¿Será esto la vida?, ¿el viejo ‘desfile de libertad’ termina convertido siempre en una ‘procesión fúnebre’ carente de difunto? Tu presente no es más que un comedor fino y moderno para cuatro personas, rasgo del éxito profesional, del cuál sólo utilizas una silla. Tu presente es una sopa semi-preparada a la que basta agregarle agua y meterla dos minutos en el horno de microondas. Tu presente es un producto de las perpetuas prisas o del continuo abandono, situaciones que, por cierto, no son excluyentes.
Siempre imaginaste que a esta edad habitarías una casa en la que se podría respirar una fragancia femenina que te resultase familiar y en la que pronto se escucharían los pasos de un pequeño, ambas personas por las cuáles tus esfuerzos existenciales cobrarían mayor sentido.
En cambio, en esta casa sólo se percibe tu masculino aroma. Terminas la cena y das inicio a tu dosis diaria de televisión, que se prolonga hasta que te vence el sueño, para mañana temprano repetir la misma historia solitaria de hoy.
**
Al día siguiente, tras el baño y la afeitada, sales a la hora acostumbrada. Te dispones a abordar tu auto último modelo, pero antes de ello descubres un elemento que rompe la rutina. Se trata de un gran camión de mudanzas descargando muebles en la casa que se ubica justo enfrente a la tuya. Por fin alguien va a ocupar en esa vivienda que ha estado deshabitada por lo menos desde que llegaste al vecindario. Te dices que eso será un cambio, y lo haces con una alegría artificial que repentinamente vuelve a convertirse en tedio. Reanudas tus mecánicos movimientos para abordar tu carro, pero estos son interrumpidos por lo que descubres al lado del camión de mudanzas.
Es una mujer morena, que tiene aproximadamente tu misma edad, la cual, con nerviosos movimientos, ordena a los cargadores qué muebles deben bajar del gran camión y les indica los cuidados que deben tener con éstos.
Miras a la mujer con detenimiento, me atrevo a decir que incluso estudias las líneas de su rostro. De repente eres sorprendido por los ojos de ella que miran directamente a los tuyos. La distancia entre ambos es la que separa a las aceras paralelas de una calle, eso te permite hasta notar en la joven un pequeño rubor, que curiosamente tú experimentas también. Ella sonríe y tú… desvías la mirada y nerviosamente subes a tu auto. Tu consciencia dice: “Te has comportado como un perfecto idiota”, enciendes tu carro y sin mirar atrás –léase hacia la atractiva morena– te diriges a tu oficina.
En una ocasión supuse que existía la comunión de almas a primera vista, aún no he vivido lo suficiente para comprobarlo –aunque espero estar en el proceso de ello–, pero por lo menos tú esta mañana te convenciste que tal suceso es una palpable realidad. Lo sentiste en la mirada de tu nueva vecina. Ninguna mujer había provocado una reacción semejante a la que experimentaste con ella, era como si ambos se hubieran conocido en el pasado.
Sigues conduciendo y de repente piensas en regresar para presentarte a ella y ofrecerle ayuda en la mudanza. Miras tu reloj, tienes el tiempo suficiente para eso, pues acostumbras llegar muy temprano a trabajar, sólo que tu consciencia te recuerda: “tienes muchas tareas pendientes para hoy y primero es el deber”. Aún tiemblas de nervios, llegas a tu trabajo con los acostumbrados 75 minutos de anticipación.
En la oficina realizas correctamente tus labores, tan eficaz eres que a la mitad del día ya no tienes más tareas pendientes que cumplir. Sin embargo, a pesar de tu concentración laboral, no has podido quitarte la imagen de tu nueva vecina desde que la viste, y utilizas el resto de la jornada para hacerte preguntas del tipo: ‘¿cómo se llamará?’, ‘¿realmente le habré resultado agradable?’ y ‘¿será soltera?’. Ruegas, a una divinidad en la que nunca has creído, que ella sea una mujer sin compromisos sentimentales en el presente.
