martes, 23 de diciembre de 2008
Breve divagación existencial
Guardando imagen
lunes, 22 de diciembre de 2008
Todos los autobuses paran aquí
Mejor conservar el misterio
sábado, 13 de diciembre de 2008
Los pordioseros de la belleza
Sept 16 2008,
Hotel Dolomiti, Roma. 4 am
Síntomas
Con una caperuza roja andaba, sin saltar, sin cantar, ni el lalalá más simple, pensando que el capitalismo es tan venenoso como el comunismo. El amor a veces cae como una roca que aplasta a coyotes, salida de la nada, desde el cielo. Las secuelas de ese golpe contundente pueden durarte años, probablemente el resto de tu vida, aunque haya quien diga que todo se pierde en el olvido. El tiempo cura, pero el tiempo no siempre es medicinal. Hay medicinas veneno, eso también es cierto. El problema del amor es cuando el objeto de éste es una persona como Jeckill y Hyde, que te ama y que a la vez quiere alejarse, sin importarle mucho la destrucción. Combina eso con el síndrome de Tom y Jerry, así le llamo a las relaciones con muchas emociones violentas, amor apache, que se van tragando, destruyendo a sí mismas poco a poco, y te van minando, hasta que ya no puedes siquiera mantenerte erguido y te importa un bledo que existan siete enanitos que saquen los diamantes de allí. Llega un momento en el que no quieres salir, pero que también es imposible permanecer adentro. Llegas a la cima, a la punta del Everest de las crisis, y de allí, sinceramente no queda otro camino más que tirarse de cabeza al vacío. No me crees, ya verás si te pasa. Ojalá no te pase, eso no se le desea a nadie. La memoria es selectiva, aunque los problemas hayan estado allí desde un principio, el autoengaño te dice que lo bueno siempre ha sido más constante, que por eso te has mantenido en la relación. No es cierto. Eso es lo que crees. Si llevaras un registro verías que el infierno ha estado allí, al igual que el cielo, en todo momento. Lo ideal del asunto es verdadero como el sueño y tan falso como un billete de cuatro dólares, ilegalmente tierno (ilegal tender). Descubrirás que probablemente también eres un ser disfuncional, uno para el otro, supermán y kriptonita queriendo formar una vida juntos. La función debe continuar. Y bailan, como a la fuerza, un vals en el campo minado, viendo cómo vuela un miembro distinto casi a cada paso, pero aferrados a continuar. Ocasionalmente la razón los visita, pero como buenos maleducados la corren arrojándole macetas vacías (y a veces llenas) a la cabeza. No hay contrato, no hay papeles, es ese tipo de uniones en las que se sigue por mera voluntad, más fuertes que un contrato social, aunque muchas veces uno de los dos sienta que ya no quiere seguir, sigue argumentando que hay mucho cariño allí y que no se puede desperdiciar. Me imagino que siempre hay un momento límite, en el que se acepta haberlo perdido TODO y se decide seguir hasta que la muerte los separe o matar de tajo la relación. Nada es sano, porque no fue sano siquiera al empezar. Se desconfía de todo y de todos en ese momento, hasta de uno mismo. Es la confusión inicial del vendado tras las vueltas y los giros en el juego la gallinita ciega, pero experimentada todos los días, de manera perpetua, sin venda y sin vueltas, más que las de los regresos. O te quedas allí, masoquista de capilla en Iglesia recién inventada o te arrojas, como te dije, al vacío sin paracaídas. Lo más feo es que a estas alturas ya hasta le encontraste buen sabor al sufrimiento, pero a la vez duele insoportablemente. La costumbre es algo más difícil de romper que los principios. Al final el cuento no termina bien porque, como dije, empezó mal.
jueves, 11 de diciembre de 2008
Un martes 13
Promesas y Don Juan
martes, 9 de diciembre de 2008
Otoño que sabe a invierno
jueves, 4 de diciembre de 2008
El porqué
miércoles, 3 de diciembre de 2008
Ilusiones en la barra
Donde sólo venden alimentos obtenidos del mar, en un extremo de la barra estilizada, decoración de la década de 1920 en pleno siglo XXI, comen y conversan dos tipos: altos, mediterráneos, latinos, apuestos galanes y fornidos. Llega ante la barra, a dos lugares de distancia de ellos, una rubia natural, bajita, delgada, tan delicada como una canción de cuna, joven y guapa como una muñeca sin tiempo. La chica espera que le lleven el menú. Ocasionalmente lanza miradas a los dos que tiene al lado, para ver si éstas hacen contacto con los ojos de ellos. No pasa nada. Ella ordena su comida, su bebida. Come, bebe y suspira. Decide optar por la táctica última cuando va a la mitad de su segundo plato, cuando le queda un cuarto de su segunda copa de vino: deja caer su servilleta al suelo. Ella espera, espera y luego suspira desesperada, la táctica no produce nada más que un dolor en su corazón. La chica termina sus alimentos y paga; se aleja de allí herida de una forma que ninguna medicina de farmacia puede curar. Los dos tipos se quedan conversando, como dos enamorados, para ellos no ha pasado nada más allá de sus personas. La servilleta negra, tan estilizada de pasado, se queda olvidada en el piso. Un punto más a la cuenta de la derrota.
12 horas
sábado, 22 de noviembre de 2008
Carta cartesiana tras una persiana persa
“Sé que es imposible que me quieras y sé que tu amor para mí fue sólo un sueño, del que tuve que despertar desesperado, cuando comenzamos a hablar de dinero. Sé que te necesité como el agua y como el aire, sé que para ti fui un verdadero don nadie. Ahora debo empezar a acostumbrarme, congraciarme con la soledad que por ti abandoné. No fui bueno y tampoco fuiste del todo mala, no fui un villano y tampoco personificaste la bondad. Ahora no sé ni quiénes somos, me la vivo recogiendo trozos de recuerdos. Sólo veo un completo desconocido cuando me miro en el espejo. ¿Qué fue lo que pasó si nos queríamos tanto?”
