sábado, 6 de septiembre de 2008

Voy por cigarros

“Voy por cigarros”, dijo y cerró la puerta. Jamás volvió. Lo buscaron en el lugar de la abuela que vuela, donde lo rancio y pasado sólo por ser viejo es considerado ‘clásico’. Un clásico idiota. Lo buscaron en un puerto sin mar y en el tugurio del mal augurio; en el edificio sin tiempo y en la ciudad del estrés, cualquier ciudad que se precie de serlo desborda estrés, a la una, a las dos y a todas horas. Lo buscaron en la montaña artificial de aventuras dosificadas, empaquetadas, y en los lentos rápidos de agua clorada. Lo buscaron en los brazos vacíos de sus viejas amantes y en la mirada descarada de la Maleva de San Telmo. Lo dieron por muerto. “Voy por cigarros”, dijo el mismo día que pensó que su vida no era realmente suya, que la curiosidad murió cuando cambió sus tiendas de campaña por una casa de ladrillos construida por un práctico cerdo. La perdió el día en que su aerostático globo se llenó de lustrosos niños lastrosos y lloraba en silencio, sin lágrimas; el día en que su egoísmo fue enterrado por las arenas de un autoconvencimiento con fines ilusorios. Había que ser excelente. Perdió su vida el día en que confundió la felicidad con lo que se dice que debe ser. El final empezó cuando el sexo fue maquinal, cuando la sal sabía a papel blanco y los besos ya no tenían electricidad, cuando le importó un carajo lo que salía de boca de su esposa, cuando la puerta no estaba allí para impedir la entrada sino para no dejar salir. El día en que ya no lo calentaba el sol, sino la hoguera de Juana de Arco. Todo le dio asco y terror, hasta el momento que sin haberlo planeado dijo: “Voy por cigarros”, y después de cerrar la puerta por fuera jamás volvió.

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