El tiempo se arrastra de la manera en que suele hacerlo cuando uno está ocioso en horas de trabajo; por ello utilizas los minutos ‘libres’ del encierro para elaborar mentalmente proyectos de vida –que van de lo descabellado a lo práctico con asombrosa facilidad– en los que se incluye a tu vecina como personaje central de tu felicidad futura. Aunque cada uno de esos sueños se interrumpe ante una cuestión recurrente: ¿cómo vas a presentarte a ella? Te maldices por no haber aprovechado la oportunidad de la mañana.
Al salir del trabajo, la morena sigue dando vueltas en tu mente. Lo que más te preocupa es darle la mejor impresión en el momento de presentarte. El recuerdo de todos tus ‘sufrimientos’ pasados, de toda la soledad que experimentas a diario y el que ‘realmente no quieres perder otra nueva oportunidad’ (mucho menos con una mujer que te ha impresionado tanto con sólo mirarla) hace que seas un manojo de nervios al llegar a casa.
Mientras estacionas tu auto, miras de reojo la vivienda de enfrente. Hay una luz encendida. Imaginas que la joven debe estar allí, mientras bajas del carro y con trémulas mano cierras la puerta. Una voz hace que tu corazón se sienta como claustrofóbico hiperactivo y esté a punto de salir disparado por tu garganta. Fue un simple saludo, emitido por tu vecina contigua. Esta es una anciana, la viuda de López, quien se disponía a cruzar la calle llevando en sus manos un plato con galletas. Recuerdas que esta anciana acudió a regalarte un plato con galletas el día que te mudaste a tu actual casa.
La viuda desvió su ruta original para ir a saludarte con su característica amabilidad. Sabes bien que la buena mujer sólo tiene dos tareas básicas en su invernal vida: hacer galletas y enterarse de las vidas de todos los habitantes de esa calle.
Tras ponerse al tanto de cómo te ha ido desde la última vez que se encontraron –nada nuevo realmente, cada día para ti ha sido una copia casi exacta de su previo y de su consecuente–, la dulce vieja te pregunta si no quieres acompañarla a conocer a la nueva inquilina de la casa de enfrente. Esa frase provoca en ti una gran alegría, pues la viuda de López dijo inquilina y no inquilinos, y sabes bien que no hay mejor observadora que esta vieja, a quien cualquiera que sea víctima de un crimen desearía tener como testigo.
Sin embargo, declinas su invitación, pues tu previsora consciencia te dice: “estarás de más en una plática entre dos mujeres que se van a conocer; lo mejor es que te presentes tú solo en otra oportunidad”. Dices a la viuda que tienes cosas que realizar en tu casa y que después pasarás a presentarte tú mismo con la nueva vecina. Te despides y entras a tu hogar para comer sopa semipreparada y aplicarte una fuerte dosis de televisión.
Esa misma noche tus sueños son intranquilos y en ellos aparece tu morena vecina de enfrente, con esa sonrisa y esa mirada que te cautivaron. En tus sueños no hay nada que la recatada viuda de López pudiese reprobar si se los contaras. Lo más significativo es que la joven no sólo ha invadido tu vigilia, sino también tus territorios oníricos. Esa noche por más que sueñas, no puedes descansar.
*
La mañana siguiente sería igual a las anteriores, de no ser por que ahora la casa de enfrente te parece más luminosa. Tu desempeño en la oficina es idéntico al de ayer y tus pensamientos continúan centrados en la joven morena.
Es miércoles, día de la semana en que tras salir de la oficina tienes que ir al supermercado a abastecerte de las sopas semipreparadas y demás alimentos. Allí, mientras corroboras que la fila para pagar en la que tú estás formado es siempre la más lenta, te encuentras a la viuda de López quien te saluda cortésmente. Sin que tú se lo pidas, la anciana te pone al corriente de la vida de tu nueva vecina: soltera ‘Y-SIN-COMPROMISO-ACTUAL’, exitosa profesionista que se ha mudado a esta ciudad ‘EN-LA-QUE-NO-CONOCE-A-NADIE-Y QUISIERA-HACER-AMISTADES PRONTO ’ y que se ha tomado esta semana de vacaciones para efectuar su mudanza.