Atentamente,
El dubitativo aspirante a pasivo, cartesiano, que no existe mientras no se pregunta nada.
viernes, 21 de noviembre de 2008
Que verde era mi valle
“Debo ir al baño antes de salir de casa”, me repetía mentalmente, aunque de manera demasiado tardía, pues eso debí decírmelo inmediatamente después de haber bebido tanta agua de jamaica en la comida. Ahora esa frase sólo me servía de inútil mantra mientras estrujaba con fuerza los papeles que llevaba en mi mano derecha y un sudor frío comenzaba a perlar mi frente.
Como suele suceder cuando la vejiga apremia fuera de casa, la necesidad de encontrar un baño era directamente proporcional a la distancia que me separaba del w.c. más cercano. Empecé a experimentar esa dolorosa desesperación y exasperante nerviosismo que acomete en estos casos. Seguía caminando, pero por donde yo andaba tras una casa sólo aparecía otra, seguida de otra más, y otra, etc. Cruzando la calle había un gran taller mecánico que imagino ocupaba toda esa cuadra. No tenía puerta ni entrada a la vista.
“¿Y si les pido que me permitan usar su w.c.?”, pensé cuando el sudor nervioso empezaba a humedecer mis axilas, “quizás se rían, pero puede que no sean tan inhumanos como para negarse”. Entonces surgió un nuevo problema: la imposibilidad de atravesar la calle, pues el flujo de autos era muy cargado y ellos iban a gran velocidad, como si en el ansia de despegar hacia los cielos se les fuera la vida a los conductores. He ahí que decidí llegar hasta la esquina y atravesar la calle tal y como Moisés lo hubiera exigido si los judíos hubiesen inventado el automóvil en esos tiempos. Pero no había semáforo, los autos no son un mar de agua y yo no soy Moisés. Agua, decidí no pensar en agua.
Como ya habrás adivinado, mi cerebro no suele pensar las cosas más oportunas, y mientras casi corría yo hacia la próxima esquina, pensé: “que bien que traigo puestas mis gafas oscuras, pues así no notarán la vergonzosa desesperación en mis ojos cuando les pida usar el baño”. Pero no llegaba, no llegaba, las apremiantes ganas querían premiarme con una pena pública. Claro que aún no concluía ese pensamiento, cuando mi cerebro mencionó: “que ridículo espectáculo sería que un individuo de 30 años (la cual era justamente mi edad entonces) moje sus pantalones en plena vía pública”. Ese es el condenado sentido del humor inoportuno de mi cerebro.
Mis pies estaban en esa competencia entre ellos por tomar la delantera (que la mayoría de las personas que hablamos español llamamos ‘caminar’) y yo comenzaba a resignarme a efectuar el espectáculo ridículo que recién había invocado mi cerebro, cuando de repente, como un gran milagro divino, la hilera continua de casas fue interrumpida por un verde terreno baldío salvajemente gobernado por la verdosa vegetación. En medio del terreno se abría un senderito de tierra que se perdía hacia el fondo entre tanta hierba del aparentemente virginal lote.
Sin pensarlo dos veces corrí hacia el interior del camino (que si hubiese estado pavimentado de oro, no hubiera sido más valioso para mí en ese momento) para ocultarme pudorosa y momentáneamente de la civilización y realizar mi acto incivilizado. Corrí esquivando múltiples restos sólidos de necesidades fisiológicas humanas, que además de quitarle la aparente virginidad natural al terreno, estaban allí retadores como vestigios de que varias personas se habían visto en necesidades similares a la mía, aunque de posterior expresión.
Llegué hasta un sitio que consideré lo suficientemente alejado y procedí a liberarme del líquido que pugnaba por abandonarme.
Y allí estaba yo, sintiendo un gran alivio cuando al alzar la vista divisé a un policía que caminaba por la misma acera que yo había caminando hacía algunos momentos, pero en dirección opuesta, y que de repente se detuvo a la altura del terreno baldío. El tipo llevaba gafas oscuras y parecía mirar al lugar en donde yo me encontraba. Opté por poner cara de perro de cartel, inexpresiva y como si mirase a un punto lejano, pero sin ver hacía ningún lado a la vez (las gafas oscuras me permitían este truco), para fingir demencia si acaso me decía algo el oficial. Creí que el moreno policía estaba mirándome o haciendo el mismo truco de can de cartel; sin esperar a comprobarlo, apresuré mi actividad y tras bajar la vista para cerciorarme que el pantalón estaba bien cerrado y cuidar de no pisar el charco que recién había creado, volví levantar la mirada para sorprenderme con el hecho de que el oficial de la ley había desaparecido.
Mi cerebro me dijo que quizás el policía estaba preparándome una emboscada a la salida del caminito, para arrestarme por ‘faltas a la moral’. Claro que también me dije que si el representante de la ley se atrevía a amonestarme o, lo más probable, a sobornarme, le diría que había ido hasta dentro del baldío a recoger un papel que me había sido arrebatado por una súbita corriente de aire. Es más, si el tipo insistía y me llevaba hasta el charco del delito, yo lo retaría a que comprobara que eso había sido obra mía.
Al salir del terreno, no fue pequeña mi sorpresa al notar que en la calle no había rastros del policía. “Quizás era un fantasma”, me dijo mi mente, “el espíritu de un oficial que murió atropellado en esta transitada calle, mientras cumplía su deber. O igual y fue secuestrado (‘abducido’ para ser exacto y científico) por una nave de extraterrestres invisibles en tanto yo cerraba el cierre de mi pantalón”.
