lunes, 25 de agosto de 2008

La caída

El tipo era una especie de simio, casi erguido, juguetón, con dejos de razón y destellos de conciencia humana. Era muy perezoso y buscaba ser mantenido, además tenía alma, o eso creía porque alguna vez quiso ser sacerdote. Por cuestiones apremiantes de la carne y tentaciones inherentes al ambiente fue expulsado del seminario. No sé qué papa dijo: “si vas a hacer algo malo, procura que nadie se dé cuenta de ello, o asegúrate de tener buenos amigos en las altas esferas”, y si ningún papa lo dijo, yo sé de uno que bien pudo haberlo pensado. Volviendo al frustrado fulano que quiso vivir a expensas de la religión, él no era precavido y no tenía amigos poderosos, por lo que tras su desgraciada gracia fue expulsado del seminario. Así se encontró de repente sin empleo y sin quien lo pudiera mantener. No le quedó de otra más que buscarse un trabajo, por eso cada domingo después de ir a misa y rogar a Dios, leía las largas listas de anuncios clasificados, donde por lo general sólo se solicitan vendedores, algo que representaba demasiado esfuerzo para nuestro simple amigo. La Providencia suele ser eficaz para quien cree en ella (sólo es cuestión de pedirle las cosas de manera adecuada) y el no-sacerdote creía verdaderamente, por eso encontró un empleo fácil y ‘de altura’ que, según él, lo mantendría cerca de Dios. El lunes siguiente se le vio vistiendo un uniforme amarillo y con unos largos zancos, caminando en la esquina de una calle, saludando como idiota a toda la gente que por allí pasaba para recordarles la existencia de una marca de teléfonos celulares. Un trabajo riesgoso, independientemente del consabido ridículo social. El zancudo ex aspirante a sacerdote estaba dando pasitos cortos para mantener el equilibrio cuando de repente dos adolescentes, víctimas del inmisericorde acné y de una risa estruendosa y estúpida, llegaron corriendo hasta él y le patearon los zancos. El hombre demostró la ley de la gravedad tan espectacularmente como un árbol bien talado, pero aullando como macaco rabioso. Un policía con aroma a chicle de menta y chicharrón con frijoles salió de la nada y atrapó a los dos barrosos, mientras que el lloriqueante zancudo permanecía inmóvil en la acera y era consolado por un anciano y desafinado saxofonista callejero que suele, a cambio de unas monedas, atormentar a los transeúntes de esa calle con su particular, dolida y dolorosa versión de “Strangers in the night”. Sé que los adolescentes no fueron a la cárcel, pues aunque torcido, vivimos en un estado de Derecho, y sus adinerados padres se encargaron de que no pasaran ni una noche en los separos. Ellos pagaron directamente al policía frijolero por la expedita liberación de los mocosos, la cantidad fue equivalente a 25 tacos de chicharrón, 12 de frijol con papas y 13 refrescos. Actualmente el saxofonista y el policía que huele a frijoles siguen en la misma esquina, atrapando incautos, cada uno a su manera, y el zancudo religioso se recupera quejumbrosamente de múltiples fracturas, pero eso sí, el muy ladino se las ingenió para enamorar a una enfermera con bigotes a la Pancho Villa que, por cierto, alguna vez intentó ser monja y que por razones naturales optó por tener un novio más carnal que el que le ofrecieron en el convento. El cuasisacerdote frustrado y la enfermera bigotuda tienen ya planes para casarse, por la Iglesia, claro está, tan pronto el tipo sea dado de alta. La mujer no gana mucho, pero cree en el dicho de ‘donde come uno comen dos’, al menos eso sabe que dicen los enamorados y ella realmente quiere tomar ese tren antes de que ya no pasen más por su estación. Ya lo dije, la Providencia escucha a quien cree en ella.

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