Había un valet parking que bailaba a las siete el lago de los cisnes mientras castañeaba con los dientes el cascanueces. Corriendo hacia el altar iba la novia ciega, conocida como ‘la novia que no veía’, pero su prometido jamás llegó a la ceremonia, pues estaba en altamar buscando alguna ballena que fuera vacía. “Leven anclas”, decía el marinero prometido, “leven anclas” y su grumete, un mozalbete regordete, comía anclas de rana, sacadas de ranacerontes que solían vivir cuando el Sáhara era un gran océano. El ajuar juar juar de la novia que no veía consistía de muchos y muy finos regalos: costosas costillas de la costa, fragancias que la gente usa para fugar el olfato, ventajosas ventanas veteadas y otras curiosidades importadas. Entre los invitados había austeros astronautas australianos, banqueros argentinos que tenían sus bancos en el Río de la plata, -pero que en la boda se la bancaban en una sola silla de arcilla (seguro que creíste que en un banquillo)-, eunucos enanos enamorados, modosos modistas marroquís (en realidad eran mauritanos), olvidadizos oligarcas adictos al aceite de oliva, Popeye, un rebosante de vida Lázaro que lazaba lazarillos, presuntuosos presidentes de naciones esclavizadas que se presumen libres, sicofantes vestidos de elefantes, pedicuristas pedófilos pervertidos (cuyos lugares favoritos eran las zapaterías chinas o japonesas, suelo confundir los ojos y las cortinas rasgadas) y una princesa persa que perseguía persistente a parsimoniosas personas. Pero te digo de nuevo que comer huevo no es un juego y también que la boda de la novia que no veía no pudo ser. El Obispo vestido de abeja iba avispado a oficiar la misa, y en lo que esperaba dejaba, asqueado, que los fieles desgastaran con oscuros ósculos sus anillos vaticanos de oro que tenía en los dedos de las manos. Esa fue una no boda. Jamás se supo si el prometido encontró siquiera a calcetines o a medias a una ballena vacía, pues nunca más se le volvió a ver.
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