Tras pensar que gracias a tanta tontería de mi cerebro casi nunca me aburro, decidí retomar mi camino. No había dado más de tres pasos cuando descubrí otro caminito hacia el interior del mismo baldío. Y, apenas divisible, detrás de un arbusto, se alcanzaba a notar por arriba de las ramas una trémula gorra azul de policía, en tanto que por debajo de las ramas se podían ver dos morenas lunas siamesas desprendiéndose de un cuerpo sólido, habano lejano y no cubano, que en ese momento de alivio se transformaba en un obstáculo para futuras personas en apuros.
Satisfecho de que al menos en ese momento no tendría yo problemas con la ley, me alejé de allí reflexionado dos cosas... que los restos de lo que antes fue una zona de extensos prados ocasionalmente visitados por pastorcillos, era ahora un baño público y natural, donde hasta la ley descargaba sus presiones. Ah, sí, mi segunda reflexión fue la de que quizás escribiría algún día esta experiencia, pero definitivamente no la mencionaría en la entrevista de trabajo a la que iba ese día.
miércoles, 19 de noviembre de 2008
Perro
La adivina se asustó desde que le miró a los ojos; y no pudo reprimir cierto temblor cuando le leyó los posos del café. Lo más terrible es que, a pesar de que así es la mayoría de las veces sin que logremos acostumbrarnos, el destino no mostraba lógica. Las interpretaciones decían que él moriría violentamente y relacionado con un gran perro negro, o quizás un lobo, que a su vez aparecía arrollado por un auto y quedaba abandonado en el vado de un camino. Contraviniendo lo que supuestamente los adivinos deben ocultar, ella le dijo exactamente lo que vio. Él, supersticioso como cualquier fanático, tomó muy en serio la advertencia y juró a partir de ese día no conducir ningún vehículo. Así vendió su auto y mantuvo su juramento. Se convirtió en un usuario constante del transporte público o de la gentileza de sus conocidos con automóvil. Aunque su temor llegó hasta tal punto que jamás nadie logro que se volviera a poner al volante siquiera de un inofensivo carrito de feria.
Por otro lado, desde la visita con la adivina, él rehuía a los canes negros; sin importar que fueran chihuahueños o gran danés, siempre se alejaba inmediatamente a la vista de uno. Pero una noche, saliendo de un bar con una amiga, estaban a punto de abordar el auto de ésta cuando él le pidió unos minutos para satisfacer una necesidad apremiante de deshacerse de una cantidad considerable de la cerveza ingerida. Ella lo esperó paciente en el auto mientras él regresaba al bar. Tras salir del baño decidió ahorrar tiempo, según él, y salir por la puerta de emergencia que había cerca de la cocina del bar. Quizás estaba lo suficientemente borracho para no calcular que dicha puerta, lejos de conducir a la entrada principal del tugurio, llevaba a un callejón solitario. Eso lo notó demasiado tarde, justo cuando había salido y la puerta de emergencia se cerraba a sus espaldas, sin posibilidad de abrirse desde afuera. Simplemente se encogió e hombros y decidió rodear el edificio.
No había dado ni tres pasos cuando un gruñido grave y fuerte se escuchó desde atrás del gran contenedor de basura. Él tembló y sintió un sudor frío recorriéndole todo el cuerpo. Y antes de que pudiera siquiera pensar en hacer algo, un animal negro y enorme, casi tan grande como una persona, se abalanzó hacia él dispuesto a atacarlo. Él simplemente perdió el sentido.
Cuando abrió los ojos, estaba acostado en una cama de hospital, totalmente vendado y sentía ciertos dolores agudos en distintas partes del cuerpo, principalmente en los brazos y en el pecho. A la primera enfermera que vio le preguntó amablemente qué le había sucedido a él. Ella, nada amablemente, sino como realizando una rutina, le explicó que había sido conducido al hospital tras ser atacado por un animal en un callejón.
Más tarde, cuando fue visitado por familiares y amistades, logró enterarse que la historia había sido tal como la expresó escuetamente la enfermera, y que había estado dos días inconsciente en el hospital, que ya no había nada de que preocuparse, ya le habían curado las heridas y puesto la vacuna antirrábica, y que dentro de poco sería dado de alta. Del perro, porque ahora que él les había dicho sus últimos recuerdos, todos asumían que debió tratarse de un gran can, nadie había sabido nada, pero que las autoridades lo estaban buscando por la zona.
Una vez dado de alta, él retomó su vida normal, con unas cuantas cicatrices nuevas. Casi al mes de su accidente, sus amigos decidieron darle una fiesta, para celebrar su total recuperación (vil pretexto para embriagarse y convivir, o convivir y embriagarse, no hay problema con el orden en este caso). Antes de la fiesta tenía una comida de negocios, afortunadamente muy cerca del lugar donde se realizaría la convivencia etílica en aras de la amistad; y por eso decidió alcanzar a sus compañeros tan pronto terminase su comida.
En la comida de negocios, él decidió aplicar los consejos que alguna vez leyó en algún libro ‘para triunfadores’, en el que se recomendaba, para lograr una ‘empatía logística basada en El arte de la guerra (sic)’, beber lo mismo que el cliente, y en la misma cantidad. Razón por la cual, se vio bebiendo varias copas de whisky, bebida que él no asimilaba nada bien, en cantidades iguales a las de su cliente quien, más que hombre de negocios, parecía cosaco eufórico. La comida se prolongó hasta que casi iniciaba la noche. El se despidió educadamente en una mezcla de español y lengua muerta, y tras rechazar el taxi que el capitán de meseros le ofrecía, se perdió de la vista de todos haciendo ‘eses’ en su camino y doblando una esquina, eso era lo último que él medio recordaba de esa noche.
