sábado, 16 de agosto de 2008

La vanagloria y el sexo

Tres tipos honorables, muy amigos, cenando. Tres ilustres personajes, reconocidos como hombres intachables en la sociedad. Temerosos de Dios y asistentes constantes a ceremonias solemnes, erigidos como ejemplos a seguir por la juventud. Solían reunirse ocasionalmente para hablar de glorias pasadas y presumir hazañas fantasiosas, ese tipo de cosas que suelen importar desde que importa lo que la mayoría cree que es la virilidad. Se turnaban en sus casas las sedes de tales reuniones, en las que comían alimentos que les permitieran ser prodigiosamente poderosos en los actos íntimos, aunque realmente su ímpetu no era ya ni la sombra de lo que había sido. Siempre era un mismo ritual y esta noche no se diferenciaba en nada a las de antes. Comenzaban hablando de las últimas conquistas que realizaban, según ellos engañando a sus esposas; aunque en realidad éstas, conscientes de todo, los toleraban, condescendientes mientras ella fueran las señoras de sus respectivas casas. Esta noche el anfitrión empezó a presumir su colección de postales pornográficas de hacía treinta años. “Miren la composición de ésta”, decía mientras masticaba los ostiones frescos, hablando de la iluminación y cosas técnicas de la imagen, como si se tratara de una verdadera obra artística y no de bienes desechables para el consumo masivo. “Pues yo me fijo más en ese par de redondeces”, dijo otro, queriendo ser sutil, refinado y guarro a la vez, usando eufemismos para proferir cualquier idea vulgar que se le ocurría. El tercero callaba, sonreía y masticaba los testículos de buey que se servía en un taco. “A esta yegua yo la montaba hasta agotarla”, dijo el anfitrión pasando a la foto de una mujer de rodillas y las manos en el suelo, con cara de sorpresa y un peinado de una moda que en su momento fue lo último y ahora era lo único que la hacía verse antigua. Los otros dos rieron de la ‘ocurrencia’. “Caballeros, ¿gustan más ostiones?”, dijo el anfitrión, “debemos de prevenir el uso del viagra con una buena alimentación”. “Vengas más ostiones y nada de drogas, ni lo mande Dios”, dijo el más pícaro de los tres. Todos rieron de nuevo, nadie se atrevía a confesar que si no fuera por las maravillas químicas que se tomaban en secreto, hacía tiempo que serían la vergüenza de sí mismos, ellos que tanto valor le daban al sexo. Terminaron las postales y el tercer comensal vio oportuno comenzar la sorpresa que tenía preparada. “Tus postales están buenísimas, y me recuerdan buenos tiempos, sin querer siquiera sugerir que estamos viejos”, los tres se mofaron de la edad, pues seis décadas de vida no son mucho tiempo cuando eso es lo que llevas vivido, “pero creo que es necesario que nos actualicemos, pues no somos cosas del pasado”, continuó y provocó las risas de los otros dos, “por eso he traído estos videos que compré el pasado fin de semana, el vendedor me dijo que fueron tomados recientemente, de manera furtiva, en un motel de paso en esta ciudad”. Los otros dos aplaudieron la idea, había que ir con los tiempos y la cámara escondida era la moda de entonces. El anfitrión preparó la sala de televisión, y eructando la abundante cena se sentó al lado de sus compañeros para apreciar la función. En el monitor apareció una habitación, nada elegante, con decoración kitsch color rojo, supuestamente para encender la pasión, una gran cama con un techo sostenido por columnas recubiertas de peluche y una pecera gigante con pececillos multicolores en la cabecera. La fecha de la grabación aparecía en una de las esquinas de la pantalla y databa de sólo dos semanas atrás de esa noche. “Bien me dijeron que era recién salida del horno”, dijo el que llevó el video. En la habitación estaba una pareja en pleno escarceo, un chico moreno musculoso y una sinuosa joven rubia. Los tres hombres envidiaron por dentro el cuerpo y la energía del muchacho y se sorprendieron de la agilidad, destreza y experiencia de la rubia. Uno de los hombres se extasiaba por las contorsiones de la chica, dignas del mejor circo; otro sentía su mirada clavada en el trasero de la joven y el anfitrión confesó su envidia en voz alta: “¡pero qué habilidad tiene esa…!” Hasta ese momento la chica siempre había estado de espaldas a la cámara, pero de repente se puso en ‘posición de yegua dispuesta a ser agotada’ y fue cuando mostró claramente el rostro a una cámara cuya existencia ella jamás imagino siquiera, ignorando completamente que su imagen estaba siendo grabada. Fue cuando el rostro apareció claramente en la pantalla que el anfitrión interrumpió su febril comentario y de repente esparció en la fina alfombra de su sala de televisión todos los ostiones que había comido. Inmediatamente después dio súbitamente por terminada la velada. Los amigos se fueron presurosos sin saber el porqué. El anfitrión jamás volvió a asistir a esas reuniones, y mucho menos a organizar una. Dos días después de esa fatídica noche, la hija menor del anfitrión, una bella y bien formada joven rubia fue desheredada y descastada de la casa paterna, y su rubio esposo jamás supo el por qué.

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