jueves, 5 de marzo de 2009

El gordo y el flaco en el banco

El que la mañana no suceda como te la esperabas no te justifica para que la agarres contra el mundo. Por eso decides tragarte la incipiente furia y salir de casa con la mejor disposición posible. Tu primer tarea es la de acudir al banco a cobrar un cheque. Llegas hasta la ventanilla después de una tediosa espera tortugosa en la fila. Allí te reciben dos tipos de aspecto tan grotesco como dispar, protegidos, como animales, por un grueso cristal. A prueba de balas y de saliva, a prueba de una comunicación humana directa. El primero de los dos está tratando de hacer funcionar la computadora, es un delgado moreno de cabello engominado, luce como maniquí demacrado. De sus posibles 60 kilos de peso, seguramente 45 kilos son de puro gel para cabello. El otro es un cerdito rosado, listo para una abundante cena lechona en una isla caníbal, servido en una charola gigante aunque debe ser servido con una máscara, para evitar ver sus amargas facciones. Su cara sería blanca si careciera de tantas póstulas del cruel acné anárquico. La turbia mirada del gordo se fija un momento en un gran fajo de billetes que cuenta a una velocidad vertiginosa e increíble para sus obesos dedos. Esperas frente a la ventanilla detrás de la cual la pareja dispareja parece no reparar en ti, aunque no estés descompuesto. Aclaras tu garganta con un ejemplar “ejeeemm ejeeem”, tras esperar lo que consideras lo correcto y los saludas con una sonrisa que te cuesta muchos esfuerzos producir. Por las miradas que recibes de sus cuatro ojos sientes como si hubieras roto el encanto del mejor éxtasis. Un insulto quizás hubiera sido más dulce para ellos. Sin remover la sonrisa deslizas el cheque a través de una pequeña franja de la ventanilla. Les dices: “Hola, venía a cambiar este…” te detienes porque descubres el error de conjugación y esperas el automático correctivo a tal error que está tan de moda en un programa de televisión: “¿venía o viene?”, pregunta el gordo. “Vengo…”, respondes reforzando tu sonrisa, …“a que por favor me cambien este cheque”. Amargo, autoritario y descortés el cerdo te dice “un momento” y reanuda el conteo de los billetes. Al terminar, suspira como con molestia y fatiga y toma violentamente tu cheque con sus salchichosos dedos. Observa el reverso del papel y gruñe, lo vuelve a poner en el lugar desde el cual lo tomó y te dice con una voz bajita bajita, como la moral en Sodoma: “agries gref mgnues mngfados mngfí”. Al menos eso es lo que entiendes. “¿Disculpe?”, le preguntas mientras la cortesía que había en tu cara da lugar ahora a un gesto de incomodidad, la misma cara que ponían en el mundo antiguo los que iban a interrogar a la esfinge una vez que ésta les escupía sus acertijos. “TI-E-NES QUE PO-NER TUS DA-TOS A-QUÍ”,grita el gordo como si estuviera tratando con el ser más idiota de la Tierra mientras golpea el reverso del cheque con un dedo que tiene la uña deforme debido a las mordidas. Te preguntas si las uñas tienen tantas calorías como para hacer un cerdo de quien las come con frecuencia. El flaco engominado por fin se digna a apartar la mirada de la computadora para dirigirte un gesto de asco mezclado con incomprensión. Como un servicio a la comunidad diré a la gente tan inexperta como yo en cosas bancarias, que cuando vayan a cambiar un cheque no se olviden de anotar sus datos al reverso del mismo antes de llegar a la ventanilla. Tras anotar lo que se te pide vuelves a deslizar el cheque por el resquicio de la ventanilla. El gordo se te queda mirando como esperando algo. Tú te le quedas viendo también a los ojos como si vieras a un perro en la calle que no sabes si te quiere atacar. El obeso no reacciona y decides preguntarle: “¿Sí?” (en nada te pareces a la Monalisa y no estás acostumbrado a que te contemplen). “Una I-DEN-TI-FI-CA-CI-ÓN”, te dice el gordo exasperado mientras se rasca su geográficamente accidentada mejilla derecha. Deslizas tu identificación por la parte inferior de la ventanilla y el gordo la recoge con su mano, que ahora tiene pequeños rastros de sangre en las uñas de los dedos índice y medio. El cerdo empieza a realizar el trámite acostumbrado y burlonamente le muestra el reverso del cheque al escuálido engominado, quien dibuja una sonrisa en el rostro y voltea para mirarte la cara. Mira de nuevo al gordo y enarca las cejas levantando los hombros. El gordo imita los movimientos de su compañero y reanuda el trámite. Ahí se te acabó la poca cortesía que te quedaba. Eres consciente de que no eres alguien que puede servir de modelo para una escultura de Adonis, de que tu cutis no es terso como trasero de bebé y de que tienes un gran número de defectos, como cualquiera, por eso al menos yo no tomaré a mal tu reacción. Es un hecho que si hubieses exigido cortesía a ese par de pelmazos, lo más seguro es que se hubieran revestido de cinismo para confabularse y hacerte pasar un momento realmente malo. Así que no tomaré a mal tu reacción. Comienzas emitiendo tus famosos gestos de asco (similares a los que la gente hace cuando pasa cerca de una rata gorda que lleva muerta tres días en una avenida) y luego no despegas tu mirada de la mejilla del gordo. Él nota de inmediato tu actitud y empieza a demostrar nerviosismo e incomodidad, y lo está porque hasta pierde la cuenta del dinero que va a entregarte y tiene que contarlo otra vez. El teléfono suena y el flaco contesta. Y como si fuera un milagro similar a la apertura de un mar o la resucitación de un Lázaro, atestiguas la transformación de un patán pedante en un humilde siervo. “Buenos días licenciado… ¿cómo está?” Tú sólo volteas a verlo y con una voz clara le dices: “¿Es tu amo verdad?” El flaco termina la llamada y empieza a injuriarte. Tú le aplicas la de Séneca y decides que no hay injurias mientras no exista quién se sienta ofendido por ellas. Sabes que el flaco seguirá detrás de esa maldita ventana todo el día, si no es que por el resto de su vida y que tú sólo vas de paso. El gordo te entrega tu dinero mientras el asco regresa a tu cara y miras la mejilla del gordo. Dices “gracias” y te das la media vuelta, pero al segundo paso vuelves a mirar al gordo como para asegurarte de que la asquerosidad que acabas de ver es real. Sales del banco mientras el gordo se rasca de nuevo la mejilla derecha y el flaco te sigue lanzando miradas de odio hasta que te pierde de vista.

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