sábado, 19 de julio de 2008

Amor espectacular

Puede que pienses que el culpable de todo haya sido el ‘creativo’ de la agencia de publicidad encargado del diseño y realización de la campaña; pues él consideró una buena idea utilizar la imagen de un payaso con uniforme de bombero para anunciar seguros contra incendios. “No es cosa de risa”, era la ‘brillante’ frase de la campaña. El creativo no debió tomar las cosas tan a la ligera y sí recordar la naturaleza melancólica de los payasos, así como el hecho de que estos –al igual que las mujeres que abusan del maquillaje– tienen siempre algo que ocultar. El mismo creativo fue quien concibió el ‘original’ concepto de hacer un anuncio de champú con una chica linda, en verdad hay gente creativa, y a algunos les pagan por ello.

Por otro lado, sabemos que en este mundo nadie tiene la culpa absoluta de nada (ni siquiera Dios, pues de no ser así, ¿para qué permite la existencia del diablo?), y por ello me atrevo a disculpar un tanto al poco imaginativo ‘creativo’ por la tragedia que estás a punto de conocer.

Todo comenzó un día habitual en la gran ciudad. La gente iba y venía, hacia y desde, los mismos lugares de siempre con las acostumbradas prisas, presiones e histerias. Se respiraba el cotidiano aire de la soledad y se sentía la fría sombra de los grandes edificios. Precisamente en lo alto de uno de estos últimos se encontraba un grupo de hombres instalando un nuevo anuncio espectacular (de esos que los puristas, racistas y uno que otro fundamentalista acostumbran llamar ‘billboard’). Los habitantes de la ciudad suelen tornar sus miradas al cielo principalmente por dos motivos: para suplicar soluciones a un repentinamente recordado Dios olvidado o para mirar rápidamente los nuevos espectaculares sobre las altas construcciones.

No es que el anuncio de los seguros fuera digno de admiración –sólo se trataba de un payaso en primer plano, quien de fondo tenía una casa en llamas y nos decía “No es cosa de risa” –, simplemente esa mañana todos lo vieron porque era ‘algo nuevo’, una breve chispa que iluminaba la gris rutina. Al día siguiente, el anuncio se perdería entre la sobrepoblación de espectaculares que saturaba el cielo de tan importante avenida.

Una vez instalado, el payaso cobró consciencia de su existencia. A su inherente inseguridad payasa, se le sumó un complejo de inferioridad ocasionado por los alegres colores de aquel anuncio de refresco de cola, por el porte valiente y arrojado de un vaquero que recomendaba cigarros (y que en letras muy pequeñas advertía que fumar ‘puede posiblemente llegar a hacer latente la probabilidad de quizás contraer cáncer’).

La inferioridad del payaso se agravaba con el miedo que le inspiraba aquel gorila que con adusto rostro anunciaba una película, y con el asco que sentía al ver a un anciano gesticulante, quien sin temer al ridículo (o quizás como una forma de matar al hambre) aparecía en minibikini anunciando una tienda de música. Para evitarnos una mención de ese infinito número de espectaculares que lo deprimían, te diré que el pobre payaso sentía su corazón de papel sobrecogido y agobiado por el ambiente grotesco, aunque literalmente ‘elevado’, que lo rodeaba. Su vida era miserable.

Así pasaron los días, que tras convertirse en semanas y meses no lograron alegrar el humor de nuestro personaje, muy al contrario, el pobre se hundía más en su melancolía. Si pudiéramos ser literales, no mentiríamos al decir que el ánimo de nuestro amigo se encontraba por ese entonces en el sótano tres del alto edificio en donde él estaba instalado.

Una soleada mañana, un grupo de hombrecillos llegó a desmantelar el recién censurado anuncio del perro feroz y el bebé, que estaba justo enfrente del payaso. El ‘billboard’ que había caído de la gracia de los publicistas y público, mostraba un perro feroz que rabiosamente ladraba hacia el espectador, mientras en el fondo aparecía un bebé desnudo –con una estratégica tira cubriendo lo que la gente llama ‘partes nobles’, pero que en realidad suelen considerar innobles–, y anunciaba un sistema de alarmas para el hogar.

“Velamos por sus seres queridos”, era la frase del comercial del niño y el can, que por órdenes del poder judicial estaba siendo prohibido, pues hacía apenas unos día un bebé había sido asesinado por un perro similar al del inmenso cartel. “Yo creí que el perro cuidaría a mi hijo…”, declaró el lloroso padre del infante a los medios de comunicación “…tal y como se ve en el anuncio”. Ahora podrás deducir porqué se ordenó la eliminación de ‘tan nociva y engañosa campaña’.

Pero lo que realmente alegró al payaso no fue la retirada de su antiguo vecino de enfrente, sino la llegada de un espectacular que promulgaba los beneficios de un champú que al mismo tiempo era acondicionador y tinte. “¡Bellísima!”, se dijo el payaso al ver a la modelo que sonreía satisfecha por los resultados del champú que anunciaba. La mujer tenía un rostro encantador: almendrados ojos expresivos que dejaban asomar un alma pura, una delicada boca que invitaba a ser besada con delicadeza, amor y respeto, una sonrisa inteligente y bondadosa… todo en conjunto mostraba una mujer pensante y con el grado justo de inocencia y malicia. Por lo menos todo eso pensó el payaso de ella y no debe sorprendernos que él se haya enamorado de manera fulminante desde el primer momento.