¡Ah pero la viuda de López no sería ella si no hubiese actuado como una excelente celestina en el momento de presentarse a la joven! Según te comentó, antes de despedirse, le preguntó si ya ‘había tenido el gusto de conocer al apuesto caballero de la casa de enfrente’ (tu corazón saltó de gusto tras la descripción que la anciana hizo de ti), a lo que la joven respondió negativamente con una sonrisa. En este momento te propones que tan pronto llegues a casa, irás a conocer a la joven.
Arribas a tu hogar, con el ánimo no muy en alto, y mientras estacionas el auto tu consciencia dice: “no debes apresurar las cosas, esta vez debes tomar todo con calma. Recuerda lo que pasó la última vez que perdiste la paciencia”. Por eso entras a tu hogar y terminas sentado viendo insulsos programas de TV mientras comes una sopa semipreparada.
Una vez apagada la TV no puedes dormir, los deseos de ir con la joven te atormentan cada vez más. No hay posición en la cama que te permita un minuto de descanso. La inquietud alcanza niveles insoportables a las dos de la madrugada –sientes como si fuera la última noche de un condenado a muerte–; pero a las tres parece que tu cuerpo se decide a tomar el descanso por la fuerza y comienzas a adormilarte. Por desgracia un pesado camión de carga que cruza por tu calle a gran velocidad espanta definitivamente tu descanso.
Era un gran remolque de doble caja, cada una de las cuales estaban cubiertas de polvo, como si fueran féretros de milenarias momias recién descubiertos. En la parte posterior de la última caja algún gracioso escribió con el dedo ‘Visite Caborca Son.’. Desde tu habitación tú no pudiste ver el gran camión, pero a mí me llamó la atención ese letrero, que rompía completamente con el tradicional ‘Ya lávame cerdo’. En fin, por esa frase me dan ganas de algún día visitar Caborca.
Pero tú no viste el camión, y tampoco puedes conciliar el sueño. Permaneces en vela hasta el momento en que tienes que levantarte para iniciar una jornada nueva.
*
El día es un eco existencial del anterior, salvo que hoy, una vez que sales del trabajo, no vas al supermercado, sino directo a casa. Al estacionar tu carro, distingues de reojo que la morena está regando unas flores nuevas que seguramente acaba de plantar en la parte anterior de su hogar. Ella voltea a verte y sonríe con amabilidad. Si yo tuviera injerencia en ti, o estuviera en tu lugar, iría de inmediato a presentarme, pero resulta que tu consciencia es más sabia y cautelosa que yo, por ello te dice: “Mira cómo tiemblas, ¡qué va a pensar ella de ti!, además, ¿qué le vas a decir? Mejor métete a casa de inmediato”. Por eso dibujas una torpe sonrisa monalisesca en el rostro, proseguido por un ridículo mutis a través de la puerta principal de tu vivienda. Adentro te esperan una sopa, la TV y otra noche de insomnio. Yo me distraigo pensando en Caborca y en si existe el reconocimiento de almas con tan solo una mirada.
*
A la salida del sol (Febo es, por cierto, el constante asesino de las últimas esperanzas de un insomne), reanudas tu rutina. Todo vuelve a repetirse. Ras el trabajo, al llegar a casa, tu vecina no está regando flores y por ello entras tranquilamente a comer sopa y ver TV. Pero más tarde, cuando te encuentras en tu cama, comienzan a desfilar proyectos de cómo debes presentarte correctamente a la morena. Te pones a divagar hasta cerca de las tres de la madrugada; momento en que te levantas de la cama y te pones tu ropa deportiva.
En tu mirada se nota un dejo de decisión cuando abres la puerta y miras hacia la casa de tu vecina. Allí distingues una luz intermitente en la ventana de la sala, que proyecta sus haces desde el interior hacia las cortinas. Es la luz clásica de un televisor encendido. Das dos pasos más allá del portal de tu hogar, el corazón te late con premura y un temblor invade tu cuerpo. Te detienes. “¿Cómo piensas ir a presentarte así de trémulo como te encuentras y a estas horas de la noche?”, te pregunta tu prudente consciencia. Tragas saliva, das media vuelta, te desnudas y regresas a tu cama a pasar una infernal noche sin descanso.
