Salí de comer, con la barriga llena y el corazón contento, y me dirigía a paso lento y satisfecho a la oficina para trabajar la segunda parte de la jornada, ganarme el pan futuro que sirviera de ofrenda a mi corazón. Caminaba por la calle de siempre. A la altura del salón de belleza que abre temprano en las mañanas para que mujeres jurásicas, casi momificadas, vayan a hacerse sus peinados barrocos rococó pompadour y sentirse vivas y algo coquetas en su senilidad (la esperanza realmente muere al último)… iba a la altura de ese salón cuando un ave, emitiendo una especie de grito guerrero, “¡iarrrrrrraaaack!”, pasó volando junto a mí a gran velocidad, rozando mi cabello. Empecé a suponer que era un pájaro de hormonas alebrestadas, y osadamente idiota, que quería impresionar a una hembra con acrobacias riesgosas, pero antes de que acabara de pensar mi teoría el ave realizó otra acometida. Por cierto, no había otra ave a la vista. El segundo ataque también me rozó la cabellera y fue acompañado de otro grito, “¡iarrrrrrraaaack!”, sólo que fue frontal, o sea, una envestida desnuda en dirección contraria que la primera. Eso no era un accidente, no era una valentonada tampoco, era una ofensa, una experiencia cercana a la película “Los pájaros” de Hitchcock. No me detuve, seguí en mi andar normal, pensé que había llegado el Aaaaapocalipsis (como lo pronunciaba mi maestro de física en la preparatoria cada que quería asustarnos con el infierno) y que Alfred Hitchcock había sido realmente un profeta. Busqué al director de cine por algún lugar, pero no estaba, de hecho ya lleva muerto muchos años. ¿Por qué me atacaba un ave?, ¿tengo yo pinta de espantapájaros? No, imposible por definición, si fuera así no se atrevería a acercárseme y yo no tendría cerebro, ¿verdad Dorothy? El ave me volvió a atacar, por tercera vez, con otro violento roce a mi cabello y su odioso grito de furia irlandesa “¡iarrrrrrraaaack!”. Voltee hacia atrás. Vi al ave de pico largo gritándome “¡iarrrrrrraaaack!, ¡iarrrrrrraaaack!” desde la copa de un árbol borracho de sol. Parecía proteger un nido. Sin duda mi melena, similar a la de un león con resaca dominical, había molestado al ave. Es probable que me haya confundido con un buitre de peluche o con un animal depredador (en el término estricto todos los humanos somos lo último y probablemente por eso nos sintamos los primeros). O bien el pájaro pensó que me había robado su nido y me lo llevaba puesto como gorro cosaco ruso vodkista. Seguí caminando, un poco nervioso, sin acelerar el paso ni perder mi descompuesta compostura, pero el ave decidió que la amenaza había pasado y desistió de sus ataques. Quizás comprobó que su nido estaba en el mismo lugar donde lo había dejado, totalmente seguro, y prefirió ahorrarse la pena de pedirme disculpas. Ahora no sé si cortarme el cabello o andar por las calles con casco. Lo mejor será ya no pasar por ese lugar... “nunca más, nunca más”.
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