sábado, 7 de marzo de 2009

Dolores

Siempre hay personas demasiado jijas. Recuerdo cuando Juan, carcajeándose a cada rato, me narró la historia de su tía Dolores. Ella actualmente tendría unos 65 años, fue la primera hija de un matrimonio que esperaba un varón. Nomás no la ahogaron en un balde de agua como a un gatito sobrante porque las leyes impiden hacer eso con los humanos y en el pueblo donde ella nació todos hubieran sospechado de su desaparición. Su padre huyó antes de que Dolores cumpliera un año, con una gitana, tras notar que su esposa no podía darle el hijo que él quería. Juan no supo qué fue de su abuelo. No acababa de enfriarse el lecho del esposo fugitivo cuando la esposa abandonada volvió a descubrirse embarazada. Según las matemáticas, el chamaco que nació después bien pudo haber sido hijo del marido escapista, pero algunos le colgaban en secreto el santo al curita del pueblo, pues doña Rufina, la madre de Dolores, debido a la pena que le provocó el abandono no salía de la iglesia. El caso es que fue niño y Dolores comenzó a ser educada, no para casarse, sino para ser la compañera de su madre hasta que ésta muriese. Pobre Dolores, desde pequeñita vestía ropas gruesas y oscuras, telas que apenas dejaban asomar su cabeza y sus manos. No era nada fea, como ahora podemos comprobar, pero esa increíble timidez extrema que Rufina le inculcó tuvo nefastos resultados. Con decirte que ni siquiera le permitió a su hija asistir a la escuela. Rufina enseñó a dolores a leer y escribir, previendo los días en que su vista decayera. Le enseñó a hacer las cuentas básicas también, eso nunca está de más. La pobre Dolores no se atrevía a levantar la mirada del suelo cuando acompañaba a su madre al mercado, pues con tantito que la joven alzara los ojos su progenitora le propinaba tremendo varazo en la espalda. Lo curioso es que nadie escuchó a Dolores proferir ni una queja. Ella era la sirvienta de su hogar, casi casi una esclava, pues ayudaba a su madre a hacer los bordados que las mantenían, siempre después de hacer todas las labores domésticas. Cuando Dolores cumplió los 18 años era una joven muy bella, y su lindura era conocida; por eso varios pretendientes rondaban por su casa como perros en celo. Sólo que las puertas permanecían bien cerradas para todos ellos. ¡Ah!, pero las cosas fueron bien distintas cuando el febril Romeo fue don Primitivo Chávez, el más poderoso ejidatario de la región, a quien podríamos llamar señor feudal, sin exagerar. Rufina permitió que Primitivo le hiciera la corte a Dolores, quien taimada como ella sola no sabía ni dónde posar los ojos cuando su otoñal enamorado la visitaba. La boda fue una gran comilona y mucho baile. Pero a Primitivo lo que le urgía era ver lo que había debajo de las gruesas ropas de su ahora mujer (eso de ‘ver’ sabrás que es un mero eufemismo de mi parte). Presa de la emoción, se llevó a Dolores a su casa a la mitad de la celebración y una vez en la alcoba le pidió marcialmente que ‘se encuerara’. Dolores temblaba de terror, pues el solo hecho de pensar que alguien viera su desnudez la hacía sentirse digna del peor rincón de los infiernos. Primitivo, al notar que su mujer no lo obedecía, no tardó en encolerizarse y se propuso desnudarla a como diera lugar. Pero tan pronto le arrancó la primera prenda, Dolores empezó a dar unos chillidos como de puerco atorado. Eso en un principio aumentó la furia de Primitivo, quien intentó arrancarle más prendas a su bella mujer. Pero a mayor furia, mayor intensidad de los alaridos. El novio sentía que los gritos le taladraban los oídos y que pronto le empezarían a sangrar. “¡Ya cállate jija de la…!”, le ordenó a Dolores con toda la violencia de la que era capaz, la cargó y la llevó hasta la carreta en la que habían llegado de la boda. Mientras tanto la fiesta continuaba, el ánimo del baile se incrementaba y más de una joven estaba casi dispuesta a aminorar sus resistencias ante su enamorado. De repente todo quedó en silencio, como si les hubieran vaciado a los festejantes un balde gigante de agua fría. Primitivo había llegado, cargando en sus brazos a la joven que ese mismo día había desposado. El furibundo ejidatario se acercó hasta donde se encontraba doña Rufina y le arrojó a Dolores a sus pies. “Ahí tiene a su pinche hija que no sirve para una chingada”. Rufina no dijo nada, esperaba que Primitivo no le pidiera de vuelta la cuantiosa suma que le había dado para poder matrimoniarse con su hija. Primitivo se dio la media vuelta y se fue de allí, su orgullo fue tan herido que nunca quiso rebajarse a pedir que le devolvieran ni un centavo. “Serás pendeja”, le dijo Rufina a Dolores cuando la tomó de la mano para abandonar el recinto en el que hasta hacía pocos instantes albergaba una fiesta. A partir de entonces nadie volvió a ver a Dolores. Se pasó el resto de su vida encerrada en la casa materna, cubierta