Estoy acostumbrado a ver perros atropellados en el periférico, prácticamente diario hay uno nuevo; y aunque duela admitirlo, eso es ya un panorama rutinario, lo único que varía es el perro y el lugar donde yacen sus restos. Pero conduciendo un sábado primero de noviembre cerca del toreo de cuatro caminos, temprano por la mañana, me llamó la atención el tamaño del perro arrollado, pues éste era tan grande que hasta supuse que bien pudo haber sido un lobo.
La adivina se asustó desde que le miró a los ojos; y no pudo reprimir cierto temblor cuando le leyó los posos del café. Lo más terrible es que, a pesar de que así es la mayoría de las veces sin que logremos acostumbrarnos, el destino no mostraba lógica. Las interpretaciones decían que él moriría violentamente y relacionado con un gran perro negro, o quizás un lobo, que a su vez aparecía arrollado por un auto y quedaba abandonado en el vado de un camino. Contraviniendo lo que supuestamente los adivinos deben ocultar, ella le dijo exactamente lo que vio. Él, supersticioso como cualquier fanático, tomó muy en serio la advertencia y juró a partir de ese día no conducir ningún vehículo. Así vendió su auto y mantuvo su juramento. Se convirtió en un usuario constante del transporte público o de la gentileza de sus conocidos con automóvil. Aunque su temor llegó hasta tal punto que jamás nadie logro que se volviera a poner al volante siquiera de un inofensivo carrito de feria.
Por otro lado, desde la visita con la adivina, él rehuía a los canes negros; sin importar que fueran chihuahueños o gran danés, siempre se alejaba inmediatamente a la vista de uno. Pero una noche, saliendo de un bar con una amiga, estaban a punto de abordar el auto de ésta cuando él le pidió unos minutos para satisfacer una necesidad apremiante de deshacerse de una cantidad considerable de la cerveza ingerida. Ella lo esperó paciente en el auto mientras él regresaba al bar. Tras salir del baño decidió ahorrar tiempo, según él, y salir por la puerta de emergencia que había cerca de la cocina del bar. Quizás estaba lo suficientemente borracho para no calcular que dicha puerta, lejos de conducir a la entrada principal del tugurio, llevaba a un callejón solitario. Eso lo notó demasiado tarde, justo cuando había salido y la puerta de emergencia se cerraba a sus espaldas, sin posibilidad de abrirse desde afuera. Simplemente se encogió e hombros y decidió rodear el edificio.
No había dado ni tres pasos cuando un gruñido grave y fuerte se escuchó desde atrás del gran contenedor de basura. Él tembló y sintió un sudor frío recorriéndole todo el cuerpo. Y antes de que pudiera siquiera pensar en hacer algo, un animal negro y enorme, casi tan grande como una persona, se abalanzó hacia él dispuesto a atacarlo. Él simplemente perdió el sentido.
Cuando abrió los ojos, estaba acostado en una cama de hospital, totalmente vendado y sentía ciertos dolores agudos en distintas partes del cuerpo, principalmente en los brazos y en el pecho. A la primera enfermera que vio le preguntó amablemente qué le había sucedido a él. Ella, nada amablemente, sino como realizando una rutina, le explicó que había sido conducido al hospital tras ser atacado por un animal en un callejón.
Más tarde, cuando fue visitado por familiares y amistades, logró enterarse que la historia había sido tal como la expresó escuetamente la enfermera, y que había estado dos días inconsciente en el hospital, que ya no había nada de que preocuparse, ya le habían curado las heridas y puesto la vacuna antirrábica, y que dentro de poco sería dado de alta. Del perro, porque ahora que él les había dicho sus últimos recuerdos, todos asumían que debió tratarse de un gran can, nadie había sabido nada, pero que las autoridades lo estaban buscando por la zona.
Una vez dado de alta, él retomó su vida normal, con unas cuantas cicatrices nuevas. Casi al mes de su accidente, sus amigos decidieron darle una fiesta, para celebrar su total recuperación (vil pretexto para embriagarse y convivir, o convivir y embriagarse, no hay problema con el orden en este caso). Antes de la fiesta tenía una comida de negocios, afortunadamente muy cerca del lugar donde se realizaría la convivencia etílica en aras de la amistad; y por eso decidió alcanzar a sus compañeros tan pronto terminase su comida.
