterioso atentado contra su privacidad: gira su alargada cabeza, apenas cubierta por unos cuantos cabellos blancos -tan escasos como los millonarios bondadosos- y, tras acomodar sus gafas de grueso armazón color durazno, busca a su alrededor sin lograr descubrir al espía invisible. Tras su infructuosa acción, el hombre mete las manos a los bolsillos de su chamarra y se dispone a esperar.
Don Joselo piensa en su único hijo, ese que ni siquiera le habló ayer para felicitarlo por su cumpleaños número 70. “Gnña gni gnpogg engso gnme hangbla”, susurra tristemente para sí el personaje que, debido a un accidente, quedó gangoso de por vida. Recuerda a su hijo, de quien nada ha sabido en 35 años, bien podría hasta estar muerto, como su madre, y el viejo ni por enterado.
Saca su mano derecha del bolsillo de la chamarra y rasca su nuca, justo debajo de uno de esos abscesos de piel que, según parece, pueden ser cancerígenos (“gnña gni gnmodo”, responde él a todo aquel que le menciona tal posibilidad, “gnde algngo hayg gnque gnmogrigse”).
La mente le vuelve a jugar otra mala pasada mostrándole la imagen del cuartucho donde vive. Allí están las cuatro paredes (cada una medirá, cuanto mucho, tres metros de largo), el oloroso camastro perpetuamente desarreglado y las dos camisas y dos pantalones que esperan ser utilizados en el siguiente par de semanas.
Sin aviso alguno, su cerebro cambia la imagen por la de la lápida de su mujer, en la que, debajo el nombre de ella (Margarita Sosa de Pérez) y los años que vivió (1935-1971), se encuentra grabada la frase: ‘Su esposo e hijo la recuerdan’. Se le hace curioso el hecho que recuerde tan bien esa lápida, pues sólo la vio el mero día del sepelio; así como el que justo hoy, esa frase suene tan cierta.
A pesar de sus divagaciones, la incómoda mirada aún lo asola.
El campanario anuncia la media, y los tacones de un par de zapatos baratamente plateados que delatan el presuroso andar de quien los calza. Es una "glamorosa" secretaria que, como muchos otros, dice "trabajar" en las oficinas municipales (por lo menos se sabe que ella se encuentra registrada en la abultada nómina de la dependencia). Don Joselo voltea en dirección a tales pisadas como lo haría un perro ansioso tras identificar la aproximación de su amo.
Su sorpresa es grata tras descubrir que se trata de Meche, la mujer de gruesas piernas, gelatinoso trasero, breve minifalda y escote de cortesana del Rey Sol, cuyas facciones naturales son imposibles de distinguir debido a las gruesas capas de maquillaje que cubren su rostro.
Meche tiene prisa por introducir su tarjeta a tiempo en el reloj checador de la oficina de recepción de rentas, y largarse de allí cuanto antes para regresar puntualmente a las 5 de la tarde a repetir el rito. A ella le encanta ser saludada por los hombres, pero “este viejo, aquí paradote todos los días”, le es verdaderamente repugnante. Por ello, siempre que puede, hace su máximo esfuerzo por esquivarlo. Pero hoy Joselo se encuentra en el punto preciso desde donde le es posible interrumpir el camino de todo aquel que pretenda ingresar al edificio municipal.
“Gngüenos gndías gnpgreciosa”, le dice cortésmente el septuagenario extendiendo caballerosamente su mano derecha a la mujer que ahora se encuentra a poca distancia.
La dama -cuyas partes púbicas son consideradas públicas por el personal masculino de la oficina- le responde con un desdén de sangre azul: “buenos días Joselo, ¿cómo te amaneció?…” Y sin detenerse, ni dirigirle la mirada a su interlocutor, le extiende su mano para responder por puro compromiso el saludo físico. El saludo pretende ser tan escurridizo como una sanguijuela aceitada, pero la pseudosonrisa fingida de Meche se convierte en mueca de incomodidad cuando trata de zafar su diestra del desesperado apretón con el que el anciano la tiene aprisionada, tratando de acercar esos cinco dedos femeninos a sus resecos labios de hombre viejo para regalarles un casto beso.
“Gnmugñeca gnquédagte ugn gratito cognmiggo”, le ruega el viejo a Meche una vez que ésta logra liberar su mano con un jalón enérgico y definitivo.
“No puedo Joselo”, le responde la mujer con sequedad y enfado, “tengo que checar, pero te juro que ‘orita regreso”. Mal acaba de terminar la última palabra cuando entra presurosa al palacio municipal y su imagen se pierde en un largo pasillo por donde va maldiciendo -con términos impropios hasta para un carbonero- a Don Joselo y a la madre que lo parió en una ‘hora maldita’.
El orgullo del viejo resiente el rechazo con amargura y su incomodidad crece al sentir que esa mirada aún lo observa.
“Gnhola gmargtita”, saluda Joselo cuando descubre que junto a él pasa una mujer de aparentes 60 años (quien en realidad no llega ni a 50).
“Hola Joselo”, es la fría respuesta de Martita, la cual mantiene su mandíbula cerrada con una dureza que produce pequeños latidos de sus sienes. Ella también lleva mucha prisa por llegar a checar.
Los demás burócratas comienzan a arribar como carroñeros en parvada (siendo el reloj checador como el cadáver reciente de un burro). Todos tienen la misma intención que las dos mujeres que lograron apersonarse a tiempo. Algunos saludan a Joselo como si fuese parte de su rutina, pero nadie permanece más de 10 segundos con él.
“Don Joselo”, le dice una voz jovial que se aproxima, “usted tan puntual como siempre, aunque ya ni trabaje aquí”. Se trata de Tomás, el actual encargado de la ventanilla de ‘aclaraciones’ -la misma que durante 40 años fue la responsabilidad laboral de nuestro anciano personaje.