*
Ahora es sábado por la mañana, piensas ir al centro comercial a dejar que pasen las horas –irás de compras, visitarás tiendas, comerás y verás una película, todo bajo el mismo techo–. Antes de abordar tu auto, notas que tu vecina está afuera de su casa dando instrucciones a un pintor de brocha gorda comisionado para cambiar el color de la fachada. Tú finges no haberla visto y sigues los consejos de tu siempre alerta consciencia: “Mejor vamos a hacer lo que tenemos qué hacer, mientras piensas qué decirle, y en la noche vienes a saludarla”. Tú obedeces.
Llegas al centro comercial preguntándote si no hubiera sido mejor invitarla a comer, tu consciencia responde inmediatamente: “¡Cómo crees!, ¿acaso no viste que estaba ocupada con el pintor? De seguro hubiese declinado la invitación y tú hubieras echado a perder una oportunidad por inoportuno” (sí, las consciencias suelen hacer extraños juegos de palabras).
Ya en el presente, descubres que como de costumbre no tienes nada qué hacer en el centro comercial aparte de desperdiciar el tiempo y burlar tu soledad. Así recorres los pasillos como alma en pena sin objetivo, deteniéndote en diogénesicos aparadores que ofrecen a la venta todas esas cosas que realmente no necesitas. Una vez que te cansas de caminar te diriges a comer una pizza ‘a la Llanero solitario sin Toro’ –o si lo prefieres ‘a la Romeo sin Julieta’– y luego vas a los cines y compras un boleto para ver aquella película cuyo título te suene menos insulso.
La función transcurre sin que puedas evitar imaginarte que tú eres el héroe de la pantalla, quien con valentía, y sin que se desacomode un solo cabello de su peinado, salva con gallardía a la princesa en apuros, quien, según tu mente, es tu vecina. Al terminar la cinta, notas que es aún muy temprano y decides ver otra.
Al salir de la segunda película ya es de noche y en vez de acudir al bar habitual decides ir directo a casa. Cuando llegas ves que el nuevo color ha revitalizado a la fachada de la casa de enfrente, en tanto que las flores recién plantadas le dan un toque encantador. Tu corazón comienza a palpitar con el mismo ritmo que sentía Napoleón cada que alguien le pronunciaba la palabra ‘invierno’ después de 1812. Piensas que es un excelente momento para ir a presentarte, pero… “¿Cómo vas a llegar con las manos vacías?… ¡hubieras comprado algo en el centro comercial!, ¿cómo estuviste allí metido todo el día y no te acordaste de comprarle algo?”. Tu consciencia vuelve a ganar con sus razonamientos y provoca que tu ánimo caiga a la altura de los ojos de una amiba de tren subterráneo; por ello entras a casa. Los sábados no hay sopa, pero sí mucha TV.
El tiempo pasa lentamente, a las 11 de la noche se te ocurre salir a comprar algo para tu vecina e ir a presentarte, pero “a esta hora ya todas las tiendas están cerradas”. A las doce tu consciencia te dice: “ya es tarde para tan importante misión”. Tus ojos miran la TV, pero tu mente se ha pasado todo este tiempo rondando la casa de enfrente.
A las 3 a.m. apagas finalmente la TV y te encuentras determinado a algo. No te importa ir con las manos vacías, estás a sólo una calle de distancia de una persona a quien aparentemente le agradas, quizás no tanto como ella a ti, pero qué diablos, ¿no dicen que quién no arriesga no gana? Te armas de valor y comienzas a ignorar las advertencias de tu consciencia, la cual ahora no sólo habla sino que grita tanto como el ganador del concurso para llamar cerdos.
Abres la puerta y al salir notas la familiar luz intermitente reflejada en la ventana de la sala de tu vecina, sí ella de seguro está viendo TV. Tu consciencia sigue gritando “¡Detente!, ¿qué le vas a decir?, ¿cómo vas a ir así como así?, mira que tengo un mal presentimiento. Mejor regresa”. Pero tú ignoras todo lo que sucede dentro y fuera de ti, salvo esa luz intermitente en la ventana, a la cual te acercas a pasos apresurados.
Atraviesas la calle y tan abstraído te encuentras que jamás escuchas el sonido de la gran bocina y el poderoso motor del camión remolque de doble caja. Para ser honesto, todo es tan fuerte que ni sientes el golpe que te dispara a seis metros de distancia, y la verdad ya no tienes vida para ver cómo escapa a gran velocidad ese gran camión cuya parte posterior dice en letras de polvo: ‘Visite Caborca Son.”.
