Llevo días tratando de decidir cuál será la moraleja de la historia. La verdad no sé si es que todos debemos llevar siempre algunas monedas en el bolsillo o aprender a respetar a los ancianos. Todo empezó un día en que llevé a mi trabajo un buen filete de pescado para la hora de la comida. Debo decir que para mí un filete de esos pero que no tenga un poco de limón vale lo que un predicador en el desierto o un neumático triangular. Pues bien, a la hora de comer descubrí que mi filete no tenía limón. Lo bueno es que recordé que a dos calles de mi oficina hay un gran mercado, en donde seguramente venderían limones. Presuroso me dirigí hacia allá hasta encontrarme frente a un gran puesto de frutas y verduras, atendido por una dulce anciana que tiernamente pasaba el tiempo tejiendo unas botas para bebé. En su puesto estaban a la venta los limones más jugosos que haya yo visto, bueno, quizás no tanto, pero lucían realmente jugosos. Tras saludar cortésmente a la viejecita (ella me devolvió el saludo con la misma amabilidad) tomé uno de los limones y le pregunté a ella el precio. “Son cincuenta centavos, joven”, me dijo sonriendo tras interrumpir su labor de tejedora. Busqué una moneda en mis bolsillos, pero lo único que tenía era un billete de quinientos pesos. Se lo hice saber a la anciana, quien sonriendo me dijo: “no hay problema joven lléveselo y al rato pasa los cincuenta centavos”. Yo guardé el limón en el bolsillo vacío y agradeciendo su confianza le dije: “Sí, al rato se los traigo”. Ahí comenzó el drama. Llegando a mi trabajo comí el delicioso filete, con el exquisito jugo del limón. Quedé tan feliz y satisfecho con mi comida que regresé alegre a retomar mis labores, antes de lo cual pensé en ir a pagarle a la anciana, pero no me dieron muchas ganas de salir de nuevo, optando por ir a pagar mi deuda al día siguiente. Tanto me gustó el filete que incluso esa noche, ya en mi casa, soñé que era yo un marinero naufragando y llegué hasta una isla paradisiaca en donde se daban los limones más jugosos del mundo y con facilidad se podían pescar peces que resultaban deliciosos. Jamás he vuelto a tener un sueño tan hermoso, bueno, quizás sí, pero ese fue bonito. Al día siguiente llegué como de costumbre a la oficina, me puse a trabajar y pensé en ir a pagarle a la viejecita al medio día. Cuando llegué al mercado me la encontré tan tierna y dulce como el día anterior, había terminado una de las botitas y ya iba a la mitad de la segunda. “Buen día señora”, la saludé y ella me contestó con mucha amabilidad mientras dejaba su labor a un lado y se ponía de pie quitándose los anteojos. Con un tono cortés, pero manteniendo su mirada triste fija en mí, me preguntó: “¿para usted qué es un rato?” La pregunta me sorprendió bastante y le respondí: “pues un momento breve”. “¡Ah!”, dijo y empezó a bajar unas piñatas que estaban colgadas sobre su puesto, sin dejar de mirarme continuó, “¿y usted cree que entre el instante en que se llevó el limón y el presente ha pasado sólo un momento breve?” Yo, estúpidamente, como si ella estuviera bromeando conmigo, le empecé a responder: “Bueno, usted sabe que el tiempo es relativo”, pero no mal había llegado a la palabra ‘tiempo’ cuando recibí un fuerte piñatazo en la cabeza. Se trataba de un burrito multicolor que la anciana me había arrojado. Y mientras alcanzaba otra piñata (ahora era de un winnie pooh) me gritó: “un breve momento, yo te voy a enseñar lo que es la brevedad, abusivo”. El winnie pooh fue a romperse en mis costillas y luego me arrojó un bob esponja, éste me dolió más porque no era una piñata de las pequeñitas. Yo estaba mudo de asombro ante la sorpresiva furia de la vieja, quien después de arrojarme cinco piñatas empezó a darme de puntapiés, ante las miradas divertidas de la gente que poco a poco se fue reuniendo alrededor de su puesto. Yo para entonces ya estaba en el suelo tratando de proteger mi rostro y mis partes nobles. “Ya estoy cansada de los abusivos como usted”, gritaba la viejecita sin que pareciera estar cerca del cansancio por tanto ejercicio. De repente dejó de golpearme y yo me atreví a asomarme. Su rostro era una desfiguración similar a la de las caras de los demonios tibetanos y de sus ojos ahora parecían salir dantescas llamas. Por un momento me temí que iba a reanudar su ataque, pero en vez de eso salió del mercado hacia la oficina de correos que estaba cerca y fijó su mirada en una de las motocicletas de los carteros. Seguro pensó en que si hubiera podido la levantaría para arrojármela, en vez de eso llamó al policía y le pidió ayuda. Adolorido pagué todo lo destruido. No fue necesario que el policía hiciera nada, pues los curiosos estaban todos a favor de la ancianita quien calculó que el total de daños fueron como quinientos pesos, lo cuales pagué gustoso para largarme de allí. Esa es la historia del limón más caro del mundo.