Jornadas temáticas, como aquel lejano 12 de octubre en Madrid, afuera de la mítica Plaza de las Ventas. A punto estuve de comprar una entrada (aún había en la taquilla), pero mi sentimiento en contra del maltrato a los animales ganó. Después supe que varios toreros fueron cornados ese día. Jornada de cornadas. Hay días de encontrar palomas muertas, días de lagartijas que corren, días de animales arrollados, días de personas grotescas, días de encuentros asombrosos. No sé por qué sucede eso. Ver el mismo día varios ejemplos de una misma cosa. Ignoro si ya lo he comentado antes (es probable). Hoy ha sido uno de los peores: día de recordar difuntos y de mierda humana. Desperté algo tarde y me fui rumbo a la playa. Por allá vi un auto último modelo, con vidrios totalmente polarizados (el colmo de la paranoia, del vouyerismo o de la excesiva autoestima; puede ser una combinación de dos o las tres juntas), en cuyo cristal trasero decía (traduzco literalmente): “En la amante memoria de Alicia Caminante. 1945-2008”. (Dije “literalmente”). Imaginé que el propietario era algún vejete que se benefició con la muerte de su mujer, y que para poder recibir la herencia que ella le dejaba tenía que poner tal leyenda en todo aquello que comprase con el dinero recibido, incluyendo el auto y el papel higiénico. Quizás el viejo iba dentro del auto, paseando por Ocean Drive, con una veinteañera tan exótica como Tongolele y tan ambiciosa como Ricardo III. Pero no caminé yo más de tres metros cuando cambié de teoría. Es probable que en esta parte del mundo se acostumbre recordar con mensajes de este tipo a familiares y seres queridos (que los primeros no siempre son lo segundo) que fallecen. El caso es que, caminando en dirección contraria a la mía, iba una mujer con una playera estampada con la foto de un hombre. No era la imagen de un modelo, cantante ni actor, era el rostro de un fulano anónimo como las ánimas benditas del purgatorio (esas que brincan de dolor un buen rato antes de ser aceptadas en el Cielo); debajo de la foto estaba la siguiente frase (traduzco literalmente de nuevo): “Enrique, te extrañamos”. Me seguí de largo pensando en eso y me metí en un cine. Como a la mitad de la película, las cosas empezaron a oler mal. No era yo, ni era la cinta. Escapando del hedor me cambié de lugar, al otro extremo de la sala. Al terminar la función, salí apresurado para deshidratarme (pues he aprendido a respetar a mi vejiga, que parece a veces regirse por la regla de: “la lejanía al sanitario más cercano es directamente proporcional a la necesidad que tienes de usarlo”). Tras terminar, cuando me lavaba las manos, noté que en la fila de hombres que aguardaban para usar los excusados sin perdón, había un anciano que se miraba la espalda ayudado por el espejo. Tenía manchado de algo color marrón su trasero y la parte baja de su camisa. La hediondez que el viejo despedía, idéntica a la que me hizo cambiar de sitio en la sala, me hizo salir disparado del baño, secando mis manos en mi pantalón. Pensé que los pañales para adultos en este país deben ser más caros que las entradas al cine (de por sí caras) o que el viejo era un cinéfilo de hueso colorado dispuesto a sacrificarlo todo en aras de su afición. Iba por la calle con la tripa revuelta y miré algo que me hizo recordad que Miami no suele ser como Buenos Aires en muchos aspectos, uno de los cuales es que las calles de esta ciudad de Florida no están minadas con excrementos caninos, sin embargo casi piso uno a dos calles del cine. Al llegar a la parada del autobús, me senté en una banca a esperar el proletario transporte, cuando una pareja judía, con un carrito en donde iban sus pequeñas gemelas, se detuvo a mi lado. Con la misma calma que podría mostrar un guatemalteco, marroquí, palestino, francés o chino, para cambiar los pañales sucios de sus hijos, el judío procedió a realizar tal acción con sus pequeñas, quienes al parecer comían lo mismo que el anciano del cine por razones que no detallaré. A diferencia de un mexicano, el judío fue a tirar los pañales sucios de sus hijas en un cesto de basura. Su mujer, con todo y peluca, miró todo el proceso en silencio (igual la religión les prohíbe a las mujeres cambiar pañales en fin de semana). Terminada la faena (donde no hubo orejas y sí, imagino, dos rabos limpios) los judíos siguieron su camino. El autobús no tardó en llegar y a bordo del mismo aprovecho para escribir esta relación de intrascendencias mortuorioescatológicas.
P.D. Canté victoria demasiado temprano. Esa tarde, cuando fui al supermercado a comprar mis alimentos para la semana, me tocó ver en el estacionamiento a una mujer cambiando los pañales batidos de su bebé. Creo que ya hablé demasiado de uno de los temas prohibidos por la humanidad.
1 comentario:
Jajajaja! creo que eso es lo que haré muy pronto mi queridisimo Mau! Tooodo el día cambiar pañales!! jejeje
Saludos y que bueno que sigues escribiendo!.
Pau.
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