Andaba a las cuatro de la tarde por una muy transitada calle de la ciudad. Era una tarde extremadamente soleada, de esas en las que el sol hace resaltar el blanco de las paredes hasta convertirlo en el ideal de pureza que dudo haya tenido algún alma en toda la existencia de la humanidad. Pero el blanco de las casas dispuestas, una tras otra, en moderna monotonía, no era el único color reinante en este barrio, pues debido a que también era temporada de lluvias, la vegetación había recobrado su orgulloso tono verde en camellones y jardines. Mi caminar, de por sí rápido, se aceleró repentinamente por una súbita y apremiante necesidad fisiológica de desalojar líquidos.
“Debo ir al baño antes de salir de casa”, me repetía mentalmente, aunque de manera demasiado tardía, pues eso debí decírmelo inmediatamente después de haber bebido tanta agua de jamaica en la comida. Ahora esa frase sólo me servía de inútil mantra mientras estrujaba con fuerza los papeles que llevaba en mi mano derecha y un sudor frío comenzaba a perlar mi frente.
Como suele suceder cuando la vejiga apremia fuera de casa, la necesidad de encontrar un baño era directamente proporcional a la distancia que me separaba del w.c. más cercano. Empecé a experimentar esa dolorosa desesperación y exasperante nerviosismo que acomete en estos casos. Seguía caminando, pero por donde yo andaba tras una casa sólo aparecía otra, seguida de otra más, y otra, etc. Cruzando la calle había un gran taller mecánico que imagino ocupaba toda esa cuadra. No tenía puerta ni entrada a la vista.
“¿Y si les pido que me permitan usar su w.c.?”, pensé cuando el sudor nervioso empezaba a humedecer mis axilas, “quizás se rían, pero puede que no sean tan inhumanos como para negarse”. Entonces surgió un nuevo problema: la imposibilidad de atravesar la calle, pues el flujo de autos era muy cargado y ellos iban a gran velocidad, como si en el ansia de despegar hacia los cielos se les fuera la vida a los conductores. He ahí que decidí llegar hasta la esquina y atravesar la calle tal y como Moisés lo hubiera exigido si los judíos hubiesen inventado el automóvil en esos tiempos. Pero no había semáforo, los autos no son un mar de agua y yo no soy Moisés. Agua, decidí no pensar en agua.
Como ya habrás adivinado, mi cerebro no suele pensar las cosas más oportunas, y mientras casi corría yo hacia la próxima esquina, pensé: “que bien que traigo puestas mis gafas oscuras, pues así no notarán la vergonzosa desesperación en mis ojos cuando les pida usar el baño”. Pero no llegaba, no llegaba, las apremiantes ganas querían premiarme con una pena pública. Claro que aún no concluía ese pensamiento, cuando mi cerebro mencionó: “que ridículo espectáculo sería que un individuo de 30 años (la cual era justamente mi edad entonces) moje sus pantalones en plena vía pública”. Ese es el condenado sentido del humor inoportuno de mi cerebro.
Mis pies estaban en esa competencia entre ellos por tomar la delantera (que la mayoría de las personas que hablamos español llamamos ‘caminar’) y yo comenzaba a resignarme a efectuar el espectáculo ridículo que recién había invocado mi cerebro, cuando de repente, como un gran milagro divino, la hilera continua de casas fue interrumpida por un verde terreno baldío salvajemente gobernado por la verdosa vegetación. En medio del terreno se abría un senderito de tierra que se perdía hacia el fondo entre tanta hierba del aparentemente virginal lote.
Sin pensarlo dos veces corrí hacia el interior del camino (que si hubiese estado pavimentado de oro, no hubiera sido más valioso para mí en ese momento) para ocultarme pudorosa y momentáneamente de la civilización y realizar mi acto incivilizado. Corrí esquivando múltiples restos sólidos de necesidades fisiológicas humanas, que además de quitarle la aparente virginidad natural al terreno, estaban allí retadores como vestigios de que varias personas se habían visto en necesidades similares a la mía, aunque de posterior expresión.
Llegué hasta un sitio que consideré lo suficientemente alejado y procedí a liberarme del líquido que pugnaba por abandonarme.