La siguiente imagen de su conciencia, era despertar en un lugar desconocido, vestido con ropas que no eran suyas, con muchos raspones en la cara, en los brazos y en los pies, y con un cansancio y dolor de cuerpo, tales como si hubiera recorrido el maratón de Nueva York y comido en una orgía digna de monjes medievales.
No tardó en aparecer uno de sus amigos, quien además de ser el dueño de las prendas y de la casa en donde ahora estaba, le explicó lo poco explicable de lo sucedido. Resulta que en la fiesta esperaron y esperaron, bebiendo para no sentir tanto el paso del tiempo, y así estaban alegres, como ciertos hombres de negocios que gustan del whisky, cuando alguien se percató tanto de la hora como de la ausencia del festejado. La preocupación cundió entre todos ellos como plaga bíblica, y decidieron salir a buscarlo. Después de una hora de búsqueda infructuosa, el mismo que se había percatado de la ausencia sugirió ir a la policía. Tras esto, los representantes de la ley se aplicaron, y ya había amanecido cuando encontraron al festejado de la frustrada fiesta, tirado inconsciente, y totalmente desnudo, con varios raspones y sangre, en un callejón. Todos coincidieron que había sido víctima de un asalto.
Los amigos hicieron los trámites necesarios y tras llevarlo al hospital -donde determinaron que no había sufrido mas lesiones que los raspones y unos golpes sin fracturas-, decidieron hacerse cargo de él. Sólo que en el hospital él despertó aterrorizado y tuvieron que sedarlo, por eso ahora despertaba a media tarde sin recordar gran cosa.
Él se preocupó por esas circunstancias, y culpando al alcohol, que había sido uno de los elementos comunes en el origen de sus dos desgracias, decidió dejar de beber, sin importar lo que digan los libros para triunfadores sobre la empatía.
Con más cicatrices y nada de alcohol, él retomó su vida. A casi un mes del segundo suceso, fue invitado a una fiesta de halloween a la que, naturalmente, tenía que ir disfrazado. A él le fascinaban estas fiestas, tanto que ya hasta tenía una señora que siempre le confeccionaba sus disfraces. Ella vivía por un campo militar, cercano al toreo de cuatro caminos. Pero ese año, había tenido más pedidos de disfraces que los años anteriores, por lo que le dijo a él que le tendría el disfraz listo el mero día de la fiesta.
Él decidió reírse un poco de las predicciones de la adivina, y se mandó hacer un disfraz de perro rabioso. Lo recogió poco antes del anochecer, se lo probó y quedó satisfecho. Tras decidir que llevárselo puesto de allí hasta la fiesta no sería correcto, pidió a la señora que se lo envolviera en una bolsa, y se despidió de ella. Esa fue la última vez que alguien lo vio.
Esa misma noche los policías encontraron, no muy lejos del toreo de cuatro caminos, el disfraz intacto en la bolsa. La luna llena facilitaba las investigaciones brindando una potente luz natural, por lo que no costó trabajo encontrar pedazos destrozados de la ropa que él vestía algunas horas antes. Jamás encontraron su cuerpo, y nadie relacionó la desaparición con el gran perro negro, que más parecía un lobo, el cual yacía atropellado en pleno periférico, a menos de 30 metros de las investigaciones policíacas.
martes, 18 de noviembre de 2008
Déjenme descansar
La princesa Fatalidad en el reino mediocre
La princesa fatalidad expresaba elegantemente sus insultos tornasolados. No decía malas palabras, sólo pulcros malos deseos. Muy al contrario de la jauría de las perras, para quienes el lenguaje carretonero era la única forma de expresión. Solitario, en medio de la multitud, más frío que la lápida del que cayó de la gracia popular, decidí escribir lo que cabalgaba por mi mente, sólo para pasar el tiempo. El Don Juan decadente esgrimía los datos que con tanto esfuerzo había memorizado para presumirlos a la primera oportunidad, deslumbrando ignorantes y siendo ignorado por los indolentes. La muñeca plástica de cabeza hueca sonreía de la manera mecánica que le enseñaron en la escuela de modelos. El legislador sin ley no sabía qué dictar, sintiéndose como un déspota sin autoridad. Los grises mal nacidos escondieron la llave a alguien que era el eje de sus envidias, ella tenía lo que ellos ni se atrevían a soñar para sí. No sé cuánto soportaré, escribiendo, cuando tengo que convivir con esta gente la mayor parte de las horas en que estoy despierto. Vigilia que trata de escapar hacia lejanas tierras, sin embargo para ir allá en realidad debo estar aquí. Rutina absoluta, carente de sorpresas, todo comienza a la misma hora y a la hora de siempre termina, para al día siguiente volver a empezar. ¿Habrá sido la farsa igual antes de que la historia comenzase a ser registrada y contada? Horas de 60 minutos, jornadas de más de 10 horas. Princesas, perras y juanes, legisladores, muñecas y demás, agazapada tras el asombro y la novedad iniciales siempre está la costumbre; quisiera correr pero me da miedo vivir sin techo, además lo malo puede ponerse peor. Me quedo matando el tiempo en las ruinas de la sorpresa.
lunes, 17 de noviembre de 2008
Soledad y paz
Siempre imaginaste que a esta edad habitarías una casa en la que se podría respirar una fragancia femenina que te resultase familiar y en la que pronto se escucharían los pasos de un pequeño, ambas personas por las cuáles tus esfuerzos existenciales cobrarían mayor sentido.
En cambio, en esta casa sólo se percibe tu masculino aroma. Terminas la cena y das inicio a tu dosis diaria de televisión, que se prolonga hasta que te vence el sueño, para mañana temprano repetir la misma historia solitaria de hoy.
