La princesa fatalidad expresaba elegantemente sus insultos tornasolados. No decía malas palabras, sólo pulcros malos deseos. Muy al contrario de la jauría de las perras, para quienes el lenguaje carretonero era la única forma de expresión. Solitario, en medio de la multitud, más frío que la lápida del que cayó de la gracia popular, decidí escribir lo que cabalgaba por mi mente, sólo para pasar el tiempo. El Don Juan decadente esgrimía los datos que con tanto esfuerzo había memorizado para presumirlos a la primera oportunidad, deslumbrando ignorantes y siendo ignorado por los indolentes. La muñeca plástica de cabeza hueca sonreía de la manera mecánica que le enseñaron en la escuela de modelos. El legislador sin ley no sabía qué dictar, sintiéndose como un déspota sin autoridad. Los grises mal nacidos escondieron la llave a alguien que era el eje de sus envidias, ella tenía lo que ellos ni se atrevían a soñar para sí. No sé cuánto soportaré, escribiendo, cuando tengo que convivir con esta gente la mayor parte de las horas en que estoy despierto. Vigilia que trata de escapar hacia lejanas tierras, sin embargo para ir allá en realidad debo estar aquí. Rutina absoluta, carente de sorpresas, todo comienza a la misma hora y a la hora de siempre termina, para al día siguiente volver a empezar. ¿Habrá sido la farsa igual antes de que la historia comenzase a ser registrada y contada? Horas de 60 minutos, jornadas de más de 10 horas. Princesas, perras y juanes, legisladores, muñecas y demás, agazapada tras el asombro y la novedad iniciales siempre está la costumbre; quisiera correr pero me da miedo vivir sin techo, además lo malo puede ponerse peor. Me quedo matando el tiempo en las ruinas de la sorpresa.
martes, 18 de noviembre de 2008
La princesa Fatalidad en el reino mediocre
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