Y allí estaba yo, sintiendo un gran alivio cuando al alzar la vista divisé a un policía que caminaba por la misma acera que yo había caminando hacía algunos momentos, pero en dirección opuesta, y que de repente se detuvo a la altura del terreno baldío. El tipo llevaba gafas oscuras y parecía mirar al lugar en donde yo me encontraba. Opté por poner cara de perro de cartel, inexpresiva y como si mirase a un punto lejano, pero sin ver hacía ningún lado a la vez (las gafas oscuras me permitían este truco), para fingir demencia si acaso me decía algo el oficial. Creí que el moreno policía estaba mirándome o haciendo el mismo truco de can de cartel; sin esperar a comprobarlo, apresuré mi actividad y tras bajar la vista para cerciorarme que el pantalón estaba bien cerrado y cuidar de no pisar el charco que recién había creado, volví levantar la mirada para sorprenderme con el hecho de que el oficial de la ley había desaparecido.
Mi cerebro me dijo que quizás el policía estaba preparándome una emboscada a la salida del caminito, para arrestarme por ‘faltas a la moral’. Claro que también me dije que si el representante de la ley se atrevía a amonestarme o, lo más probable, a sobornarme, le diría que había ido hasta dentro del baldío a recoger un papel que me había sido arrebatado por una súbita corriente de aire. Es más, si el tipo insistía y me llevaba hasta el charco del delito, yo lo retaría a que comprobara que eso había sido obra mía.
Al salir del terreno, no fue pequeña mi sorpresa al notar que en la calle no había rastros del policía. “Quizás era un fantasma”, me dijo mi mente, “el espíritu de un oficial que murió atropellado en esta transitada calle, mientras cumplía su deber. O igual y fue secuestrado (‘abducido’ para ser exacto y científico) por una nave de extraterrestres invisibles en tanto yo cerraba el cierre de mi pantalón”.
Tras pensar que gracias a tanta tontería de mi cerebro casi nunca me aburro, decidí retomar mi camino. No había dado más de tres pasos cuando descubrí otro caminito hacia el interior del mismo baldío. Y, apenas divisible, detrás de un arbusto, se alcanzaba a notar por arriba de las ramas una trémula gorra azul de policía, en tanto que por debajo de las ramas se podían ver dos morenas lunas siamesas desprendiéndose de un cuerpo sólido, habano lejano y no cubano, que en ese momento de alivio se transformaba en un obstáculo para futuras personas en apuros.
Satisfecho de que al menos en ese momento no tendría yo problemas con la ley, me alejé de allí reflexionado dos cosas... que los restos de lo que antes fue una zona de extensos prados ocasionalmente visitados por pastorcillos, era ahora un baño público y natural, donde hasta la ley descargaba sus presiones. Ah, sí, mi segunda reflexión fue la de que quizás escribiría algún día esta experiencia, pero definitivamente no la mencionaría en la entrevista de trabajo a la que iba ese día.
“Debo ir al baño antes de salir de casa”, me repetía mentalmente, aunque de manera demasiado tardía, pues eso debí decírmelo inmediatamente después de haber bebido tanta agua de jamaica en la comida. Ahora esa frase sólo me servía de inútil mantra mientras estrujaba con fuerza los papeles que llevaba en mi mano derecha y un sudor frío comenzaba a perlar mi frente.
Como suele suceder cuando la vejiga apremia fuera de casa, la necesidad de encontrar un baño era directamente proporcional a la distancia que me separaba del w.c. más cercano. Empecé a experimentar esa dolorosa desesperación y exasperante nerviosismo que acomete en estos casos. Seguía caminando, pero por donde yo andaba tras una casa sólo aparecía otra, seguida de otra más, y otra, etc. Cruzando la calle había un gran taller mecánico que imagino ocupaba toda esa cuadra. No tenía puerta ni entrada a la vista.
“¿Y si les pido que me permitan usar su w.c.?”, pensé cuando el sudor nervioso empezaba a humedecer mis axilas, “quizás se rían, pero puede que no sean tan inhumanos como para negarse”. Entonces surgió un nuevo problema: la imposibilidad de atravesar la calle, pues el flujo de autos era muy cargado y ellos iban a gran velocidad, como si en el ansia de despegar hacia los cielos se les fuera la vida a los conductores. He ahí que decidí llegar hasta la esquina y atravesar la calle tal y como Moisés lo hubiera exigido si los judíos hubiesen inventado el automóvil en esos tiempos. Pero no había semáforo, los autos no son un mar de agua y yo no soy Moisés. Agua, decidí no pensar en agua.