**
Al día siguiente, tras el baño y la afeitada, sales a la hora acostumbrada. Te dispones a abordar tu auto último modelo, pero antes de ello descubres un elemento que rompe la rutina. Se trata de un gran camión de mudanzas descargando muebles en la casa que se ubica justo enfrente a la tuya. Por fin alguien va a ocupar en esa vivienda que ha estado deshabitada por lo menos desde que llegaste al vecindario. Te dices que eso será un cambio, y lo haces con una alegría artificial que repentinamente vuelve a convertirse en tedio. Reanudas tus mecánicos movimientos para abordar tu carro, pero estos son interrumpidos por lo que descubres al lado del camión de mudanzas.
Es una mujer morena, que tiene aproximadamente tu misma edad, la cual, con nerviosos movimientos, ordena a los cargadores qué muebles deben bajar del gran camión y les indica los cuidados que deben tener con éstos.
Miras a la mujer con detenimiento, me atrevo a decir que incluso estudias las líneas de su rostro. De repente eres sorprendido por los ojos de ella que miran directamente a los tuyos. La distancia entre ambos es la que separa a las aceras paralelas de una calle, eso te permite hasta notar en la joven un pequeño rubor, que curiosamente tú experimentas también. Ella sonríe y tú… desvías la mirada y nerviosamente subes a tu auto. Tu consciencia dice: “Te has comportado como un perfecto idiota”, enciendes tu carro y sin mirar atrás –léase hacia la atractiva morena– te diriges a tu oficina.
En una ocasión supuse que existía la comunión de almas a primera vista, aún no he vivido lo suficiente para comprobarlo –aunque espero estar en el proceso de ello–, pero por lo menos tú esta mañana te convenciste que tal suceso es una palpable realidad. Lo sentiste en la mirada de tu nueva vecina. Ninguna mujer había provocado una reacción semejante a la que experimentaste con ella, era como si ambos se hubieran conocido en el pasado.
Sigues conduciendo y de repente piensas en regresar para presentarte a ella y ofrecerle ayuda en la mudanza. Miras tu reloj, tienes el tiempo suficiente para eso, pues acostumbras llegar muy temprano a trabajar, sólo que tu consciencia te recuerda: “tienes muchas tareas pendientes para hoy y primero es el deber”. Aún tiemblas de nervios, llegas a tu trabajo con los acostumbrados 75 minutos de anticipación.
En la oficina realizas correctamente tus labores, tan eficaz eres que a la mitad del día ya no tienes más tareas pendientes que cumplir. Sin embargo, a pesar de tu concentración laboral, no has podido quitarte la imagen de tu nueva vecina desde que la viste, y utilizas el resto de la jornada para hacerte preguntas del tipo: ‘¿cómo se llamará?’, ‘¿realmente le habré resultado agradable?’ y ‘¿será soltera?’. Ruegas, a una divinidad en la que nunca has creído, que ella sea una mujer sin compromisos sentimentales en el presente.
El tiempo se arrastra de la manera en que suele hacerlo cuando uno está ocioso en horas de trabajo; por ello utilizas los minutos ‘libres’ del encierro para elaborar mentalmente proyectos de vida –que van de lo descabellado a lo práctico con asombrosa facilidad– en los que se incluye a tu vecina como personaje central de tu felicidad futura. Aunque cada uno de esos sueños se interrumpe ante una cuestión recurrente: ¿cómo vas a presentarte a ella? Te maldices por no haber aprovechado la oportunidad de la mañana.
Al salir del trabajo, la morena sigue dando vueltas en tu mente. Lo que más te preocupa es darle la mejor impresión en el momento de presentarte. El recuerdo de todos tus ‘sufrimientos’ pasados, de toda la soledad que experimentas a diario y el que ‘realmente no quieres perder otra nueva oportunidad’ (mucho menos con una mujer que te ha impresionado tanto con sólo mirarla) hace que seas un manojo de nervios al llegar a casa.
Mientras estacionas tu auto, miras de reojo la vivienda de enfrente. Hay una luz encendida. Imaginas que la joven debe estar allí, mientras bajas del carro y con trémulas mano cierras la puerta. Una voz hace que tu corazón se sienta como claustrofóbico hiperactivo y esté a punto de salir disparado por tu garganta. Fue un simple saludo, emitido por tu vecina contigua. Esta es una anciana, la viuda de López, quien se disponía a cruzar la calle llevando en sus manos un plato con galletas. Recuerdas que esta anciana acudió a regalarte un plato con galletas el día que te mudaste a tu actual casa.
La viuda desvió su ruta original para ir a saludarte con su característica amabilidad. Sabes bien que la buena mujer sólo tiene dos tareas básicas en su invernal vida: hacer galletas y enterarse de las vidas de todos los habitantes de esa calle.
Tras ponerse al tanto de cómo te ha ido desde la última vez que se encontraron –nada nuevo realmente, cada día para ti ha sido una copia casi exacta de su previo y de su consecuente–, la dulce vieja te pregunta si no quieres acompañarla a conocer a la nueva inquilina de la casa de enfrente. Esa frase provoca en ti una gran alegría, pues la viuda de López dijo inquilina y no inquilinos, y sabes bien que no hay mejor observadora que esta vieja, a quien cualquiera que sea víctima de un crimen desearía tener como testigo.
Sin embargo, declinas su invitación, pues tu previsora consciencia te dice: “estarás de más en una plática entre dos mujeres que se van a conocer; lo mejor es que te presentes tú solo en otra oportunidad”. Dices a la viuda que tienes cosas que realizar en tu casa y que después pasarás a presentarte tú mismo con la nueva vecina. Te despides y entras a tu hogar para comer sopa semipreparada y aplicarte una fuerte dosis de televisión.