hasta con guantes y velo. Dicen que cuando alguna persona llegaba a entrar en la casa y notaba la presencia de Dolores, ésta pegaba una carrera como de diablo en catedral, para esconderse. Dolores cuidó de su madre y de su hermano, quien creció hasta convertirse en un apuesto mozo, se casó, tuvo un hijo y, como si el esposo fugado hubiera sido su verdadero padre, huyó con una gitana que visitó un día el pueblo. Rufina no soportó ver el mismo drama por segunda vez y a la semana siguiente del escape de su hijo murió maldiciendo a las malas mujeres y a la ‘pendeja de su hija’. La cuñada de Dolores pensó que era injusto echar a perder lo que le quedaba de juventud por los malos tratos de un hombre y decidió dejar a su hijo, recién bautizado Juan, al cuidado de Dolores. Fue casi increíble que ella se encargara sola de la casa y del niño. No sólo alimentó y vistió a su sobrino, sino que lo educó y hasta le costeó los estudios de medicina. Juan, en vez de enfocarse en el amor que le prodigaba su tía, creció resentido con sus padres que lo abandonaron, por eso no perdía nunca la oportunidad de maldecir a su tía Dolores, como si ella fuera la responsable de su mala suerte. Juan nunca fue un buen estudiante, ya desde muy joven era famoso por sus juergas y por la cantidad de vino que ingería. Así que cuando se recibió nadie le auguraba un futuro prometedor. Su afición al juego lo obligó a buscar desesperadamente dinero para pagar deudas que no eran precisamente de honor. Desesperado, se tragó el orgullo y, fue con su tía para pedirle ayuda económica. El muy bruto no sabía que Dolores ya no tenía ni para que la enterraran en una fosa común. Juan, creyendo que su tía le negaba el dinero, le dio una bofetada y se fue a buscar ayuda a otro lado. Donde quiera encontraremos gente capaz de cualquier cosa con tal de lograr un fin, y el destino suele juntar a individuos con características similares. Eso fue lo que sucedió esa noche en la facultad de medicina. De visita se encontraba el famoso anatomista alemán Franz Von Hayer conversando con el profesor Raymundo Fernández. El primero estaba ideando una exposición de anatomía que visitara las principales ciudades del mundo, el problema es que no tenía cadáveres que exhibir aún. Necesitaba especímenes recién fallecidos para empezar a hacer realidad su sueño; precisamente por eso había ido a visitar a Fernández. “¿No conocerá usted a algún sepulturero dispuesto a proporcionarme cadáveres frescos para mi exposición?” Mientras hacía la propuesta iba por allí pasando Juan y a Fernández se le ocurrió una idea. ¿Quién mejor que Juan para la tarea? Con su necesidad de dinero y su carencia de escrúpulos, Juan era capaz de desenterrar a cualquier muerto fresco a cambio de una buena suma. Tras proponerle el negocio al disipado calavera, a éste nomás le brillaron los ojitos de codicia y alegría. Salió de la facultad rumbo a casa pensando en el cadáver más fresco que pudiese encontrar. Una vez en su habitación sacó lo que quedaba sin empeñar de su maletín de prácticas, llenó una jeringa con una sustancia eficaz para sus fines y ocultándola salió a buscar a su tía. La disculpa fue breve, las fáciles lágrimas de cocodrilo arrepentido brotaron de los ojos de Juan y tras el abrazo con el que se sellaba el perdón vino la inyección letal. Según el asesino su tía no sufrió mucho. Durante la noche el joven se quedó mirando el cuerpo inerte, cubierto de gruesos y oscuros ropajes, que yacía ante él. No hubo necesidad de ponerle ropa funeraria, pues ella después de su boda siempre estaba vestida para morir, aunque la vestimenta no era necesaria. Sólo era cuestión de esperar a que la recatada mujer se enfriara para llevársela al profesor y cobrar lo prometido. Entre los respetables médicos no fue difícil efectuar los trámites necesarios y barnizar de legalidad el asunto. Por primera vez Dolores fue vista desnuda por un hombre, el famoso anatomista alemán, quien procedió a extraer todos los líquidos del cadáver para empezar el proceso de momificación. Yo soy el vigilante del museo de anatomía en donde se encuentra exhibido, sin recato alguno, el cuerpo desnudo de Dolores. Mucha gente viene aquí para analizar las disecciones de su brazo y pierna izquierdos, otros vienen a ver el interior de su abdomen, pero casi todos quedan asombrados por la belleza del rostro y la escultural silueta de esta mujer que sigue mostrando su cuerpo desnudo sin poder siquiera ruborizarse. Todo esto contó el mismo Juan, un pobre borracho que deambula por las afueras del museo, dispuesto a contar la historia del cuerpo de su tía a cualquiera que le invite un trago. En fin, yo sólo espero que cuando me muera me incineren y que ninguno de mis hijos salga tan jijo como el pinche Juan.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Saludos desde Boliva y muchas gracias por tu visita a mi blog