Como ya habrás adivinado, mi cerebro no suele pensar las cosas más oportunas, y mientras casi corría yo hacia la próxima esquina, pensé: “que bien que traigo puestas mis gafas oscuras, pues así no notarán la vergonzosa desesperación en mis ojos cuando les pida usar el baño”. Pero no llegaba, no llegaba, las apremiantes ganas querían premiarme con una pena pública. Claro que aún no concluía ese pensamiento, cuando mi cerebro mencionó: “que ridículo espectáculo sería que un individuo de 30 años (la cual era justamente mi edad entonces) moje sus pantalones en plena vía pública”. Ese es el condenado sentido del humor inoportuno de mi cerebro.
Mis pies estaban en esa competencia entre ellos por tomar la delantera (que la mayoría de las personas que hablamos español llamamos ‘caminar’) y yo comenzaba a resignarme a efectuar el espectáculo ridículo que recién había invocado mi cerebro, cuando de repente, como un gran milagro divino, la hilera continua de casas fue interrumpida por un verde terreno baldío salvajemente gobernado por la verdosa vegetación. En medio del terreno se abría un senderito de tierra que se perdía hacia el fondo entre tanta hierba del aparentemente virginal lote.
Sin pensarlo dos veces corrí hacia el interior del camino (que si hubiese estado pavimentado de oro, no hubiera sido más valioso para mí en ese momento) para ocultarme pudorosa y momentáneamente de la civilización y realizar mi acto incivilizado. Corrí esquivando múltiples restos sólidos de necesidades fisiológicas humanas, que además de quitarle la aparente virginidad natural al terreno, estaban allí retadores como vestigios de que varias personas se habían visto en necesidades similares a la mía, aunque de posterior expresión.
Llegué hasta un sitio que consideré lo suficientemente alejado y procedí a liberarme del líquido que pugnaba por abandonarme.
Y allí estaba yo, sintiendo un gran alivio cuando al alzar la vista divisé a un policía que caminaba por la misma acera que yo había caminando hacía algunos momentos, pero en dirección opuesta, y que de repente se detuvo a la altura del terreno baldío. El tipo llevaba gafas oscuras y parecía mirar al lugar en donde yo me encontraba. Opté por poner cara de perro de cartel, inexpresiva y como si mirase a un punto lejano, pero sin ver hacía ningún lado a la vez (las gafas oscuras me permitían este truco), para fingir demencia si acaso me decía algo el oficial. Creí que el moreno policía estaba mirándome o haciendo el mismo truco de can de cartel; sin esperar a comprobarlo, apresuré mi actividad y tras bajar la vista para cerciorarme que el pantalón estaba bien cerrado y cuidar de no pisar el charco que recién había creado, volví levantar la mirada para sorprenderme con el hecho de que el oficial de la ley había desaparecido.
Mi cerebro me dijo que quizás el policía estaba preparándome una emboscada a la salida del caminito, para arrestarme por ‘faltas a la moral’. Claro que también me dije que si el representante de la ley se atrevía a amonestarme o, lo más probable, a sobornarme, le diría que había ido hasta dentro del baldío a recoger un papel que me había sido arrebatado por una súbita corriente de aire. Es más, si el tipo insistía y me llevaba hasta el charco del delito, yo lo retaría a que comprobara que eso había sido obra mía.
Al salir del terreno, no fue pequeña mi sorpresa al notar que en la calle no había rastros del policía. “Quizás era un fantasma”, me dijo mi mente, “el espíritu de un oficial que murió atropellado en esta transitada calle, mientras cumplía su deber. O igual y fue secuestrado (‘abducido’ para ser exacto y científico) por una nave de extraterrestres invisibles en tanto yo cerraba el cierre de mi pantalón”.
Tras pensar que gracias a tanta tontería de mi cerebro casi nunca me aburro, decidí retomar mi camino. No había dado más de tres pasos cuando descubrí otro caminito hacia el interior del mismo baldío. Y, apenas divisible, detrás de un arbusto, se alcanzaba a notar por arriba de las ramas una trémula gorra azul de policía, en tanto que por debajo de las ramas se podían ver dos morenas lunas siamesas desprendiéndose de un cuerpo sólido, habano lejano y no cubano, que en ese momento de alivio se transformaba en un obstáculo para futuras personas en apuros.
Satisfecho de que al menos en ese momento no tendría yo problemas con la ley, me alejé de allí reflexionado dos cosas... que los restos de lo que antes fue una zona de extensos prados ocasionalmente visitados por pastorcillos, era ahora un baño público y natural, donde hasta la ley descargaba sus presiones. Ah, sí, mi segunda reflexión fue la de que quizás escribiría algún día esta experiencia, pero definitivamente no la mencionaría en la entrevista de trabajo a la que iba ese día.
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