Esa misma noche tus sueños son intranquilos y en ellos aparece tu morena vecina de enfrente, con esa sonrisa y esa mirada que te cautivaron. En tus sueños no hay nada que la recatada viuda de López pudiese reprobar si se los contaras. Lo más significativo es que la joven no sólo ha invadido tu vigilia, sino también tus territorios oníricos. Esa noche por más que sueñas, no puedes descansar.
*
La mañana siguiente sería igual a las anteriores, de no ser por que ahora la casa de enfrente te parece más luminosa. Tu desempeño en la oficina es idéntico al de ayer y tus pensamientos continúan centrados en la joven morena.
Es miércoles, día de la semana en que tras salir de la oficina tienes que ir al supermercado a abastecerte de las sopas semipreparadas y demás alimentos. Allí, mientras corroboras que la fila para pagar en la que tú estás formado es siempre la más lenta, te encuentras a la viuda de López quien te saluda cortésmente. Sin que tú se lo pidas, la anciana te pone al corriente de la vida de tu nueva vecina: soltera ‘Y-SIN-COMPROMISO-ACTUAL’, exitosa profesionista que se ha mudado a esta ciudad ‘EN-LA-QUE-NO-CONOCE-A-NADIE-Y QUISIERA-HACER-AMISTADES PRONTO ’ y que se ha tomado esta semana de vacaciones para efectuar su mudanza.
¡Ah pero la viuda de López no sería ella si no hubiese actuado como una excelente celestina en el momento de presentarse a la joven! Según te comentó, antes de despedirse, le preguntó si ya ‘había tenido el gusto de conocer al apuesto caballero de la casa de enfrente’ (tu corazón saltó de gusto tras la descripción que la anciana hizo de ti), a lo que la joven respondió negativamente con una sonrisa. En este momento te propones que tan pronto llegues a casa, irás a conocer a la joven.
Arribas a tu hogar, con el ánimo no muy en alto, y mientras estacionas el auto tu consciencia dice: “no debes apresurar las cosas, esta vez debes tomar todo con calma. Recuerda lo que pasó la última vez que perdiste la paciencia”. Por eso entras a tu hogar y terminas sentado viendo insulsos programas de TV mientras comes una sopa semipreparada.
Una vez apagada la TV no puedes dormir, los deseos de ir con la joven te atormentan cada vez más. No hay posición en la cama que te permita un minuto de descanso. La inquietud alcanza niveles insoportables a las dos de la madrugada –sientes como si fuera la última noche de un condenado a muerte–; pero a las tres parece que tu cuerpo se decide a tomar el descanso por la fuerza y comienzas a adormilarte. Por desgracia un pesado camión de carga que cruza por tu calle a gran velocidad espanta definitivamente tu descanso.
Era un gran remolque de doble caja, cada una de las cuales estaban cubiertas de polvo, como si fueran féretros de milenarias momias recién descubiertos. En la parte posterior de la última caja algún gracioso escribió con el dedo ‘Visite Caborca Son.’. Desde tu habitación tú no pudiste ver el gran camión, pero a mí me llamó la atención ese letrero, que rompía completamente con el tradicional ‘Ya lávame cerdo’. En fin, por esa frase me dan ganas de algún día visitar Caborca.
Pero tú no viste el camión, y tampoco puedes conciliar el sueño. Permaneces en vela hasta el momento en que tienes que levantarte para iniciar una jornada nueva.
*
El día es un eco existencial del anterior, salvo que hoy, una vez que sales del trabajo, no vas al supermercado, sino directo a casa. Al estacionar tu carro, distingues de reojo que la morena está regando unas flores nuevas que seguramente acaba de plantar en la parte anterior de su hogar. Ella voltea a verte y sonríe con amabilidad. Si yo tuviera injerencia en ti, o estuviera en tu lugar, iría de inmediato a presentarme, pero resulta que tu consciencia es más sabia y cautelosa que yo, por ello te dice: “Mira cómo tiemblas, ¡qué va a pensar ella de ti!, además, ¿qué le vas a decir? Mejor métete a casa de inmediato”. Por eso dibujas una torpe sonrisa monalisesca en el rostro, proseguido por un ridículo mutis a través de la puerta principal de tu vivienda. Adentro te esperan una sopa, la TV y otra noche de insomnio. Yo me distraigo pensando en Caborca y en si existe el reconocimiento de almas con tan solo una mirada.
*
A la salida del sol (Febo es, por cierto, el constante asesino de las últimas esperanzas de un insomne), reanudas tu rutina. Todo vuelve a repetirse. Ras el trabajo, al llegar a casa, tu vecina no está regando flores y por ello entras tranquilamente a comer sopa y ver TV. Pero más tarde, cuando te encuentras en tu cama, comienzan a desfilar proyectos de cómo debes presentarte correctamente a la morena. Te pones a divagar hasta cerca de las tres de la madrugada; momento en que te levantas de la cama y te pones tu ropa deportiva.
En tu mirada se nota un dejo de decisión cuando abres la puerta y miras hacia la casa de tu vecina. Allí distingues una luz intermitente en la ventana de la sala, que proyecta sus haces desde el interior hacia las cortinas. Es la luz clásica de un televisor encendido. Das dos pasos más allá del portal de tu hogar, el corazón te late con premura y un temblor invade tu cuerpo. Te detienes. “¿Cómo piensas ir a presentarte así de trémulo como te encuentras y a estas horas de la noche?”, te pregunta tu prudente consciencia. Tragas saliva, das media vuelta, te desnudas y regresas a tu cama a pasar una infernal noche sin descanso.