Mientras tu consciencia repite “Te lo dije”, tú encuentras por fin la paz.
Siempre imaginaste que a esta edad habitarías una casa en la que se podría respirar una fragancia femenina que te resultase familiar y en la que pronto se escucharían los pasos de un pequeño, ambas personas por las cuáles tus esfuerzos existenciales cobrarían mayor sentido.
En cambio, en esta casa sólo se percibe tu masculino aroma. Terminas la cena y das inicio a tu dosis diaria de televisión, que se prolonga hasta que te vence el sueño, para mañana temprano repetir la misma historia solitaria de hoy.
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Al día siguiente, tras el baño y la afeitada, sales a la hora acostumbrada. Te dispones a abordar tu auto último modelo, pero antes de ello descubres un elemento que rompe la rutina. Se trata de un gran camión de mudanzas descargando muebles en la casa que se ubica justo enfrente a la tuya. Por fin alguien va a ocupar en esa vivienda que ha estado deshabitada por lo menos desde que llegaste al vecindario. Te dices que eso será un cambio, y lo haces con una alegría artificial que repentinamente vuelve a convertirse en tedio. Reanudas tus mecánicos movimientos para abordar tu carro, pero estos son interrumpidos por lo que descubres al lado del camión de mudanzas.
Es una mujer morena, que tiene aproximadamente tu misma edad, la cual, con nerviosos movimientos, ordena a los cargadores qué muebles deben bajar del gran camión y les indica los cuidados que deben tener con éstos.
Miras a la mujer con detenimiento, me atrevo a decir que incluso estudias las líneas de su rostro. De repente eres sorprendido por los ojos de ella que miran directamente a los tuyos. La distancia entre ambos es la que separa a las aceras paralelas de una calle, eso te permite hasta notar en la joven un pequeño rubor, que curiosamente tú experimentas también. Ella sonríe y tú… desvías la mirada y nerviosamente subes a tu auto. Tu consciencia dice: “Te has comportado como un perfecto idiota”, enciendes tu carro y sin mirar atrás –léase hacia la atractiva morena– te diriges a tu oficina.
En una ocasión supuse que existía la comunión de almas a primera vista, aún no he vivido lo suficiente para comprobarlo –aunque espero estar en el proceso de ello–, pero por lo menos tú esta mañana te convenciste que tal suceso es una palpable realidad. Lo sentiste en la mirada de tu nueva vecina. Ninguna mujer había provocado una reacción semejante a la que experimentaste con ella, era como si ambos se hubieran conocido en el pasado.
Sigues conduciendo y de repente piensas en regresar para presentarte a ella y ofrecerle ayuda en la mudanza. Miras tu reloj, tienes el tiempo suficiente para eso, pues acostumbras llegar muy temprano a trabajar, sólo que tu consciencia te recuerda: “tienes muchas tareas pendientes para hoy y primero es el deber”. Aún tiemblas de nervios, llegas a tu trabajo con los acostumbrados 75 minutos de anticipación.
En la oficina realizas correctamente tus labores, tan eficaz eres que a la mitad del día ya no tienes más tareas pendientes que cumplir. Sin embargo, a pesar de tu concentración laboral, no has podido quitarte la imagen de tu nueva vecina desde que la viste, y utilizas el resto de la jornada para hacerte preguntas del tipo: ‘¿cómo se llamará?’, ‘¿realmente le habré resultado agradable?’ y ‘¿será soltera?’. Ruegas, a una divinidad en la que nunca has creído, que ella sea una mujer sin compromisos sentimentales en el presente.
El tiempo se arrastra de la manera en que suele hacerlo cuando uno está ocioso en horas de trabajo; por ello utilizas los minutos ‘libres’ del encierro para elaborar mentalmente proyectos de vida –que van de lo descabellado a lo práctico con asombrosa facilidad– en los que se incluye a tu vecina como personaje central de tu felicidad futura. Aunque cada uno de esos sueños se interrumpe ante una cuestión recurrente: ¿cómo vas a presentarte a ella? Te maldices por no haber aprovechado la oportunidad de la mañana.
