jueves, 10 de abril de 2008

Plaza de San Marcos, Venecia

Restaurante italiano en Venecia, el dueño es un ucraniano avariento, las meseras son chinas malhumoradas (una de ellas toma siempre las órdenes aprisa, mirando a cada momento hacia la puerta como si esperara la inminente mirada de algo o de alguien). La hambrienta clientela es variada. Franceses, alemanes, ingleses y un mexicano. De fondo se escucha una canción gringa acerca de un famoso monje ruso. Todo se paga en euros. ¿No es esto lo que se conoce como globalización?

No soporto las bodas. No es que me molesten, sólo es que no las entiendo. ¿Me crucé con esta boda en la Plaza de San Marcos o ella se cruzó en mi camino? Un séquito nupcial que vino aquí a tomarse una foto (ahora que ya bajó la marea pudieron pisar). Sólo la foto y adiós.

En la mañana el elevadorista de la Torre Campanario (ese hombre es el doble barbado de John Goodman) inicia cansado la jornada. El monótono subir y bajar, una y otra vez, durante todo el día, el elevador de la torre; viendo la expectativa y la emoción de tantos turistas. Realmente debe ser cansado. Al mediodía mis pies están ya cansados de mis vacaciones, demasiados pasos en muy poco tiempo. Pero no protestan, pues son más inteligentes que yo, se saben parte de un todo, y aguantarán mientras aguante lo demás. El sacerdote de la vieja iglesia oficia cansado la misa especial en inglés ante dos fieles ancianas. Lo hace mecánicamente, un Padrenuestro incoloro; está cansado del rito rutinario, sin importar que ahora sea en inglés y no en italiano. Viajo porque eso me permite escapar de lo constante, de lo que me cansa, del yo-yo perpetuo. Ahora sabes por qué estoy aquí, escribiendo algo que quizás pudiera escribir en casa, pero que no sería igual. Y los habitantes venecianos que viajan en el vaporetto, parecen cansados de tanta belleza y de tantos turistas, pero no hay problema mientras todo eso les dé de comer.

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