*
Ahora es sábado por la mañana, piensas ir al centro comercial a dejar que pasen las horas –irás de compras, visitarás tiendas, comerás y verás una película, todo bajo el mismo techo–. Antes de abordar tu auto, notas que tu vecina está afuera de su casa dando instrucciones a un pintor de brocha gorda comisionado para cambiar el color de la fachada. Tú finges no haberla visto y sigues los consejos de tu siempre alerta consciencia: “Mejor vamos a hacer lo que tenemos qué hacer, mientras piensas qué decirle, y en la noche vienes a saludarla”. Tú obedeces.
Llegas al centro comercial preguntándote si no hubiera sido mejor invitarla a comer, tu consciencia responde inmediatamente: “¡Cómo crees!, ¿acaso no viste que estaba ocupada con el pintor? De seguro hubiese declinado la invitación y tú hubieras echado a perder una oportunidad por inoportuno” (sí, las consciencias suelen hacer extraños juegos de palabras).
Ya en el presente, descubres que como de costumbre no tienes nada qué hacer en el centro comercial aparte de desperdiciar el tiempo y burlar tu soledad. Así recorres los pasillos como alma en pena sin objetivo, deteniéndote en diogénesicos aparadores que ofrecen a la venta todas esas cosas que realmente no necesitas. Una vez que te cansas de caminar te diriges a comer una pizza ‘a la Llanero solitario sin Toro’ –o si lo prefieres ‘a la Romeo sin Julieta’– y luego vas a los cines y compras un boleto para ver aquella película cuyo título te suene menos insulso.
La función transcurre sin que puedas evitar imaginarte que tú eres el héroe de la pantalla, quien con valentía, y sin que se desacomode un solo cabello de su peinado, salva con gallardía a la princesa en apuros, quien, según tu mente, es tu vecina. Al terminar la cinta, notas que es aún muy temprano y decides ver otra.
Al salir de la segunda película ya es de noche y en vez de acudir al bar habitual decides ir directo a casa. Cuando llegas ves que el nuevo color ha revitalizado a la fachada de la casa de enfrente, en tanto que las flores recién plantadas le dan un toque encantador. Tu corazón comienza a palpitar con el mismo ritmo que sentía Napoleón cada que alguien le pronunciaba la palabra ‘invierno’ después de 1812. Piensas que es un excelente momento para ir a presentarte, pero… “¿Cómo vas a llegar con las manos vacías?… ¡hubieras comprado algo en el centro comercial!, ¿cómo estuviste allí metido todo el día y no te acordaste de comprarle algo?”. Tu consciencia vuelve a ganar con sus razonamientos y provoca que tu ánimo caiga a la altura de los ojos de una amiba de tren subterráneo; por ello entras a casa. Los sábados no hay sopa, pero sí mucha TV.
El tiempo pasa lentamente, a las 11 de la noche se te ocurre salir a comprar algo para tu vecina e ir a presentarte, pero “a esta hora ya todas las tiendas están cerradas”. A las doce tu consciencia te dice: “ya es tarde para tan importante misión”. Tus ojos miran la TV, pero tu mente se ha pasado todo este tiempo rondando la casa de enfrente.
A las 3 a.m. apagas finalmente la TV y te encuentras determinado a algo. No te importa ir con las manos vacías, estás a sólo una calle de distancia de una persona a quien aparentemente le agradas, quizás no tanto como ella a ti, pero qué diablos, ¿no dicen que quién no arriesga no gana? Te armas de valor y comienzas a ignorar las advertencias de tu consciencia, la cual ahora no sólo habla sino que grita tanto como el ganador del concurso para llamar cerdos.
Abres la puerta y al salir notas la familiar luz intermitente reflejada en la ventana de la sala de tu vecina, sí ella de seguro está viendo TV. Tu consciencia sigue gritando “¡Detente!, ¿qué le vas a decir?, ¿cómo vas a ir así como así?, mira que tengo un mal presentimiento. Mejor regresa”. Pero tú ignoras todo lo que sucede dentro y fuera de ti, salvo esa luz intermitente en la ventana, a la cual te acercas a pasos apresurados.
Atraviesas la calle y tan abstraído te encuentras que jamás escuchas el sonido de la gran bocina y el poderoso motor del camión remolque de doble caja. Para ser honesto, todo es tan fuerte que ni sientes el golpe que te dispara a seis metros de distancia, y la verdad ya no tienes vida para ver cómo escapa a gran velocidad ese gran camión cuya parte posterior dice en letras de polvo: ‘Visite Caborca Son.”.
Mientras tu consciencia repite “Te lo dije”, tú encuentras por fin la paz.
