sábado, 2 de agosto de 2008

Cuestiones de salud

El hipopótamo hipnótico pedía al paciente impaciente que se concentrara, como consomé en paquete, pero éste no podía quitarse la idea recurrente de su mente: “¿por qué siempre en este restaurante y no en su consultorio?” El restaurante era el de los tres búhos de buhardilla, con meseras tartamudas vestidas de tirolesas sin tirantes o quizás de chinas poblanas japonesas. El paciente impaciente no atinaba a definirlas según su vestimenta; y no le cansaba tanto el lugar sino los parroquianos parranderos, siempre los mismos a la misma hora. Para éstos parecía parte de su forma de vida sin salida venir aquí a tomar un cargado café que parecía sacado de un cofre. Muchos eran anodinos andinos (aunque realmente eran mexicanos). Había uno en especial que aunque no lo quisieran notar era notable. No importa qué tan lejos de él se sentaran el hipopótamo y su impaciente, siempre notaban la presencia del hombre montaña. No sólo era que éste midiera casi dos metros (de estatura y de circunferencia barrigona) sino su gran risa de santaclós con altavoz. Soltaba unas desparpajadas carcajadas que era imposible no oírlo aunque uno estuviera en un hoyo con las orejas tapiadas con piezas de pollo. Para el impaciente era un tortuguil tormento escuchar esas carcajadas tan ajadas. El colmo es que con ellas se borraba cualquier intento de calma. El montañoso fulano reía no sólo porque pasaba la mosca, sino también cuando ésta, mosqueada, no pasaba. A la japonesa jabonosa uno sólo la notaba cuando caminaba a su lado, una experiencia agradable al olfato, pues ella olía a lavanda recién lavada. El impaciente no se atrevía a preguntar de nuevo al hipopótamo hipnótico “¿por qué siempre en este restaurante y no en su consultorio?” Pues la respuesta solía ser la misma cada que se lo preguntaba: “El convivir con gente hará que su salud mejore”. El tiempo pasaba, las manecillas manirrotas del reloj relajante indicaban que el montañoso reía con enervante energía cada dos vueltas seguidas del segundero. La paciencia del impaciente se acababa como la honradez de Alí Babá cuando éste se juntó con 40 malas compañías al mismo tiempo. Con las manos en la mesa y su desesperación intensa, el impaciente dejó pasar media hora más sin decir nada, hasta que se armó de valor y desapercibido preguntó: “¿por qué siempre en este restaurante y no en su consultorio?” A lo que el hipopótamo hipnótico con la armoniosa parsimonia que acostumbraba contestó: “el convivir con gente hará que su salud mejore”. Pero tú y yo, alejándonos de la mente del impaciente sabremos que el hipopótamo no es un verdadero doctor, que no tiene consultorio ni diplomas, salvo uno de plumífero plomero. Es un farsante completo que cobra caro sus consultas y los favores también. Pero el impaciente calla de nuevo y prosigue con la consulta pensando que todo volverá a ser lo mismo a la misma hora otro día en el cercano futuro, pero ¿no es acaso su salud lo que más importa?

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