La mayoría de los demás anuncios, de manera principal el ridículo anciano gesticulante en bikini y el vaquero fumador, envidiaban la privilegiada posición del payaso, quien embelesado contemplaba día y noche a la mujer que tenía frente a él, cruzando la avenida. Por más envidia que tuvieran los demás anuncios, no decían nada, pues la vida de un espectacular se limita a ‘ver… por eso se llaman así (no es en vano que la palabra ‘espectacular’ venga del latín spectãre, que significa ‘mirar’). Claro que esa imposibilidad de expresarse también limitaba la comunicación del amor que sentía el payaso, pues éste se veía imposibilitado de confesarlo a su amada, quien de todos modos le sonreía encantada.

El payaso experimentó en esos días la mayor felicidad que su condición le concedía; pues recuerda que no existen los payasos totalmente felices, ya que si en verdad lo fueran, entonces no vivirían explotando su alegría (la alegría de los payasos es tan irreal como sus colores y atuendos). Fue precisamente en estos momentos de modesta euforia que se presentó la tragedia.

Tiempo atrás, cuando instalaron el anuncio del champú, uno de los hombrecillos trabajadores consideró que no era necesario aislar el cable que proporcionaría iluminación al gran cartel . “Total, ¿qué puede pasar?”, se dijo el negligente y se fue a comer con su amante, quien era prima hermana de su abnegada esposa. El tiempo se encargó de demostrar que la indolencia del trabajador holgazán y adúltero que pensaba que todo debe quedar en familia, había sido un error.

Fue en una cálida noche de mayo, mes como cualquiera, en que suelen nacer grandes figuras a la vez que anodinos personajes, cuando el extasiado payaso bombero notó la primera chispa en la parte inferior derecha del cartel donde estaba impresa su impresionante amada. Fue cuestión de segundos para que el anuncio de champú se convirtiera en una gran pira en la que otro amor platónico se consumió sin jamás tener la menor oportunidad de realizarse.

Por unos instantes, cuando la hermosa modelo fue un émulo de Juana de Arco, el payaso se sintió sometido a la mayor impotencia posible y víctima de una gran ironía. No podía quitarse de la mente que el anuncio en donde él aparecía se refería a un incendio y que sus ropas eran las de un bombero; sin embargo allí estaba, sollozando sin lágrimas viendo cómo su amada se transformaba en cenizas. Después de todo, ¿qué puede hacer un espectacular, por aparatoso que sea, ante un incendio?

Una vez consumida la pasión, la decepción tomó su lugar. El viejo gesticulante y el vaquero fumador, demostrando un típico rasgo humano, se mofaron de la desgracia de su vecino, quien con su recobrada infelicidad volvió a ser un auténtico payaso en toda la extensión de la palabra.

Días siguiendo a días, una monótona cadena de tiempo, y a nuestro personaje se le comenzaron a ocurrir descabelladas ideas que, aunque pudiera, no hubiese expresado a nadie. Su plan estaba trazado, sólo hacía falta esperar, esperar el momento justo. Mientras tanto, el sitio que llegó a ocupar la amada del tinte de cabello fue sustituido de nuevo por el bravo perro, ahora sin bebé, pero esto al payaso no le interesó.

Pasaron los meses y el payaso esperaba. Los calores dieron paso a las lluvias. Cuando llegó la temporada navideña, al anciano gesticulante le pusieron un gorrito de Santa Claus (que combinaba perfectamente con su minibikini rojo); fuera de esa ligera alteración, todo lo demás siguió igual.

Febrero hizo su aparición, acompañado de sus fuertes vientos, el payaso se sintió momentáneamente vivo. La espera estaba a punto de terminar, sólo faltaba el instante perfecto.

Fue precisamente durante la última semana de ese febrero, cuando la ciudad fue víctima de un gran soplo proveniente del Norte que elevaba la tierra, el polvo y la inmundicia a grandes metros del suelo. Los profesores de biología solían decir en las escuelas que si el excremento fuera fosforescente en la ciudad ya no habría necesidad de energía eléctrica para fines de iluminación. Era muy difícil tratar de caminar por las calles, las personas corrían el riesgo de terminar muy lejos de sus destinos y los perros caniches empezaron a ser criaturas voladoras. Nuestro personaje aprovechó la oportunidad, y con un gran esfuerzo y dedicación, sacando de su prolongada desesperación las energías necesarias, logró zafar sus bases del concreto y concretamente arrojarse al vacío.

Esa noche las noticias de las nueve dijeron que varias personas habían resultado heridas tras la caída de un anuncio en la importante avenida. El gobernador se dispuso a promulgar una ley que ordenara “instalar esos anuncios de manera que las furias climáticas no los puedan desprender”… la gente estuvo de acuerdo con él (la retrospectiva es una ciencia exacta y cada pueblo tiene el gobierno que se merece).

Un suceso triste en la historia de la ciudad, todos culparon al fuerte viento de finales de febrero, pero realmente todo fue por la desesperación de un payaso espectacular.

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