En la comida de negocios, él decidió aplicar los consejos que alguna vez leyó en algún libro ‘para triunfadores’, en el que se recomendaba, para lograr una ‘empatía logística basada en El arte de la guerra (sic)’, beber lo mismo que el cliente, y en la misma cantidad. Razón por la cual, se vio bebiendo varias copas de whisky, bebida que él no asimilaba nada bien, en cantidades iguales a las de su cliente quien, más que hombre de negocios, parecía cosaco eufórico. La comida se prolongó hasta que casi iniciaba la noche. El se despidió educadamente en una mezcla de español y lengua muerta, y tras rechazar el taxi que el capitán de meseros le ofrecía, se perdió de la vista de todos haciendo ‘eses’ en su camino y doblando una esquina, eso era lo último que él medio recordaba de esa noche.
La siguiente imagen de su conciencia, era despertar en un lugar desconocido, vestido con ropas que no eran suyas, con muchos raspones en la cara, en los brazos y en los pies, y con un cansancio y dolor de cuerpo, tales como si hubiera recorrido el maratón de Nueva York y comido en una orgía digna de monjes medievales.
No tardó en aparecer uno de sus amigos, quien además de ser el dueño de las prendas y de la casa en donde ahora estaba, le explicó lo poco explicable de lo sucedido. Resulta que en la fiesta esperaron y esperaron, bebiendo para no sentir tanto el paso del tiempo, y así estaban alegres, como ciertos hombres de negocios que gustan del whisky, cuando alguien se percató tanto de la hora como de la ausencia del festejado. La preocupación cundió entre todos ellos como plaga bíblica, y decidieron salir a buscarlo. Después de una hora de búsqueda infructuosa, el mismo que se había percatado de la ausencia sugirió ir a la policía. Tras esto, los representantes de la ley se aplicaron, y ya había amanecido cuando encontraron al festejado de la frustrada fiesta, tirado inconsciente, y totalmente desnudo, con varios raspones y sangre, en un callejón. Todos coincidieron que había sido víctima de un asalto.
Los amigos hicieron los trámites necesarios y tras llevarlo al hospital -donde determinaron que no había sufrido mas lesiones que los raspones y unos golpes sin fracturas-, decidieron hacerse cargo de él. Sólo que en el hospital él despertó aterrorizado y tuvieron que sedarlo, por eso ahora despertaba a media tarde sin recordar gran cosa.
Él se preocupó por esas circunstancias, y culpando al alcohol, que había sido uno de los elementos comunes en el origen de sus dos desgracias, decidió dejar de beber, sin importar lo que digan los libros para triunfadores sobre la empatía.
Con más cicatrices y nada de alcohol, él retomó su vida. A casi un mes del segundo suceso, fue invitado a una fiesta de halloween a la que, naturalmente, tenía que ir disfrazado. A él le fascinaban estas fiestas, tanto que ya hasta tenía una señora que siempre le confeccionaba sus disfraces. Ella vivía por un campo militar, cercano al toreo de cuatro caminos. Pero ese año, había tenido más pedidos de disfraces que los años anteriores, por lo que le dijo a él que le tendría el disfraz listo el mero día de la fiesta.
Él decidió reírse un poco de las predicciones de la adivina, y se mandó hacer un disfraz de perro rabioso. Lo recogió poco antes del anochecer, se lo probó y quedó satisfecho. Tras decidir que llevárselo puesto de allí hasta la fiesta no sería correcto, pidió a la señora que se lo envolviera en una bolsa, y se despidió de ella. Esa fue la última vez que alguien lo vio.
Esa misma noche los policías encontraron, no muy lejos del toreo de cuatro caminos, el disfraz intacto en la bolsa. La luna llena facilitaba las investigaciones brindando una potente luz natural, por lo que no costó trabajo encontrar pedazos destrozados de la ropa que él vestía algunas horas antes. Jamás encontraron su cuerpo, y nadie relacionó la desaparición con el gran perro negro, que más parecía un lobo, el cual yacía atropellado en pleno periférico, a menos de 30 metros de las investigaciones policíacas.
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