miércoles, 12 de noviembre de 2008
Estampa callejera
martes, 11 de noviembre de 2008
En el tráfico
martes, 4 de noviembre de 2008
Pensando en ti
jueves, 30 de octubre de 2008
Jalogüí y día de muertos
sábado, 25 de octubre de 2008
Apreciación del arte
Saliendo de la estación del metro Bellas artes, por esa salida que tiene una donación francesa, Art Nouveau en la capital azteca, miras a tu derecha y encontrarás la famosa Alameda, el parque callejero que es de los pocos lugares en pleno centro de la ciudad donde hay más de seis árboles juntos. Es una tarde nublada, tan gris como las ratas que buscan comida entre los arbustos y bajo los puestos de económicas tortas de jamón barato. Pasando el monumento que rinde homenaje al más famoso compositor sordo está ella, acompañada de su grabadora de baterías, que toca a todo volumen los éxitos de una pseudo estrella cuya efímera fama se había apagado hacía más de dos décadas y que sólo vive en el recuerdo de aquellos que se aferran a la memoria como único escape al intolerable presente. Ella tiene el cabello largo, oscuro y alborotado, tal como lo usaba la pseudo estrella de antaño, viste un abrigo negro, grueso como la obsesión, que le llega hasta medio muslo y que le permite mostrar sus delgadas piernas envueltas en medias negras, calza zapatos más negros que las medias, de tacón alto, que le dan más estatura, pero no la suficiente. La mujer tiene un micrófono y baila, simula cantar las melodías que se escuchan huecas y distorsionadas en su grabadora de bocinas dañadas por los años. Cerca de ella, diseminadas en las bancas del parque, hay varias personas que simulan no ver a la mujer, pero que realmente la observan de reojo. Unos son desempleados sin esperanza, otras empleadas domésticas en su día libre que viven romances con albañiles y burócratas de quinta. Termina una canción y la mujer agradece, como estrella consumada, los aplausos imaginarios que sólo escucha dentro de su cabeza, diciendo en voz alta: “Gracias, son todos muy amables…”. Una canción más y un viejo con pinta extraña es el único que se anima a aplaudirle y a mirarla con concentrada atención. “Gracias por el aplauso solitario”, dice ella, reaccionando por un momento a la realidad, y continúa: “a ver si reconocen la siguiente canción”. Se echa el pelo hacia atrás, descubriendo su rostro, que resulta cubierto de tanto maquillaje como pintura hay en el museo de arte moderno. Comienza otra canción de la pseudo estrella de hace dos décadas y la mujer de negro retoma su mímica coreografiada. El tipo del aplauso solitario no viste de negro, sino de color marrón, su traje es viejo como él y seguramente lo guarda debajo de su colchón para que no se le arrugue tanto. Los codos de su saco y las sentaderas de su pantalón brillan con lustroso desgaste. Se nota que hoy se quiso sentir elegante, pues hasta usa corbata (adornada con una redonda mancha de grasa) y el poco cabello que tiene a los lados y atrás de su cabeza está sometido bajo la fuerza aglutinante de un tarro de gomina mal distribuida. Mira a la mujer bailarina con una intensa atención, que él no se preocupa por disimular. Pero en sus ojos está ausente la lujuria del sacerdote sin vocación o del célibe fiel a la dama que no le corresponde, en su mirada realmente se nota la soledad y la compasión. La canción prosigue y el viejo es el único en admitir que el espectáculo de esa mujer, por grotesco y extraño que fuera, llama la atención. De repente los sonidos rítmicos de ositos apretables y chilladores de plástico rompen el encanto de la mujer de negro. Es un payaso que pasa por ahí, cuyos zapatos a cada paso que da emiten un sonido de juguete apachurrable para bebé. La dama de negro lanza una mortífera mirada al payaso interruptor y grosero, por obligarla a hacer un paréntesis en su acto, pero el show debe continuar y ella retoma su número bailando con más vigor y, según ella, con más sensualidad. La gente que está allí desde el principio comienza a retirarse, pero pronto es sustituida por otras parejas, otros desempleados y otros albañiles, los recién llegados, al igual que los idos, simulan no poner atención a la dama de negro. Sólo el viejo marrón sigue fiel en su lugar, aplaudiendo cortésmente entre canción y canción. Ella no pide dinero, realiza su mímica autodidacta por puro amor al arte y el viejo, tan solitario en sí mismo, supo detectar eso y a la solitaria colega que había en esa mujer. Al viejo no le gusta la música, sólo está pagando su cuota semanal de compasión. Pasaron más canciones y la dama de negro sólo interrumpe la actuación para cambiar de lado el casete de su grabadora. De repente se hizo de noche y además del viejo sólo hay un par de albañiles un poco pesados y pasados de copas que miran a la mujer con ojos de llameante lujuria. Ellos le lanzan piropos que son agradecidos con coquetas sonrisas. El viejo presiente que esto podría tener mal final. La mujer no presiente nada y concentrada en la música termina su acto. Agradece a su ‘querido público’ y tras recoger su grabadora se dispone a marcharse. El viejo decide acompañarla para dar a entender a los dos albañiles embriagados que ella no está sola. El borracho par entiende el mensaje y deciden buscar a otra mujer. “Fue en verdad hermosa su actuación señorita”, dice el bien educado viejo a la mujer que de joven no tiene ya ni la niña de sus ojos. Ella sonríe, pero de repente se siente asqueada por la vejez del hombre, pues teme que algún día podrá lucir como él. El viejo tiene decidido acompañarla hasta donde ella vive, pero conforme avanzan, ella se siente cada vez más molesta con el viejo, pues en su mente nada inocente empieza a creer que el anciano quiere aprovecharse de ella, sin embargo no sabe cómo quitárselo de encima. Ella cree que el viejo es como aquellos clientes que hace mucho pagaron por su cuerpo. Sus ojos empiezan a llenarse de lágrimas nomás por acordarse de aquellos puercos que fueron sus primeros y únicos clientes en ese negocio. “Tan decentes que se veían”, piensa. Luego se acordó de la humillación, de los golpes y de las quemadas, de la penetración por donde ella rogaba que no. “¡Tan fácil que se veía al principio!” Ella imagina lujuria en la inocente mirada del viejo y de repente, como caído del cielo, aparece un policía. Ella le grita al agente de la ley con desesperación, dejando al viejo atónito con semejante actitud. “Oficial, este viejo puerco quiere abusar de mí”. Otra cosa rara, el policía resulta ser uno de esos verdaderamente celosos de su deber en lo que se refiere a defender mujeres y con el vocabulario más profano que se pueda decir se acerca al viejo y agarrándolo de un flaco brazo se lo lleva detenido a la delegación. La mujer agradece al oficial y se sigue de largo. El viejo por más explicaciones que da, es detenido y pasará ésta y varias noches más tras las rejas. En su casa, el payaso cansado de los zapatos chillones y de haber lidiado todo el día con niños mal educados, fuma su mariguana para dormir tranquilo.