Al salir del trabajo, la morena sigue dando vueltas en tu mente. Lo que más te preocupa es darle la mejor impresión en el momento de presentarte. El recuerdo de todos tus ‘sufrimientos’ pasados, de toda la soledad que experimentas a diario y el que ‘realmente no quieres perder otra nueva oportunidad’ (mucho menos con una mujer que te ha impresionado tanto con sólo mirarla) hace que seas un manojo de nervios al llegar a casa.
Mientras estacionas tu auto, miras de reojo la vivienda de enfrente. Hay una luz encendida. Imaginas que la joven debe estar allí, mientras bajas del carro y con trémulas mano cierras la puerta. Una voz hace que tu corazón se sienta como claustrofóbico hiperactivo y esté a punto de salir disparado por tu garganta. Fue un simple saludo, emitido por tu vecina contigua. Esta es una anciana, la viuda de López, quien se disponía a cruzar la calle llevando en sus manos un plato con galletas. Recuerdas que esta anciana acudió a regalarte un plato con galletas el día que te mudaste a tu actual casa.
La viuda desvió su ruta original para ir a saludarte con su característica amabilidad. Sabes bien que la buena mujer sólo tiene dos tareas básicas en su invernal vida: hacer galletas y enterarse de las vidas de todos los habitantes de esa calle.
Tras ponerse al tanto de cómo te ha ido desde la última vez que se encontraron –nada nuevo realmente, cada día para ti ha sido una copia casi exacta de su previo y de su consecuente–, la dulce vieja te pregunta si no quieres acompañarla a conocer a la nueva inquilina de la casa de enfrente. Esa frase provoca en ti una gran alegría, pues la viuda de López dijo inquilina y no inquilinos, y sabes bien que no hay mejor observadora que esta vieja, a quien cualquiera que sea víctima de un crimen desearía tener como testigo.
Sin embargo, declinas su invitación, pues tu previsora consciencia te dice: “estarás de más en una plática entre dos mujeres que se van a conocer; lo mejor es que te presentes tú solo en otra oportunidad”. Dices a la viuda que tienes cosas que realizar en tu casa y que después pasarás a presentarte tú mismo con la nueva vecina. Te despides y entras a tu hogar para comer sopa semipreparada y aplicarte una fuerte dosis de televisión.
Esa misma noche tus sueños son intranquilos y en ellos aparece tu morena vecina de enfrente, con esa sonrisa y esa mirada que te cautivaron. En tus sueños no hay nada que la recatada viuda de López pudiese reprobar si se los contaras. Lo más significativo es que la joven no sólo ha invadido tu vigilia, sino también tus territorios oníricos. Esa noche por más que sueñas, no puedes descansar.
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La mañana siguiente sería igual a las anteriores, de no ser por que ahora la casa de enfrente te parece más luminosa. Tu desempeño en la oficina es idéntico al de ayer y tus pensamientos continúan centrados en la joven morena.
Es miércoles, día de la semana en que tras salir de la oficina tienes que ir al supermercado a abastecerte de las sopas semipreparadas y demás alimentos. Allí, mientras corroboras que la fila para pagar en la que tú estás formado es siempre la más lenta, te encuentras a la viuda de López quien te saluda cortésmente. Sin que tú se lo pidas, la anciana te pone al corriente de la vida de tu nueva vecina: soltera ‘Y-SIN-COMPROMISO-ACTUAL’, exitosa profesionista que se ha mudado a esta ciudad ‘EN-LA-QUE-NO-CONOCE-A-NADIE-Y QUISIERA-HACER-AMISTADES PRONTO ’ y que se ha tomado esta semana de vacaciones para efectuar su mudanza.
¡Ah pero la viuda de López no sería ella si no hubiese actuado como una excelente celestina en el momento de presentarse a la joven! Según te comentó, antes de despedirse, le preguntó si ya ‘había tenido el gusto de conocer al apuesto caballero de la casa de enfrente’ (tu corazón saltó de gusto tras la descripción que la anciana hizo de ti), a lo que la joven respondió negativamente con una sonrisa. En este momento te propones que tan pronto llegues a casa, irás a conocer a la joven.