Honestamente Tomás no hace ni más ni menos cosas de las que Joselo solía realizar, antes de jubilarse, cuando atendía a la gente que llegaba hasta esa ventanilla para aclarar algún cobro injustificado o para denunciar alguna falla administrativa. Tomás, el viejo y todos los demás trabajadores del Estado que desempeñan trabajos similares en ventanillas similares, se limitan a encogerse de hombros ante cualquier queja llevada hasta su ventanilla y, cuanto mucho, expresan frases de un escuálido vocabulario compuesto por: ‘orita no puedo atenderle’ -nótese la utilización de palabras sexualmente neutras, con el fin de no gastar sus pocas neuronas al tener que cambiar el género a la oración-, ‘la persona encargada no está y es la única que ve estas cosas’ y la escasísima ‘eso es todo’.
“Gnhola gntogmasito”, responde Joselo al saludo de su sucesor laboral y, para retenerlo un poco, le pregunta: “¿gnvio el gnfutgbol agnoche?”
Tomás, conservando la sonrisa saludadora, sólo emite un “ajá” como respuesta y desaparece por el largo pasillo.
Meche aprovechó la distracción que Tomás provocó en el viejo y se escabulló por una puerta lateral. Lleva mucha prisa, pues va a desayunar y luego tiene una cita con un empleado ‘nuevo’ -quien recién entro el lunes pasado a trabajar-, al que le mostrará su bien ganada experiencia en ciertos placeres de la vida.
“¡Ah qué Joselo”, dice un policía de unos 65 años a su antiguo conocido mientras se le aproxima, “tú siempre aquí tan temprano!”
“¿Gnqué gnquieres gnpagquito? ¡Gno gntegngo gnada gqué hagcer!”, responde el aludido con resignación consciente otra vez de la mirada que lo ha atormentado durante esta mañana.
“Nomás me acuerdo que cuando trabajabas no hallabas la forma de largarte de aquí lo más pronto posible. Y mírate ‘ora: te la pasas aquí todos los santos días, parado y tratando de platicar con todos. Te dije que no te jubilaras, pero te ardía el andar de holgazán. Todo para esto… Hasta creo que cuando te mueras (¡que Dios no quiera que sea pronto!) tu alma va a estar penando por aquí por muchos años; nomás por la pura costumbre”, le dijo el policía concluyendo con una carcajada tan sonora como sincera y llevándose a la espalda su oxidada ametralladora fue a ocupar su sitio de guarda en el banco que está cruzando la calle.
Joselo rió, pero muy adentro sintió lo triste de su realidad. Si su mujer viviera… ella ya le habría perdonado todos los golpes e insultos que le propinó, tanto sobrio como borracho, durante su breve matrimonio. De seguro ella tampoco se acordaría de las múltiples infidelidades de Joselo “Gnal gfin ngy al cagbo gtodas las ngviejas con las que engagñé a gnmargarita estagban horrigbles”. A lo mejor lo que más le hubiera costado a ella perdonarle eran las frecuentes golpizas que él le solía propinar al niño (Joselito). Pero sí, el viejo cree sinceramente que su mujer ya le habría perdonado hasta eso. ¿Quién iba imaginar que algún día llegará a extrañar a Margarita?
Pero ella está muerta y Joselito quién sabe en dónde diablos (“Gnmégdigo gndesangradecigdo ngya gni ngpor que gnyo gle gdaba de ngtragar”). A Don Joselo únicamente le queda seguir con el tren de vida que conoce, y ahora esa mirada furtiva lo comprende todo. El viejo está feliz porque sabe que esos ojos ya lo dejarán en paz por siempre. Voltea su alargada cabeza y se encuentra con Martín (el vendedor de tamales), uno de los pocos con los que sostiene verdaderas conversaciones, y ambos comienzan a discutir acerca de lo que debe hacer el presidente de la República para sacar adelante al país.
Mientras Joselo y el tamalero discutían acerca de los fraudes electorales, y los ojos indiscretos miraban al gris del cielo, en el pecho de Joselo nació un agudo dolor, haciendo que el viejo dibujara en su rostro un perfecto rictus de dolor, mientras la cara del tamalero mostró una repentina preocupación.
Joselo sólo dijo “Gngaaay Gncangrajo”, mientras con las manos se oprimía con fuerza el pecho y se desplomó para no volver a levantarse.
El lunes siguiente todos los burócratas comentaban entre sí de lo buena persona que era el viejo Joselo, de lo buen amigo que era de todos y de lo mucho que lo extrañaban. “Mira que venir a morir justo aquí”, decía en su mejor ‘tono sabio’ el policía de 65 años.
Dos semanas después, todos tenían las mismas prisas de siempre para ir a “checar” sus entradas y sus salidas y nadie, nadie salvo en esporádicas borracheras de oficina, volvió jamás a acordarse del viejo Joselo.
jueves, 10 de abril de 2008
Plaza de San Marcos, Venecia
Restaurante italiano en Venecia, el dueño es un ucraniano avariento, las meseras son chinas malhumoradas (una de ellas toma siempre las órdenes aprisa, mirando a cada momento hacia la puerta como si esperara la inminente mirada de algo o de alguien). La hambrienta clientela es variada. Franceses, alemanes, ingleses y un mexicano. De fondo se escucha una canción gringa acerca de un famoso monje ruso. Todo se paga en euros. ¿No es esto lo que se conoce como globalización?
lunes, 7 de abril de 2008
Teoría sobre algo que ahora entiendo
(Basado en una foto que es prueba de lo que digo http://www.flickr.com/photos/mcarmen/2387761415/in/set-72157604389809423/)
viernes, 4 de abril de 2008
Eclipse
No se diga más.