Arribas a tu hogar, con el ánimo no muy en alto, y mientras estacionas el auto tu consciencia dice: “no debes apresurar las cosas, esta vez debes tomar todo con calma. Recuerda lo que pasó la última vez que perdiste la paciencia”. Por eso entras a tu hogar y terminas sentado viendo insulsos programas de TV mientras comes una sopa semipreparada.
Una vez apagada la TV no puedes dormir, los deseos de ir con la joven te atormentan cada vez más. No hay posición en la cama que te permita un minuto de descanso. La inquietud alcanza niveles insoportables a las dos de la madrugada –sientes como si fuera la última noche de un condenado a muerte–; pero a las tres parece que tu cuerpo se decide a tomar el descanso por la fuerza y comienzas a adormilarte. Por desgracia un pesado camión de carga que cruza por tu calle a gran velocidad espanta definitivamente tu descanso.
Era un gran remolque de doble caja, cada una de las cuales estaban cubiertas de polvo, como si fueran féretros de milenarias momias recién descubiertos. En la parte posterior de la última caja algún gracioso escribió con el dedo ‘Visite Caborca Son.’. Desde tu habitación tú no pudiste ver el gran camión, pero a mí me llamó la atención ese letrero, que rompía completamente con el tradicional ‘Ya lávame cerdo’. En fin, por esa frase me dan ganas de algún día visitar Caborca.
Pero tú no viste el camión, y tampoco puedes conciliar el sueño. Permaneces en vela hasta el momento en que tienes que levantarte para iniciar una jornada nueva.
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El día es un eco existencial del anterior, salvo que hoy, una vez que sales del trabajo, no vas al supermercado, sino directo a casa. Al estacionar tu carro, distingues de reojo que la morena está regando unas flores nuevas que seguramente acaba de plantar en la parte anterior de su hogar. Ella voltea a verte y sonríe con amabilidad. Si yo tuviera injerencia en ti, o estuviera en tu lugar, iría de inmediato a presentarme, pero resulta que tu consciencia es más sabia y cautelosa que yo, por ello te dice: “Mira cómo tiemblas, ¡qué va a pensar ella de ti!, además, ¿qué le vas a decir? Mejor métete a casa de inmediato”. Por eso dibujas una torpe sonrisa monalisesca en el rostro, proseguido por un ridículo mutis a través de la puerta principal de tu vivienda. Adentro te esperan una sopa, la TV y otra noche de insomnio. Yo me distraigo pensando en Caborca y en si existe el reconocimiento de almas con tan solo una mirada.
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A la salida del sol (Febo es, por cierto, el constante asesino de las últimas esperanzas de un insomne), reanudas tu rutina. Todo vuelve a repetirse. Ras el trabajo, al llegar a casa, tu vecina no está regando flores y por ello entras tranquilamente a comer sopa y ver TV. Pero más tarde, cuando te encuentras en tu cama, comienzan a desfilar proyectos de cómo debes presentarte correctamente a la morena. Te pones a divagar hasta cerca de las tres de la madrugada; momento en que te levantas de la cama y te pones tu ropa deportiva.
En tu mirada se nota un dejo de decisión cuando abres la puerta y miras hacia la casa de tu vecina. Allí distingues una luz intermitente en la ventana de la sala, que proyecta sus haces desde el interior hacia las cortinas. Es la luz clásica de un televisor encendido. Das dos pasos más allá del portal de tu hogar, el corazón te late con premura y un temblor invade tu cuerpo. Te detienes. “¿Cómo piensas ir a presentarte así de trémulo como te encuentras y a estas horas de la noche?”, te pregunta tu prudente consciencia. Tragas saliva, das media vuelta, te desnudas y regresas a tu cama a pasar una infernal noche sin descanso.
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Ahora es sábado por la mañana, piensas ir al centro comercial a dejar que pasen las horas –irás de compras, visitarás tiendas, comerás y verás una película, todo bajo el mismo techo–. Antes de abordar tu auto, notas que tu vecina está afuera de su casa dando instrucciones a un pintor de brocha gorda comisionado para cambiar el color de la fachada. Tú finges no haberla visto y sigues los consejos de tu siempre alerta consciencia: “Mejor vamos a hacer lo que tenemos qué hacer, mientras piensas qué decirle, y en la noche vienes a saludarla”. Tú obedeces.
Llegas al centro comercial preguntándote si no hubiera sido mejor invitarla a comer, tu consciencia responde inmediatamente: “¡Cómo crees!, ¿acaso no viste que estaba ocupada con el pintor? De seguro hubiese declinado la invitación y tú hubieras echado a perder una oportunidad por inoportuno” (sí, las consciencias suelen hacer extraños juegos de palabras).
Ya en el presente, descubres que como de costumbre no tienes nada qué hacer en el centro comercial aparte de desperdiciar el tiempo y burlar tu soledad. Así recorres los pasillos como alma en pena sin objetivo, deteniéndote en diogénesicos aparadores que ofrecen a la venta todas esas cosas que realmente no necesitas. Una vez que te cansas de caminar te diriges a comer una pizza ‘a la Llanero solitario sin Toro’ –o si lo prefieres ‘a la Romeo sin Julieta’– y luego vas a los cines y compras un boleto para ver aquella película cuyo título te suene menos insulso.
La función transcurre sin que puedas evitar imaginarte que tú eres el héroe de la pantalla, quien con valentía, y sin que se desacomode un solo cabello de su peinado, salva con gallardía a la princesa en apuros, quien, según tu mente, es tu vecina. Al terminar la cinta, notas que es aún muy temprano y decides ver otra.
Al salir de la segunda película ya es de noche y en vez de acudir al bar habitual decides ir directo a casa. Cuando llegas ves que el nuevo color ha revitalizado a la fachada de la casa de enfrente, en tanto que las flores recién plantadas le dan un toque encantador. Tu corazón comienza a palpitar con el mismo ritmo que sentía Napoleón cada que alguien le pronunciaba la palabra ‘invierno’ después de 1812. Piensas que es un excelente momento para ir a presentarte, pero… “¿Cómo vas a llegar con las manos vacías?… ¡hubieras comprado algo en el centro comercial!, ¿cómo estuviste allí metido todo el día y no te acordaste de comprarle algo?”. Tu consciencia vuelve a ganar con sus razonamientos y provoca que tu ánimo caiga a la altura de los ojos de una amiba de tren subterráneo; por ello entras a casa. Los sábados no hay sopa, pero sí mucha TV.
El tiempo pasa lentamente, a las 11 de la noche se te ocurre salir a comprar algo para tu vecina e ir a presentarte, pero “a esta hora ya todas las tiendas están cerradas”. A las doce tu consciencia te dice: “ya es tarde para tan importante misión”. Tus ojos miran la TV, pero tu mente se ha pasado todo este tiempo rondando la casa de enfrente.
A las 3 a.m. apagas finalmente la TV y te encuentras determinado a algo. No te importa ir con las manos vacías, estás a sólo una calle de distancia de una persona a quien aparentemente le agradas, quizás no tanto como ella a ti, pero qué diablos, ¿no dicen que quién no arriesga no gana? Te armas de valor y comienzas a ignorar las advertencias de tu consciencia, la cual ahora no sólo habla sino que grita tanto como el ganador del concurso para llamar cerdos.
Abres la puerta y al salir notas la familiar luz intermitente reflejada en la ventana de la sala de tu vecina, sí ella de seguro está viendo TV. Tu consciencia sigue gritando “¡Detente!, ¿qué le vas a decir?, ¿cómo vas a ir así como así?, mira que tengo un mal presentimiento. Mejor regresa”. Pero tú ignoras todo lo que sucede dentro y fuera de ti, salvo esa luz intermitente en la ventana, a la cual te acercas a pasos apresurados.
Atraviesas la calle y tan abstraído te encuentras que jamás escuchas el sonido de la gran bocina y el poderoso motor del camión remolque de doble caja. Para ser honesto, todo es tan fuerte que ni sientes el golpe que te dispara a seis metros de distancia, y la verdad ya no tienes vida para ver cómo escapa a gran velocidad ese gran camión cuya parte posterior dice en letras de polvo: ‘Visite Caborca Son.”.
Mientras tu consciencia repite “Te lo dije”, tú encuentras por fin la paz.
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